Mayoral
Ramón Edwin Colón Pratts
Editorial Don Mode
© TXu 1-974-317 (2016)
ISBN: 978-0-692-70324-3
Todos los personajes y los hechos que surgen de esta novela, con excepción de los que están registrados en los documentos públicos que se citan, son ficticios. Los jueces que presidieron los juicios en el caso citado, no son los que se describen en la novela. El que se describe corresponde a un juez en particular y su semejanza con el real es intencional.
El contenido de este libro no puede ser reproducido en forma alguna sin la autorización del autor, con excepción del caso del Tribunal Supremo que fue citado y de los documentos públicos mencionados tales como declaraciones juradas, pagarés, escrituras, cheques y otros que no le pertenecen al autor y que forman parte de un expediente público.
Ramón Edwin Colón Pratts
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Esta es la verdad, lo demás es novela.
I. EL ÚLTIMO TERRÓN
El despacho, alacena de memorias, murió el día en que los viejos fallecieron. La fatalidad del deceso trajo la inevitable aridez de la ausencia, convirtiendo el espacio en un almacén de hechos vencidos que esperaban a que alguien abriera la puerta para porfiarse la salida por alguna rendija del recuerdo. La posibilidad de evocaciones inconmensurables fue suprimida por algo de indiferencia, rencores, cicatrices en el alma y el inventario alocado de bienes, deudas, búsqueda de seguros y cumplimientos legales a tutiplén: requerimientos de la vida cuando los muertos han dejado algún caudal.
Entre los hijos había algo de complicidad silente para no regresar al lugar. Sabían lo que encontrarían porque allí crecieron: muchas gavetas con historias cortas, notas y apuntes; regueros de expedientes en cartapacios de todos los colores con guarnición de muebles, equipos viejos y no tan viejos mezclados en una licuadora tecnológica de letras, copias, papeles, signos, claves, símbolos y mensajes que luchaban por mantener su identidad en el remolino del tiempo.
Ana, la mayor, aprovechó que en esos días todos visitarían la casa grande, que, aunque deteriorada, era lo único que quedaba, y los llamó para decirles que el nuevo dueño necesitaba la oficina y había que desocuparla. No consiguió a Paulino, por lo que no contaría con él, pero habló con Monserrate y esta, con Angelina. No podían esperar más y tenían que resolver. El dueño y ellos habían aguardado mucho y ya el presente se había adentrado bastante en el futuro dejando una larga y espesa estela de recuerdos. Desde el último funeral, el despacho había quedado deshabitado, oscuro, telarañoso y solo. Ni su hermano ni ellas volvieron a visitarlo. Evitaban molestar la enorme colmena de memorias de mieles y aguijones.
Aunque no le agradó la encomienda, del trámite para la venta se había encargado el mejor amigo de sus padres, hombre viejo y sabio que con desgano accedió a poner un rótulo rojo de “Se vende”. Ellos, disgustados con el remedio inevitable, no quisieron involucrarse en el negocio. Tenían que pagar algunas deudas y, aunque eran pocas, lo harían con la venta del edificio. Ninguno ocuparía la oficina porque volaban más alto y no había por qué quedarse con aquel depósito de memorias. Ya alejados del deceso y, con el dolor aliviado por el espacio entre la partida y el ahora, con semblante opaco asintieron a la venta en el momento en que Angelina hizo referencia a las deudas indicando que con ese dinero lo saldarían todo.
Al principio del pasado que dio comienzo con sus idas, y cerrada la puerta de cristal de la entrada cual lápida de sepulcro vertical, pasaban frente al edificio sin pensar en desocuparlo. Aun habiéndolo vendido, lo miraban de reojo y recordaban a sus padres y muchos incidentes de la niñez. No entregarlo les daba la sensación de pertenencia, de que nada había pasado. Esperaban desalojarlo un día lejano, pero nadie hablaba de ello posponiéndolo para algún día incierto, como si no mencionarlo les diera título eterno. Al recibir la llamada de Ana para coordinar el desalojo, Monserrate le contestó con un sí alargado de sorpresa y pregunta. Ninguno dudaba de que los llamaría porque siempre se encargaba de los asuntos que les tocarían a los demás si ella no fuese su hermana, pero no pensaban en ello.
–Hola, soy yo, y llegó el día. Tenemos que desocupar. Acuerda el día y la hora con Angelina y me informan. Ya llamé a Paulino, y como siempre, no aparece, así que no insistas con él.
–Sí…
Esperó unos segundos, y al no escuchar nada más, se limitó a un “hablamos luego” y colgó.
Monserrate llamó a Angelina y, luego de hablar del convite inevitable, se comunicaron con Ana. Le dijeron que contara con ellas para botar los documentos y desocupar. Se llevarían los objetos menores y dejarían lo más pesado como los muebles y equipos. Así Ana se lo informó al comprador que durante las últimas semanas abrumaba con llamadas que aumentaban en frecuencia y volumen. El hombre necesitaba el edificio y más que paciente había sido. Un viernes decidieron que irían el próximo domingo a las ocho de la mañana, por lo que tan solo tendrían un día completo para pensar en la tarea aplazada por mucho tiempo. A esa hora habría poca gente en el pueblo y no llamarían la atención. No les importaba si las veían, pero tampoco era para que las vieran.
Por distintos caminos, Ana y Monserrate llegaron al edificio a la hora acordada. Angelina, que venía de lejos, tardó más. Sin decir palabra, se saludaron con beso ligero. Contrario a lo esperado, la mala suerte convocó a los vecinos en procesión involuntaria y todos pasaron frente a ellas arrastrando las piernas, como si remaran en un espacio denso, con miradas fatigadas, perdidas y sin percatarse de su presencia. Los que no desfilaron ya no estaban, pero los recordaron por los presentes porque la comunidad de antes era un mosaico vivo en sus recuerdos y, si alguno faltaba, los demás lo completaban porque cada uno de ellos llevaba una parte del ausente. Todos con su historia, con su vida vieja y vacía, saludaron con semblante débil y cansado sin que el día, la hora ni ellas importaran. Al igual que el casco del pueblo, los pocos habitantes que quedaban en la vecindad de las calles aledañas estaban viejos, abandonados, con rostros de zombis urbanos. Las tres los vieron diminutos, encogidos y no pudieron evitar comentarlo. Monserrate dijo que parecían chupados por el tiempo y Ana, con su natural sarcasmo comentó: “Es que los viejos se encogen hasta que desaparecen”. Sonrieron sin reír porque eso les había pasado a sus padres, se habían achicado hasta en el pensamiento.
