Hilaridades

 


Hay asuntos en los que no tercio.  La política estadounidense, es uno de ellos. A riesgo de que los cultos me desculturen, no lo hago porque no sé ni pío del tema, y aunque dicen que debe importarme, no me importa. Pero como no me mando, los que verdaderamente mandan me espetan a diario una sarta de cosas de las que no quiero cuenta, y me abacoran.  Eso está pasando con la Hillary y el Obama.  No quiero saber nada de ninguno de los dos, pero hasta cuando me le escapo a los pacientes para buscar la fiambrera en el timbiriche de la esquina (todavía a cuatro maracas con refresco incluido), me tropiezo con algún paisano bembeteando de asunto tan descolorido, insípido, remoto y desconocido.

Aunque no lo quiera, me obligan a descuidar el pensamiento y a refunfuñar entre dientes, casi hablando, amargándome la media hora de fila y comida.  Ahí comienzo a opinar con el gesto, sin quererlo, y me sonrío de lado, de cara entera, pero sin asomar los dientes, y me volteo poco a poco, sigilosamente, tratando de que no me conviertan en cómplice de una expresión, coautor de una frase, ayudante del tema, alicate del dislate ajeno, carga bate del desentendido.  Pasa con todos, y como irremediablemente estoy entre ellos, en el emburujo casi hablo sin decir nada, afirmo sin pestañear y asiento disintiendo.

Siento que me tiran al charco. Pues para que nadie hable por mí, por culpa de mi cadavérico silencio, asunto que en esta nadería contagiosa me preocupa tanto como la candidatura yanqui, aquí va ésta, a ver si, en adelante, hago la fila en paz. Algunos puertorriqueños algunas veces no debemos hablar de algunas cosas.  Los que siempre hemos creído en la soberanía, palabra que hay que rescatar antes de que Aníbal la acabe de desgraciar privándola de su castidad desde un escabel de cantante, no deberíamos estar metiendo la cuchara en cuanto plato nos pasa por el lado. Quique Ayoroa me decía que un amigo de él le decía, que es como más humildemente se dicen las cosas que uno quiere decir, que mientras más malas se pongan las cosas allá, mejor para acá.

Pues para que no quepa la menor duda, si fuera de allá y fuera a estar, pero que no estoy ni insinúo que nadie lo esté, estaría con la Hillary. Ésa es una señorona guapota, con todo y patas de gallina y sonrisa de Sila, con una historia de verdad, no por la edad, sino por sus andanzas.  De ella se dice un paquetón de cosas, asunto que habla muy bien de la experiencia de la candidata para candidatear.  Hasta ahora, fiel a lo que debe ser un producto mercadeable para los consumidores de imágenes, ha demostrado ser incondicionalmente devota de lo que debe ser devoto un candidato allá. Como dama con evidente síndrome de mujer maltratada, siempre ha sido leal al que ahora es su paje, aunque dicen algunos deslenguados que en su vida hubo peligrosos momentos neutros que no deben importar ante un cigarro público en genuflexión, algunas bocanadas y amenazas de ADN y otros asuntillos bomberiles para despistar.  Esa señora es la que debería ser. Sí, debería ser porque lleva un paquetón de años en ese empeño y ha tenido que aguantar en público y en privado lo que nadie aguantaría por estar donde quiere estar y ese esfuerzo heroico hay que reconocerlo, admirarlo y hasta respetarlo. Tiene un ganado crédito con la mediocridad y hay que pagárselo, que hace rato está cobrando. ¡Albricias!

Pero ahora resulta que no, que llega de no sé dónde un hombre con menos biografía que José Alfredo, que ni parece gringo ni evoca películas de vaqueros y quiere iniciar el juego desde la tercera base sin nunca haber agarrado el bate ni el cigarro, ni la exposición, ni nada, esperando a un sencillo para correr y anotar.  Los que desde la izquierda coquetean con el poder colonial y le hacen el juego a cualquier enredador de conceptos, trabalengüeros de la razón, los que se encandilan con discurseos mongos y cancioncillas de avivamiento, deben repudiar al que, como un Pedro estadounidense cualquiera, alejó y negó tres veces al ministro Jeremiah, su compadre. Todo porque dijo públicamente lo que entre ellos íntimamente hablaban y soñaban como discurso del futuro y proyecto de vida. Deben execrar al que impávidamente, después de que pasó por la Isla y se llevó un billetaje, dio la espalda a los periodistas, como un Frank Sinatra en épocas de gloria, y cuando le inquirieron por el asuntito del patriota Aníbal, le ordenó a un soplapote que preguntara: ¿Qué Aníbal? ¡Demonios, ése es el que se zumbó a la calle por ti antes de que lo negaras! Y para mí, que soy un desentendido de tantos profundos entendimientos, los parloteadores de altos vuelos y exhibición de fina sensibilidad de tela de cebolla, no deben dudar en distanciarse de ese artefacto. Basta saber que cuando le preguntaron por la cuestión colonial dijo que respetaría la determinación de los colonizados, como si hubiera dicho que en asuntos de liberación no se metía. Recordé a sus panas esclavos y se me pegó el vellón. Maldito embaucador de disimulado gesto lateral, como sacándole el cuerpo a todo. ¡Malditos tus discursos y los que te aplauden! ¿Es que no ven que Pierluisi lo aclama? 

¡Obama, eres más Hillary que Obama! Y por esa falta de pantalones en la búsqueda del embriagante poder, en mi despreferencia prefiero a la que siempre ha sido ella, y si tuviera que votar, Jeremiah sería el hombre. Aunque no sepa nada de eso y me importe un pito.