En la esquina del callejón del Guayabal y la Calle Nueva, a tres casas de la nuestra, estaba el negocio de don Mónico, en madera machihembrada, pintada de azul turquesa descascarado y listones blancos, ocupando gran parte de una vieja y destartalada casona. Era colmado, salón de dominós, barra, y en papelitos blancos, redondos y corrugados en sus bordes, vendían limbers de coco hechos en cuajaderas de aluminio que a cincuenta años de distancia, siguen siendo los mejores que he probado. Al frente, tenía varias puertas de dos hojas con enormes bisagras y en el lateral derecho, una ventana igual. Puertas y ventanas cerraban con una tranca que se sujetaba al marco en escopladuras talladas de menor a mayor, que al bajarse sobre las zetas de metal adheridas a las puertas con tres clavos de zinc de cabeza grande, era imposible abrirlas. Arrinconado cerca del escaparate de madera y tamiz de alambre, estaba el artefacto más maravilloso del mundo. Poco más alto que yo, aquel cajón grande separaba su mágico mundo interior lleno de cables en colores y vivas burbujas de aire en tubos de luz, con una vitrina que cubría pequeños listados de títulos y nombres a manuscrito. Más abajo, pero afuera de la urna, tenía teclas triangulares con números y letras que activaban su misterioso mundo interior. De puntillas, curioseaba en la intimidad de la caja logrando ver cuando las negras y coquetas pastas circulares, al sentir la manecilla posarse suavemente sobre ellas, se movían lentamente mientras del perfecto acoplamiento entre aguja y surco, nacía Felipe LA VOZ Rodríguez.
Comenzar a escuchar LA VOZ era aviso de que mi padre, su más ferviente admirador, estaba en la esquina del callejón. No bien había comenzado el «Eche amigo, nomás écheme y llene hasta el borde la copa de champán…», me parecía ver al viejo dándose un palo de ron blanco en cono de papel con don Mónico, su compadre Yayo o con algún otro amigo. Mi predicción nunca fallaba. Con la ilusión de verlo, y compartir brevemente parte de su mundo, salía a su encuentro. No sé si la máquina sonaba durante el día, tan sólo recuerdo que cuando mi padre cansado regresaba, de trabajar como chofer, ya era de noche.
Algunas veces El Viejo se pasaba de listo y se quedaba más de lo acostumbrado. Aunque a pocos pasos de la casa, mi madre lo sentía distante y, a su llegada, con muy poco cariño, inquiría sobre su tardanza. La contestación era siempre igual: «me entretuve con LA VOZ, entre copas y amigos».
De noche, rehén del mosquitero y del cansancio, me dormía haciéndole dúo mental a LA VOZ, que la vellonera madre, me regalaba como nana. Marcando el paso con música de desengaños, traiciones y amores imposibles, el tiempo corrió tan ligero que se llevó en sus ráfagas mis más hermosas ilusiones de niño.
Para aquél entonces no había forma de salir a la vida sin pasar por enfrente del pintoresco negocio de don Mónico, que con sus trágicos ritmos, en ocasiones, pretendió atajarnos el paso. En el pequeño tramo entre esquina y callejón, todos sabíamos las letras de las canciones del cantor y muchas veces en competencia musical, burlábamos al que alguna línea olvidara. Las canciones tristes nos hacían virar el rostro haciéndonos los desentendidos, para que la debilidad del alma no se licuara y se goteara delatando nuestros sentimientos. Eso pasaba cuando escuchábamos Los Reyes no llegaron.
Nos alegraba escuchar una nueva canción en LA VOZ y competíamos por aprenderla. Cuando la grabábamos en la memoria, el monte de Maíta nos servía de escenario para demostrar el dominio de las casi siempre acongojadas letras, con una apasionada y destemplada interpretación. La primera vez que Los Reyes no Llegaron se nos cruzó en el camino subiendo a la tarima de nuestra existencia, fue en unas navidades de guerras en Corea y privaciones sin límites. Nos tocó de cerca y estremeció. No escuchábamos la canción como protagonistas de su reclamo. Nos identificábamos más con el niño que esperaba a la puerta escuchando a LA VOZ hablarle a su madre de huérfanos, abrigos, pies descalzos y amparos. Desde entonces adoptamos al cantor como nuestro embajador en las calles del pueblo reclamando igualdad y compasión, mientras nosotros aprendíamos que los Reyes ya no tienen corazón.
A partir de aquella amarga, triste y noble canción, siempre mantuvimos una mezcla de sentimientos en contrapunto durante la Navidad, los cuales se intensificaban mientras el seis de enero se acercaba y la canción incesantemente sonaba. Ya grandecitos, cuando nos reuníamos entre copas, amigos, llantos, risas y cantos, recordábamos a LA VOZ y a los Reyes que no llegaron.
Al esfumarse la niñez, la patética súplica de la canción se hizo innecesaria, pero disfrutaba escuchar Los Reyes no llegaron como acre recuerdo de otra época e himno a la caridad y compasión. Cuando mis hijos llevaban suficiente tiempo en la vida, quise que la escucharan y con ella susurrando, le conté la historia de nosotros, los muchachos del callejón. Una de mis hijas me dijo: «Papi, no te pediría permiso si a la puerta un niño pide amparo». Me alegré. Después de mucho tiempo y trabajo para lograr pasar la esquina de don Mónico, mis hijos estaban al otro lado de la puerta y entendían el mensaje. Nuevamente, con sentimientos encontrados de alegría y tristeza, recordé con nostalgia a los muchachos, la vellonera Seeburg y a LA VOZ.