El deterioro del pueblo era estremecedor, ofensivo. Muchas hierbas crecidas en las aceras desniveladas, con hoyos a granel, y verdes de hongo. Rótulos de “se vende”, “cerrado”, “reposeído”, “se alquila” y “estorbo público” guindaban de los edificios desatendidos, feos, descascarados, con verjas inclinadas y rejas enmohecidas en colindancia a un mortinato centro de bellas artes que era, junto a los viejos viandantes, lo único que quedaba y que, por ser propiedad municipal, no tenía el rótulo de “estorbo”.
Antes de subir, como si lo hubiesen ensayado, se detuvieron, miraron hacia el rótulo del despacho en la parte superior de la entrada al segundo piso, suspiraron, y con paso lento comenzaron el ascenso por la escalera terracota, una detrás de la otra, en el mismo orden de antes. En silencio, cada una trató de recordar la cantidad de escalones que había. Por muchos años los contaron varias veces a la semana. En ocasiones, más de dos veces al día porque fue parte de su aprendizaje aritmético y se acostumbraron al conteo haciéndolo sin percatarse. A la mitad del recorrido, Angelina se detuvo y preguntó cuántos escalones había. Monserrate y Ana dijeron cantidades distintas. Angelina, con comentario cáustico y en broma, les reprochó:
–Son 16 escalones, uno menos que el número de este edificio e igual al número del salón barbería del frente. ¿No recuerdan? Dos por ocho dieciséis; dieciséis entre cuatro, cuatro; ocho más ocho dieciséis; dieciséis menos siete… ya ni me acuerdo.
El asunto del conteo quedó en la subida porque a Ana se le ensució la mano derecha con el excremento de paloma que tenía el pasamanos de aluminio y recordó, con gesto de tortura, las veces que le había ocurrido en su niñez y, horrorizada, corría al lavamanos. Esta vez, con desagrado y enfado, usó una servilleta: en el despacho no había agua.
–Malditas palomas, todavía siguen jodiendo –dijo.
–Tuviste suerte –comentó Monserrate– ¿recuerdas la vez que te embarraron la boca?
–No fue la boca, fue en la cara y parece mentira tu insistencia en lo mismo. Por suerte aquí no está Paulino, porque si estuviera, estaría muerto de la risa con tus comentarios –contestó Ana malhumorada.
Todas tenían una copia de la llave bronceada de la puerta de entrada. Sin haberlo acordado, cada una llevó la suya para presentarla de pasaporte dentado en la frontera del recuerdo. Se pararon frente a la puerta a esperar a que se abriera, igual a como lo hacían con sus padres. Serias y solemnes suspiraron y una de las llaves entró sin dificultad en la cerradura para engendrar una fuerte bocanada del pasado acompasada por un estruendoso estornudo de Angelina seguido de una mala palabra.
–¡Mierda, sabía que esto iba a pasar!
La luz escaseaba, pero en la penumbra reconocieron los espacios, que con olor a humedad y a tiempo acumulado, las esperaban. Abrir la puerta las arrastró en un torbellino de historias distintas amarradas a un mismo fulcro. Con rápida mirada, volvieron a vivirlo todo para encabuyarlo y llevarlo para siempre en el ovillo de la memoria. Faltó poco para que Ana retrocediera ante el tropel de reminiscencias, pero se había preparado para la ocasión y pudo capear el torbellino de la historia que, por el tiempo transcurrido, ya no era tan avasallador. Ella, por ser la mayor, tenía más memorias. Monserrate recordó la última vez que, estando vivos sus padres, fueron a organizar y a limpiar. En aquella ocasión, después de terminar, le contaron a su hermano del desastre que encontraron en la oficina por el desorden y la mala decoración. Paulino, que nunca las ayudó en esos menesteres, se molestó por el comentario y comentó: “Es una pena que en el sucio acumulado no encontraran el trabajo de los viejos. En ese desorden sin estética ambos se fajaron por medio siglo para darnos todo”. Ellas, evitando una escaramuza innecesaria, callaron.
Después de que Ana, el mismo día del funeral, se llevó los libros y algunos documentos necesarios para el trámite hereditario; Monserrate, los cuadros que para ella tenían algún valor artístico; Angelina, las figuras de El Quijote y Paulino cargó con los diplomas y retratos de su madre, tan solo quedaron utensilios, adornos, chucherías, archivos con pocos expedientes y equipos viejos e inservibles abandonados a su suerte. Aunque conocían lo que poblaba aquel recinto y qué encontrarían, se impresionaron con lo que vieron. Habían pasado varios años y los roedores e insectos llenaron de vida el espacio muerto.
En desaliñadas cajas de cartón, que algún día fueron empaques de equipos nuevos y permanecieron en un armario encerradas esperando a ser usadas, y en bolsas plásticas negras ansiosas del momento, recogieron lo que pudieron. Sin ningún orden comenzaron a vaciar los archivos que tenían expedientes. Mezclaron asesinatos con adopciones, divorcios, reivindicaciones, herencias, demandas, cambios de nombre, acusaciones, custodias, contratos, escrituras, apelaciones, mandamus, interdictos y demasiadas decepciones escritas que se hermanarían en el vertedero igualitario del olvido. No había tantos cartapacios. Poco antes de morir, y con la oposición de su madre, el Viejo se había encargado de disponer de los repetidos, los más comunes, los que no le hicieron mella y no podían ser utilizados para algún cuento. Ahora ninguno servía para nada porque ningún cuentista los había vivido y nadie jamás podría contarlos. Los utensilios descartados, viejos, usados y dañados que nunca botó porque le habían costado, y eso les daba el derecho a ocupar algún recoveco, corrieron la misma suerte y se convirtieron en basura.
