Extrañé ver el retrato de aquel señor de rostro de felicidad eterna que encontré en Barajas, España, un invierno de hace unos años. Me le fui acercando en una fila de pasaportes extranjeros, y cándidamente, pregunté. La contestación, violenta como la reacción por una falta al honor, no se hizo esperar: ese es nada más y nada menos que el REY. Ya cerca de la foto a colores tres por cinco, sentí que aquél hombre tranquilo, sonrisa Mona Lisa y mirada estudiada, se fijaba en todos los que lo veían. Llevaba una cinta‑bandera que atravesaba en diagonal su chaquetón oscuro que parecía alquilado al Camerino. Tropecé con él en todos los lugares que visitaba, como si fuera candidato rico en campaña eleccionaria. Vestía la misma ropa y apariencia. Desacostumbrado a tanta presencia oficial, la foto me llegó a molestar, fastidiar y reventar. El día de regreso, una señora muy molesta, utilizó aquella primitiva arma de la niñez, tipo Pedro con Melo, y le sacó la lengua. La vanidad no tiene límites. En eso consiste precisamente, en su infinita vacuidad. Me despedí del Rey recordando la burla infantil de la señora y en su continua presencia plana con toda su cinta y traje oscuro del Camerino.
Ya en el avión, y en venganza sutil, le dije a la aeromoza, que huía de su país porque no aguantaba más retratos de su rey. Educadamente, y con inocente sonrisa, la joven contestó: «son cosas de reyes». En el aire, dormitando en ese letargo crepuscular en guardarraya con el sueño, pensé o soñé que detrás de los ojos del rey se escondía un lente que no importaba a dónde fuera, me estaba mirando, persiguiendo, acosando, grabando, fotografiando, amenazando, hostigando, fiscalizando, influenciando, maltratando y reventando. La vieja División de Inteligencia de la Policía de Puerto Rico salió corriendo de algún lugar y se me atravesó en el pensamiento. Te velo, te sigo y te retrato. Fisgones oficiales, pensé.
En sueño de avión, música en canales de audífono desechable y todos los esfuerzos por lucir cortés y amigable, después de la imprudencia con la joven del cielo, llegué al aeropuerto. Caminé por un feo pasillo de alfombras y techo aplastante. Apresuré el paso para salir de las entrañas de aquel gongolón que era como salón de recuperación después del cansado viaje, y con perfecto bulto de viajero, me coloqué en larga fila con todas mis libras y experiencias nuevas. Me fui acercando al agente federal que te mira mal y te deja pasar después de escrutarte con ojos de lector cansado y, según caminaba, me acercaba a un retrato tres por cinco a color, que con sonrisa de Gioconda permanecía impávido en la pared del fondo. Era de quien usted se imagina: del gobernador. Un poco extrañado, recordé aquella primera impresión en España y, levemente,sonreí
de lado. Luego del recogido de maletas maltratadas, etiquetadas y vejadas, me dirigí al estacionamiento con la esperanza siempre trunca de encontrar el automóvil. Estaba, pero tenía pegado un cartelito con letras rojas que decía: «Favor de pagar en la oficina». (Estaba en tierra! Fui al lugar indicado y ¿saben a quién encontré al abrir la puerta? No lo saben. Nuevamente encontré todo un retrato del gobernador. Pagué, y me largué del lugar a olvidarme de los retratos y a rehacer la rutina del trabajo y la vida en este país de ladrones gubernamentales, pero sin reyes oficiales.
De vuelta a las faenas diarias, y cumpliendo un requerimiento injustificado, tuve que visitar el Centro Gubernamental para conseguir un plano en ARPE, una certificación del CRIM, una del CFSE y otra de Hacienda. Entré al edificio y en el vestíbulo tropecé con una foto, sencilla y llanamente: del gobernador. Luego de ese primer encuentro, me dirigí a las simpáticas oficinas mencionadas y para no repetir mucho, ustedes saben de quién encontré un retrato en cada una de ellas. Para mayor alegría, en una había seis.
Salí con la encomienda hecha, pero mascullando improperios y perturbado, malhumorado y avergonzado por descubrir que lo conspicuo no siempre es notado y que hay que ser bien canalla e insensible para exponer a alguien durante ocho horas de trabajo a un retrato del gobernador. En el camino, pasé frente a una agencia de viajes, de esas que venden sueños, alegrías y distancias, y recordé al rey y sus fotos. Tuve el enorme deseo de regresar al aeropuerto a esperar a la aeromoza del carro aéreo para disculparme. Ya en mi hogar, descansé de las fotos y en ese letargo crepuscular, al igual que antes, entre pensando y soñando, recordé la enseñanza milenaria de la paja en el ojo ajeno y en la joven que tan noblemente entendió que yo no entendía. «Son cosas de reyes».
¿Para qué una foto del gobernador en cada esquina? La morbosa presencia oficial de muchas fotos iguales invierten la mirada, ellas te miran y tú te sientes observado, molestado, espiado y perseguido. De eso se trata, sólo de eso. Es la imposición oficial que, inevitablemente, produce una sensación de acoso cuando percibes que el poder te está velando.
Luego busqué, pero no encontré, a la joven aeromoza. Donde quiera que esté, disculpe, señorita, tenía usted razón: «son cosas de reyes».