De lo que quedaba en la oficina al final del pasillo, que era la que ocupaba su padre, a la única a la que le podía interesar algo era a Ana, que había heredado la pasión por lo que él llamaba el “noble e incomprendido ministerio de abogar por otros”. Aunque en ese momento Ana no practicaba la abogacía, fue su ilusión por muchos años. Por eso sus hermanos le pidieron que se llevara los libros, antiguos compañeros llenos de garabatos, referencias y glosas insultantes contra gobernadores, políticos, legisladores, abogados, fiscales y jueces. Ellos sabían que a ella le gustaba leer esas notas y, cuando visitaba el despacho, las procuraba para ver qué novedad había, a quién su padre había insultado y el motivo del insulto, con el que siempre coincidía. “El Viejo tiene razón”, decía, aunque con frecuencia, por el fuerte y vulgar contenido de los mensajes escritos a quemarropa, lo regañaba. “No te preocupes hija, eso me evita visitar a María –se refería a una psiquiatra amiga– y los comentarios, por ser tan confidenciales, no hacen prueba en mi contra. Existe el privilegio de abogado-cliente y yo soy mi abogado, por lo que, como cliente, me digo lo que quiero y todo queda entre nostros. Además, la verdad es defensa y tengo derecho a expresarme”. “La verdad sería defensa” –pensaba ella sonriente– pero los insultos no, mucho menos si estaban dirigidos a los que él llamaba políticos y disparateros y prejuiciados jueces del Escambrón. Ana siempre pensó que de las glosas se podía hacer algún proyecto humorístico que al menos sirviera para evitar tanto dislate jurídico, incluyendo los de su padre, que bastantes normas legales inventaba.
Mientras sus hermanas se disputaban notas a manuscrito y pequeños adornos del escritorio de su madre y llenaban y bajaban cajas hasta el enmohecido zafacón de la esquina de la Betances y Ruiz Belvis y que lucía como escultura de recibimiento al centro del pueblo, Ana entró a la oficina del Viejo. Luego de recoger una antigua perforadora de papel con base en caoba, una grapadora, un maletín de madera, una tablilla de 1964 de un vehículo de la emisora WLRP y algunas credenciales enmarcadas, fue directo al lugar donde se encontraba el manual de formularios que desde hacía varios años el Viejo le preparaba. Ninguna otra cosa le interesaba más. Los demás escritos se fueron en las cajas para la basura que sus hermanas acumulaban y echaron a andar por el camino del desperdicio como bagazo de un magín exprimido. El manual que buscaba era, según su padre, “un sumario para no meter las patas”. No era un libro de derecho, más bien era un conato de panfleto de los que usaban los estudiantes y que acumulaba, sin ningún orden, toda clase de escritos sobre asuntos judiciales y notariales al que él, con cariño, llamaba “el mamotreto”. Contenía copias de lo que él consideraba sus mejores redacciones, e incluían escrituras, mociones y alegatos que, por lo repetitivo de los planteamientos legales y asuntos notariales, podían ser utilizados en trámites jurídicos y escrituras similares a los que los originaron. El Viejo decía que no escribía un libro de derecho porque era una tarea tonta que se la dejaba a los abogados que no abogaban y no hacían nada por nadie dedicándose tan solo a copiar citas de otros otarios que los precedieron en esas naderías escriturales. Le dejaría aquellas hojas a Ana por si algún día regresaba a la profesión “para que te equivoques lo menos posible, para que no trabajes tanto, para que los perfecciones y se los pases a los jóvenes que comienzan a andar por los incomprendidos caminos del Derecho”. Le comentaba que “siempre hay una mejor forma de hacerlo y tú los puedes mejorar y quién quita, hasta a libro lleguen”.
Sabía que si Ana regresaba a la abogacía no seguiría sus pasos en la forma en que él había caminado porque era mejor que él. Aunque se lo imaginó y la pena se asomó a su semblante al escuchar lo de su retiro por un tiempo, no hubo reproches. Sus nietas, “Las Locas”, nombre con el que las bautizó siendo pequeñas, eran tareas más nobles que la ocupaban y él lo entendía y lo aplaudía. De todos modos, no importándole cuánto tardaría el regreso, si ocurría, y convencido de que algo siempre la vincularía a lo que de joven la encandiló, le legaba el manual.
Ana pensó que sería fácil encontrar el mamotreto porque siempre había estado en el mismo lugar en un sujetador de metal que pinchaba las páginas a una tabla de apuntes. Aprovechando la escasa luz que se colaba a través de los opacos cristales de las tres puertas que daban al balcón, y pensando que la estaría esperando, lo buscó en el estante al lado de la ventana, lugar en el que su padre lo colocaba, pero no estaba allí. Con pena, lo vio tirado en el piso separado del sujetador. Estaba regado, pisoteado, vejado por el abandono, la humedad, los insectos y roedores y por el incesante martillar del tiempo, que en papeles tirados, hace arrugas precoces con cada oración que se lleva. Pensó que se había cansado de esperar por ella y se había lanzado al vacío siendo el reguero la huella de su tentativa de suicidio.
Molesta y saudosa, recogió los papeles que pudo para asegurarse de que ninguno de los formularios se quedaría entre los demás escritos inservibles que los rodeaban a distancia velándolos para que no escaparan. Le parecieron demasiados, bastante más de los que había visto. Era mejor llevar la mayor cantidad porque el viaje no tendría regreso. No los hojeó ni los miró, pero sabía que eran ellos por el lugar en que se encontraban y por la cercanía al anotador de panel. Intentó ponerlos en el maletín, pero, a pesar de que sabía la combinación de la cerradura, no la recordó. Junto a la grapadora, el perforador, los diplomas y la tablilla, los echó en la mochila de Mafalda que su hija Eugenia le había prestado para mudar a la casa una pequeña parte del despacho.
Después de recoger y botar lo más que pudieron, echaron un vistazo final. Con algo de pena comentaron que el piso de madera del balcón se había podrido y con un pequeño suspiro, pocas palabras y una última mirada, cerraron la puerta sin notar quién giró la llave. Escurrida la última gota de aquel viejo recipiente, y con semblante abatido, comenzaron a bajar la escalera como si fueran el telón del acto final. Sin decir palabra ni despedirse, empujaron con su paso el último terrón al ataúd del despacho y se marcharon por rutas distintas terminando un funeral inconcluso.
II EL MAMOTRETO
Ana subió la escalera de madera del sótano, llegó hasta el salón rectangular, se acercó a Marcela y la besó. Al igual que cuando la veía absorta en algún trabajo, que era con bastante frecuencia, le preguntó qué hacía. Sin interrumpir su tarea, Marcela contestó que intentaba organizar y leía algo que no entendía bien.
–¿Cómo es eso de organizar algo que no entiendes?
–Es un enredo de diospadre y todavía no lo descifro.
–Déjame verlo.
–¡Ay, mamá, trabajo en estos! En el gabinete al lado de la estufa y por ahí hay varias partes, examina esas.
Ana tomó los papeles que estaban sobre una banqueta y de inmediato comentó:
–Los sacaste del cesto de la cocina.
Sin mirarla, y todavía abstraída en la lectura, contestó:
–Sí, mamá, me extrañó que los echaras en un zafacón tan pequeño, no botándolos del todo como para que los viéramos. Más bien parecía una invitación a que los sacáramos.
–¿Por qué dices eso?
–Te conozco, mamá. Aunque tengo sospecha de su origen, ¿de dónde salieron?
–Ayer, cuando fuimos al despacho a disponer de lo poco que quedaba, busqué el mamotreto que mi padre me preparaba desde hacía muchos años.
Marcela sabía de lo que hablaba su madre porque desde pequeña lo había visto en la oficina, lo había hojeado y Ana en ocasiones se refería a él.
–Lo encontré tirado en el piso, maloliente, desmembrado, húmedo y abandonado. Eché lo que pude en la mochila de Mafalda y me lo traje sin mirarlo. Sabía que era ese, aunque me pareció que había demasiados papeles.
–¿No los leíste antes de traerlos?
–¿Cómo voy a leer cientos de páginas en aquél ambiente alumbrado tan solo por la poca luz que entraba por los ya opacos cristales de las puertas del balcón? Me los traje y al llegar, lo primero que hice fue examinarlos, percatándome de que no tenían relación con el panfleto. No sé cómo me confundí al recogerlos porque esos que tienes ahí contenían algo parecido a una deposición o una historia, de las muchas que había en la oficina, pero no eran los formularios que el Viejo preparaba. Quizá la falta de luz, la desilusión por todo y el reguero del despacho, unido a la sensación de final y muerte, me confundió. Cuando llegué estaba muy cansada y, al darme cuenta de que no era el mamotreto, me molesté y frustrada lo eché al cesto y ahora te encuentro encima de ese criadero de bacterias como si montaras un rompecabezas.
–No exageres, mamá. ¿En verdad creíste que no era el mamotreto? ¿Por qué no lo pusiste con los papeles para reciclar? Si los tirabas ahí, nadie los notaba.
–Es cierto mi amor, no los boté. Estaba molesta porque no encontré la privadísima obra jurídica que por tanto tiempo el Viejo preparó y ya se fastidió porque entregamos el edificio… y para allá no regresaré jamás.
–Ay, mamá, tú siempre tan pesimista.
–No es pesimismo, es que echamos al zafacón todos los papeles que había en la oficina y el camión de la basura que pasa en las tardes ya habrá dispuesto de ellos. Me da mucha pena. Por algún espacio abierto de la oficina el compendio de Derecho se escapó. Nunca supe si el Viejo lo había terminado o si redactó e incluyó otros formularios.
–No te puede dar tanta pena porque dejaste pasar bastante tiempo para buscarlos.
–Creí que allí estarían seguros y sí, me dio mucha pena que tanto trabajo se perdiera. Anoche no descansé bien y me sentía triste. Pensé en tanto esfuerzo perdido y soñé que corría con el mamotreto. Huía de alguien que me lo quería arrebatar mientras lo apretaba muy fuerte para que ninguna página se perdiera. Parece que el sueño me salió y de lo que huía era del zafacón. Por lo que veo, me alcanzó.
–Ya, mamá, que no es para tanto. Recuerdo bien que ustedes hablaban del celo que ponía abuelo en sus escritos y que te los quería dejar.
–Es verdad, Marce. El Viejo vivía orgulloso de sus escritos y cada vez que los hacía, los repasaba con mamá mil veces y hasta se los enviaba a Angelina para asegurarse de que no tenían errores. Mamá era su principal correctora, hasta de asuntos de derecho, en particular, de todo lo que estuviera relacionado con la notaría. Aunque papá no era perfecto, era perfeccionista y riguroso. Por eso era tan criticón. Pero, como criticaba tanto, temía a la crítica y procuraba que todo lo que redactara, estuviera bien escrito.
–¿En verdad era criticón?
–Seguro que lo era. Pregúntale a tus tíos. Pero hablando del mamotreto, yo me sentía halagada porque comenzó a guardar los modelos de documentos legales desde que, siendo muy pequeña, les dije a ambos que estudiaría Derecho. El Viejo me dijo que los guardaba para mí, por lo que cada vez que los veía pensaba “eso es mío”. Nunca se me ocurrió que algún día me los llevaría porque no pensé, o no quería pensar, en la muerte de los viejos y de la oficina, porque la pobre también se falleció dejando tan solo lo poco que rescatamos del abandono y del tiempo.
–¿Eran buenos formularios?
–Eran buenos. En mis estudios de Derecho, y mientras trabajé como abogada, había examinado otros que venden las librerías especializadas en leyes y parecían redactados por carpinteros del Derecho. Ninguno se comparaba con los del Viejo. Los de él eran buenos de verdad porque, como te dije, era maniático hasta la locura y como los había hecho tantas veces, los iba puliendo. En la primera página del cuaderno, le puso una nota que decía: “Estos son modelos. Puede cambiarlos, pero no dañarlos”.
Por primera vez Marcela levantó la cabeza, frunció el entrecejo, miró a su madre como quien se dirige a alguien que no sabe de qué habla, y con picardía aderezada por sus dos simulacros de hoyuelos en las mejillas le dijo:
–Ay, mamá, eso de carpinteros del Derecho suena clasista y prejuiciado.
–Me ofende que me digas prejuiciada.
–Es que es cierto. Esa expresión de “carpinteros” no me gusta.
–“Carpinteros del Derecho” es una expresión de uso frecuente en la profesión. Se refiere a los abogados que redactan y argumentan en forma mecánica, sin ponderar, ni estudiar; sin leer jurisprudencia ni tratadistas ni nada.
–No sigas que lo empeoras.
–No empeoro nada. El Viejo decía que esos tocaban el instrumento del Derecho de oído, eran chapuceros jurídicos.
–Abuelo estaba muy mal con esas comparaciones. Eso es puro prejuicio.
–Mira si el comentario no es prejuiciado, que tu abuelo, entre otros oficios, fue carpintero y ebanista antes de ser abogado y de esas labores era de las únicas que se ufanaba. Hasta su maletín era de madera. Mientras sus colegas se alejaban de lo que consideraban trabajo de obreros, él se vanagloriaba con el trabajo manual, artesanal, que lo identificaba con lo que llamaba “la creación”.
–No es para discutir, mamá, pero no me convences. La palabra “carpinteros” usada en ese contexto es una expresión prejuiciada. Recuerdo cómo era abuelo y lo que olvidé, ustedes me lo han contado. Aún Eugenia y yo conservamos los escritorios que nos hizo, Ivelisse tiene su bicicleta de madera y Oliva y Ayana tienen sus juguetes. Sé que vivía orgulloso de su pasión por la artesanía y creo que todos en la familia guardamos algunos de los trabajos que hacía en el torno.
–Yo conservo un pilón con iniciales y me quedé con el maletín, que aunque él no lo hizo, siempre fue su compañero.
–Ya, mamá, pero estas páginas son de lo más curiosas. Tienen asuntos de derecho y a la misma vez parecen tener un relato que también tiene que ver con algo de derecho pero que no es nada parecido a los formularios.
–¿De qué hablas?
–Es que los formularios que buscabas están aquí en este reguerete y vi por ahí la nota que dice: “Estos son modelos. Puede cambiarlos, pero no dañarlos”.
–¿En serio?
–Sí, están aquí. El abuelo hizo lo que dices que siempre hacía y los imprimió al reverso de unos papeles que ya estaban impresos por un lado o después de hacerlos les imprimió otro asunto por la parte de atrás. Al llegar, por tu eterna prisa, los viste por el lado equivocado y como eres una esmandá al igual que él, te molestaste y los tiraste. ¿Qué manía era esa que tenía abuelo de usar los papeles por los dos lados?
–Él decía que lo hacía para no abusar de los árboles y medio filosófico comentaba: “Escribir en un solo lado del papel es negarle la totalidad de su existencia”. Oye, pero ¿es cierto? ¿Ahí están los formularios? –preguntó acercándose para ver lo que estaba sobre la mesa– Y si es así, ¿qué tú haces leyendo con tanto entusiasmo unos formularios de Derecho? ¿Qué es ese enredo?
Aunque el embrollo era incuestionable, Marcela quería dar la impresión de que tenía el control de la situación. El reverso de un modelo de escritura con dos o tres papeles sobre petición de declaratoria de herederos de la causante Almadriz y una resolución del tribunal unidos a unas planillas del Departamento de Hacienda, todos de la misma causante, formaban parte de lo que parecía ser un capítulo. Las otras partes que le daban seguimiento estaban en la parte posterior de un contrato de arrendamiento. Los capítulos tenían la peculiaridad de comenzar en el medio del papel y el final era incierto porque no siempre el capítulo formaba parte de un solo formulario. Algunos capítulos tenían al reverso hasta tres formularios que no se relacionaban entre sí.
–No hay enredo, mamá, ya verás que no hay enredo, y que existan otras cosas que me apasionan más que el Derecho, no significa que no pueda leerlo con entusiasmo. Además, debes alegrarte porque lo que leo es tu mamotreto. De lo que he leído hasta ahora, hay cosas interesantes, aunque no las comprendo todas. Busco algún orden para descubrir qué hay aquí.
–Explícame eso.
–Mira, mamá, lo primero que hice fue excluir los papeles que eran ininteligibles porque perdieron la mayor parte de su contenido ya que estaban pegados unos con otros y muchos se rompieron, aunque los conservo porque hay algunos que todavía tienen palabras y oraciones completas y quizá luego pueda utilizarlos. Hasta ahora, las páginas excluidas son 276 y las que sirven, porque están completas y se pueden leer bastante bien, son 627.
–¿Crees que esos papeles dañados te pueden servir para algo? Están bastante deteriorados.
–No lo sé, pero no los voy a botar. Las páginas con asuntos de Derecho, no las entiendo bien. Lo importante es que me sirven para organizar e identificar lo demás, si es que algún sentido tiene lo demás, que creo lo tiene. Lo que pasa es que al reverso de los formularios hay otras cosas y esas son las que toman vida y me sorprenden. Si lo miramos a la inversa, o sea, si pudiera arreglar el lío este de largos párrafos y diálogos que le dan la espalda a los formularios, tu mamotreto de Derecho quedaría organizado, pero como no sé de qué se tratan esas páginas, lo más fácil es que me ayudes a organizar lo que es de Derecho y así lo otro queda arreglado.
–Entonces, ¿no son los formularios los que organizas?
–¿Cuál fue la parte que no entendiste?
–No me hables así.
–Es que ya te expliqué. Ordeno los formularios para lograr organizar lo otro que está detrás. Fíjate, aquí en este papel dice Mayoral y sigue con Mayoral en estas otras dos páginas y una va después de la otra porque la última oración de la primera página sigue en el principio de la segunda página. El problema es que ninguno de los dos lados está enumerado y hay que relacionar las páginas por el orden de los formularios que están al otro lado. ¿Ves esto? La parte de atrás de estas páginas dicen interdicto y están escritas en orden inverso a lo otro que dice Mayoral, y terminan con el espacio para la firma del abogado, pero por el otro lado, me falta el final de Mayoral.
–¡Diantre! Eso es un revolú.
–Es un lío porque son muchos papeles y es como si estuvieran barajados y llenos de correcciones, que por la letra, son de abuela. Para dejarlo claro porque te noto confundida, y aunque ya te lo dije, te repito: los papeles están escritos por los dos lados y lo que hago es organizarlos.
–¿Y qué es eso de Mayoral?
–Es lo que te dije que está al reverso. Da la impresión de ser una historia, un relato, la descripción de un personaje que, según esas últimas páginas, da la impresión de contar algo relacionado con un robo, un asesinato, préstamos a no sé quién… es un cuento o una novela, no sé. No está en orden y… falta algo, no entiendo. Mira, lo tengo bastante organizado aquí.
Ana la interrumpió.
–¿Una novela?
–Creo que es eso, aunque todavía no estoy segura. ¿Por qué te asombra? Parece que te espantaste.
–¿En serio crees que es una novela?
–Sí, mamá, mirándola por encima, sin examinarla en detalle porque no está organizada, es algo así como una novela. Entre otras cosas, tiene varios capítulos. Aquí hay un papel que dice Capítulo 17, el número más alto que he visto. ¿Qué pasa si es una novela?
–Es que hay cosas, algunas cosas del Viejo que… no son nada espectacular, ni hay nada de misterio en ellas. No sé… son tonterías que nunca les he contado…
Monserrate entró en la sala, saludó y preguntó qué era aquel reguerete y quiso hacer un espacio empujando unos cuantos papeles hacia el centro de la mesa.
Gritándole, Marcela le dijo:
–¡No hagas eso! ¡Qué forma de llegar! Ni siquiera saludas y ya empiezas a empujar.
–Mira, nenita –y abrazándola fuerte le dijo– ¿nunca te han dicho a quién me parezco, o a quién te pareces tú, o quiénes en la familia son las que se parecen mucho?
Entre Marcela y Ana le explicaron de qué se trataba el revolú y sus dudas con respecto a Mayoral.
–Le iba a contar a Marcela lo de los escritos de su abuelo y la historia aquella de la novela, y tú aterrizaste justo al comenzar.
Cual trino, la dulce voz de Eugenia, que tejía sentada en la escalera caracol, se escuchó en la sala.
–Me he sentido como un escalón más porque ninguna ha notado que hace tiempo estoy aquí y lo he escuchado todo, desde el enredo de papeles hasta lo de los carpinteros del Derecho.
–La verdad, hija, es que esa hipersensibilidad te va a matar. Siempre lo he dicho. Déjate de celos que ya te había visto antes y te saludé y besé cuando esta angelita de tu hermana no se había levantado, así que conmigo no va la cosa –dijo Ana.
Monserrate le tiró un beso y le dijo que la amaba. Eugenia continuó.
–Yo también quiero saber el asunto de la novela, porque escuché “novela”, ¿verdad? Ya las oí con el enredo ese de los papeles, del tipo Mayoral y oigo a tití meterse en el asunto y quiero que nos expliquen el embrollo. Tal parece que las dos saben algo que nosotras no sabemos y que tiene trama de misterio –y riéndose les preguntó– ¿Pongo un fondo musical de terror o un bolero de los que tanto le gustaban a abuelo?
–¡Ahora te presentas! Hace rato que te estoy pidiendo ayuda y no me escuchabas porque estabas eslembá con el tejido, y resulta que husmeabas, pero bienvenida seas porque esto pica y se extiende.
–No cambias Marce, no seas paquetera. He estado todo el tiempo aquí y no te escuché pronunciar mi nombre.
–Estarás sorda –contestó Marcela.
Monserrate las interrumpió y comenzó a explicar lo que sus sobrinas, en parte, nunca habían escuchado.
–Ustedes saben que su abuelo escribía. Sus amigos decían que lo hacía desde muy joven. No era escritor como se conoce al que tiene el oficio de escribir. Tampoco era que lo hiciera correctamente ni nada por el estilo. Le gustaba, sentía una gran pasión por lo que él llamaba «ser escribidor» y no dejaba de hacerlo. Leía bastante, aunque no en sus últimos años, y le fascinaban los autores latinoamericanos.
–Algunas veces se quejaba de tener que leer tanta mierda de Derecho y no poder leer las novelas que junto a abuela compraba y almacenaba –dijo Ana.
Monserrate continuó.
–Cada vez que leía una novela comentaba que algún día escribiría algo parecido porque sabía historias iguales y quería contarlas. Algunos amigos de su época nos contaron que el Viejo garabateaba desde que lo conocieron en la escuela superior y que en la universidad, como miembro de agrupaciones independentistas, redactaba boletines y hojas sueltas. Como dije, leía bastante y escribía de cualquier tema porque, además de gustarle, el Viejo tenía un guille de sabihondo y de criticón y en todo metía la cuchara para opinar.
–Ya mamá me dijo lo de criticón –comentó Marcela.
–Lo de la sabihondería es un cuento largo del que ustedes conocen bastante porque ya les hemos contado algunas cosas. Nuestro tío, por aquello de que siempre hay que darle una explicación a todo, se empeñó en decir que el Viejo escribía para competir con mamá, porque esa sí escribía, no mucho, pero hermoso –comentó Monserrate.
Ana intervino:
–Eso de que mamá escribía bonito es cierto, pero lo de la competencia no me convence porque el Viejo escribía desde antes de conocerse. Tu abuela era de Ponce y él era del Pepino. Y algo que tenemos que tener claro, hijas, era que había una opinión generalizada de que su abuelo escribía para joder, nada más para joder, en particular a los políticos y a sus compañeros de profesión porque él decía que lo que había era muchos licenciados y pocos abogados. Lo de él era contradecir a todo el mundo, con o sin razón. Sus escritos siempre molestaban a alguien porque no dejaba quieto a nadie y a nosotros, sus hijos, ni se diga.
–Pero hablar de las novelas…, bueno, la historia es bastante larga, ¿verdad Ana?
–Ay, tití, acaba y cuenta la historia larga –dijo Eugenia.
–Es que su abuelo, al meterse en el negocio de la emisora, que fue por insistencia de mamá, se empeñó en revivir las novelas radiales –dijo Monserrate.
–¿Novelas radiales? –preguntó Marcela.
–Antes de llegar la televisión, en la radio se escuchaban novelas radiales. Todas las emisoras tenían una o más. Se les conocía como radionovelas. Eran series radiales que se transmitían por capítulos en las que se escuchaban diálogos, voces, narraciones, sonidos del ambiente que se querían producir y se creaba un escenario sonoro para llevar a los radioescuchas una historia que siempre era de amor mezclada con odio, traiciones y mucha pasión. Mamá contaba que las voces que usaban en la producción eran hermosas y muchas veces las radioescuchas, porque las que las escuchaban eran las mujeres, imaginaban a un galán y el que hablaba era un actor bien feo pero con voz melodiosa. Todos los días comenzaba y terminaba un capítulo, que lo dejaban en una escena que invitaba a sintonizarla al otro día, y así seguía por meses.
–¿Y por qué eran mujeres las que las escuchaban? –volvió a preguntar Marcela.
–Porque para esa época, del 40 al 60 más o menos, muy pocas mujeres trabajaban fuera del hogar por lo que se entretenían escuchando las novelas mientras realizaban sus labores domésticas.
–Hay muchas anécdotas de esa época. Dicen que los maridos peleaban con sus esposas porque la comida se les quemaba o porque las labores en el hogar se les atrasaban, y las mujeres, que para esa época no se atrevían a contradecir al marido, se escondían para escucharlas –dijo Ana.
–¿Eso es cierto? –preguntó Marcela.
–Sí, de esos cuentos hay muchos, pero ya para mediados del 50 llegó la televisión, que coincidió con el comienzo del trabajo de las mujeres fuera del hogar, y las circunstancias eran distintas –contestó Ana.
–Eso de los abusos de los hombres con las mujeres creyéndose macharranes superiores nos lo tienen que contar en detalle porque cada rato escuchamos historias de esas que son increíbles –comentó Eugenia.
–En otra ocasión hablamos de la macharranería. Ahora déjenme terminar el cuento –dijo Monserrate y continuó– Según papá, el problema era que había buscado las novelas para comprarlas y pasarlas al aire, pero en Puerto Rico no existían grabaciones que se pudieran radiar ni guiones para montarlos en el estudio de grabación porque inexplicablemente, como tantas otras cosas, desaparecieron. Él decía que unos japoneses que vinieron a la Isla a programar una estación de radio en la capital eran los responsables de su desaparición.
–El Viejo, aunque siempre decía que la culpa era huérfana, era un artista en eso de repartirlas. Esa era una de sus especialidades –dijo Ana.
Monserrate continuó con el relato.
–Los japoneses comenzaron con el infierno de las noticias 24 horas y análisis políticos a tutiplén. Ustedes los conocen. Son los noticiarios que narran hasta la locura cualquier asesinato en el que un genio periodista le pregunta a una madre cómo se siente con la muerte de su hijo y si perdona al criminal; hacen de un bache en la carretera una catástrofe nacional o aplauden con frenesí cualquier mierda que diga algún político de pacotilla.
–Y no dejes fuera a los analistas, esos que pretenden iluminar a todos con la luz de vela de sus pequeñas cabezas diciendo cuanta barbaridad se les ocurre –añadió Ana.
Monserrate continuó.
–Según el Viejo, fue así que las novelas quedaron excluidas de la programación regular. Las demás estaciones, al menos las de mayor alcance, y algunas cadenas radiales que se organizaron ante el auge del nuevo formato, imitaron la moda del bembeteo continuo y ahí fue que las novelas se chavaron y el Viejo tenía un vellón con el asunto, como si estuviera obsesionado.
–Y ese amor por las novelas de radio, ¿de dónde salió? –preguntó Marcela.
–Eso es otra historia –contestó Ana.
–Lo que pasa es que el Viejo decía que escuchar una novela era lo más parecido a leerla porque tan solo dependía de un sentido y la palabra escuchada cucaba la imaginación. Nos comentaba que recordaba que su mamá, mientras cosía en una vieja máquina Singer de pedal, las oía en un radio transistor que una de sus sobrinas emigrada en Estados Unidos les envió y que él, pegado de ella mientras jugaba con alguna chuchería, también las escuchaba y decía que en la mente veía los personajes. Se imaginaba a los actores, las casas y habitaciones, el agua al caer y hasta el trotar de los caballos y llegó inclusive a enjugar algunas lágrimas con la ropa que su mamá cosía.
–Sí, Monserrate, hablar del asunto enternecía al Viejo, porque decía que así nació su amor por la radio y la literatura. Hay un escrito de él, que aún conservo, publicado en el cincuentenario de la emisora que dice lo que les acaba de contar Monserrate y habla de sus amores radiales.
–Al no encontrar la novela para la emisora, y como ya les dije, obsesionado con el asunto, y dándoselas de Corín Tellado, decidió escribirla. Se comunicó con alguien en San Juan, de apellido Rodríguez, para que lo orientara. Le habían dicho que ese señor sabía cómo hacer un guión para la radio y cómo se montaban e incluso había participado en algunas. El sanjuanero le hizo saber que era un asunto difícil y que su abuelo no podía hacerlo porque eso no era un mamey y no podría con el proyecto. Ahí se formó el bochinche. Decirle eso al Viejo, que como sabemos era un perfecto maniático, era como cagársele en la madre -continuó Monserrate.
–¿Y qué pasó? –preguntó Marcela.
–Mamá nos contó que se puso rabioso. Gritaba y se preguntaba qué era lo que se creían esos engreídos de San Juan y que él la escribiría porque eso no era nada del otro mundo –dijo Monserrate.
–¡Diosanto!, la verdad es que a abuelo le faltaban algunos tornillos –comentó Eugenia.
–Ustedes nunca lo vieron con una buena rabieta. Ahí sí que se desajustaba por completo y echaba chispa por los ojos. Oye, y ahora que hablas de los tornillos, quizá no le faltaban tantos, pero era un coleccionista de locos. No sé por qué, cuanto enajenado mental había en el pueblo se le pegaba y lo procuraba. Le llegaban de clientes, lo visitaban y hasta eran sus amigos. Él decía que la locura era la única forma de vivir cuerdo –dijo Ana.
–Decidió escribir la novela, pero como sabía que no podría hacerlo en la vieja maquinilla negra Smith & Bros de 1904, que era la que usaba, porque enloquecería con los papeles que dañara cada vez que hundiera una tecla, como lo hacen los escritores de verdad en las películas, habló con una amiga abogada que iba en retirada de la práctica privada porque la habían nombrado Procuradora.
–La recuerdo –comentó Ana.
–Ella le cedió los derechos que tenía en una maquinilla Xerox que había comprado fiá para que él continuara con los pagos. Esa maquinilla era un adelanto de la ordenadora portátil de hoy. Era híbrida porque se usaba como maquinilla, pero al lado derecho, tenía encaramado un pequeño monitor en el que se podía ver lo escrito, arreglarlo y luego de poner el papel en el rollo de goma negra, al igual que en las maquinillas viejas, se podía imprimir, según el Viejo, en la forma más increíble: desde izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Como era una nueva tecnología, el Viejo quedaba absorto al ver la máquina escribir de derecha a izquierda y decía que aquello era una brujería. También, en un disco como de cuatro pulgadas muy fino, algo así como un papel plástico, podía archivar lo redactado. Eso lo enloquecía más. De esa tecnología lo más importante para él era archivar porque luego podía arreglar lo escrito sin eliminarlo todo e inclusive, llevar el disco con él. Nosotras y Paulino nos reíamos cada vez que lo veíamos cargando el disco –dijo Monserrate.
–Esa máquina la vi en la pequeña alacena de cachivaches en el baño de hombres de la oficina. Era grandota, pesada y de color gris –comentó Marcela.
–Yo también la vi pero no tenía idea para qué era –dijo Eugenia.
–Esa misma. Estaba en el “putrefacto camposanto de la vieja tecnología”, como llamaba el Viejo al armario del baño. Ayer la dejamos en el mismo lugar donde la vieron para que el nuevo dueño dispusiera de ella como quiera porque Paulino, al igual que con la maquinilla Smith & Bros que tanto decía que le gustaba y que quería conservar, nunca fue a buscarla. Aunque valía la pena conservarlas como recuerdo de las locuras de papá, las dejamos porque pesaban mucho y era difícil bajarlas hasta el primer piso. Además, estaban dañadas –dijo Ana.
–El Viejo, que tecleando con los dos dedos índices era un general, comenzó a escribir y llegó a imprimir varias partes. Se pasaba maldiciendo porque no le salían bien los guiones y el narrador se le metía en la trama como otro personaje y cuando menos se lo imaginaba, aparecía dándole un beso a la protagonista. No podía controlar al maldito narrador, decía. Aún con esas peleas continuó con la redacción. Dejó de imprimir lo que escribía porque lo dejaría en el disco para hacerlo más tarde y si no lo lograba, que algún día alguien que supiera, acomodara al narrador en su lugar. Además, economizaba cinta y papeles. Ustedes saben que, para esas cosas, entre otras, era bastante tacaño. Pero eso no era importante. El chiste era que él había dicho que eso de escribir la novela para la radio era una mierda que lo hacía cualquiera, y el asunto se le había complicado. Una vez mamá se lo insinuó diciéndole que parecía que eso no era tan fácil y por poco se la come.
–Tití, ¿y qué pasó con lo que ya estaba impreso? –preguntó Eugenia.
Ana intervino:
–Tengo guardado algo de eso aunque los papeles están muy deteriorados. Hace un tiempo me dijeron que un amigo del Viejo había publicado algunos capítulos como pequeños cuentos en una revista del pueblo, pero de esos no he conseguido ninguno. Deja que tu tía siga con el relato y ya mismo les consigo lo que escribió de la radio en el quincuagésimo aniversario y algo de lo que quedó de la novela marchita.
Monserrate continuó:
–Un día, mientras estaba en la habitación, empezó a gritar y a maldecir.
–¿Abuelo maldecía? –preguntó extrañada Marcela.
–¿Qué si maldecía? ¡Muchacha! Había que taparse los oídos cuando comenzaba y decía que iba a poner a los santos en orden alfabético para que no se le quedara ninguno –comentó Ana y Monserrate continuó:
–Mamá decía que ese día parecía que lo estaban matando. Corrió hasta el cuarto y allí estaba el pobre hombre con los codos sobre el escritorio, con el disco de la maquinilla-ordenadora en una mano y con ambas manos en la cabeza gritando: “¡Me cago en mi madre, no puede ser, no puede ser!”. Al ver a mamá, que entró desesperada a la habitación presintiendo lo peor, con voz quebrada y mostrándole el disco, le dijo: “Se jodió el trabajo, el disco se murió y se llevó la novela con él”. Según mamá, después de que se calmó, explicó que el disco se cayó y sin percatarse, le pasó por encima varias veces con la rueda de la pesada silla de madera en que estaba sentado.
–¿Esa era la silla que estaba en la oficina y que a mí me gustaba el sonido que producía cuando él la inclinaba hacia atrás? –preguntó Eugenia.
–No, no era esa. Esa era la bonita en piel. Era la otra, la ordinaria de caoba con pajilla en el respaldar que desde hace muchos años está en la casa grande en el ranchón del Jeep –dijo Ana y Monserrate continuó el relato:
–Aunque el Viejo presintió lo peor, levantó el disco y lo puso varias veces en la máquina, pero el equipo ya no lo leía. Era cierto: había fallecido.
–¡Ea pal cará! –exclamó Marcela.
–Fue lo mejor que sucedió porque mamá nos decía que los japoneses no tenían nada que ver con la desaparición de las novelas radiales, que esas eran manías del Viejo que le gustaba achacarle todas las desgracias nacionales al extranjero, al imperialismo yanqui, como decía Angelina para burlarlo, y que lo que pasó fue que las emisoras de radio las esfumaron al llegar la televisión y las novelas dejaron de tener patrocinadores. Además, perdieron a sus radioyentes porque las mujeres comenzaron a trabajar fuera del hogar y, al regresar a sus casas en la noche, no solo podían escucharlas, sino verlas en la tele y convertirse en protagonistas sufridas de tramas trágicos, de misterios o amorosos –dijo Ana.
–Eso es cierto. He leído algo sobre el comienzo de la televisión en Puerto Rico –añadió Marcela.
–Desde el machucón y muerte del disco, en la casa no se volvió a hablar del asunto, aunque el Viejo continuaba con sus escritos. Algunos amigos que se habían enterado de su proyecto de novela, cuando lo veían le preguntaban por qué capítulo iba, según él, para joderlo. Ese día llegaba a la casa que picaba, maldiciendo y mentándole la madre a todos. Mamá, que se lo sabía a la perfección, le pedía que leyera algo, arreglara algún equipo dañado o hiciera algún trabajo liviano en el patio y con eso lo encandilaba para que se olvidara del asunto.
–Esa abuela era la más paciente del mundo –dijo Eugenia.
–Lo dices y no lo sabes. Mamá era una heroína. Sigo con la historia. Pasaron varios años, bastantes, y un buen día, el Viejo, que ya había publicado a Estilete y Lezna, dos libros que contenían muchos de sus “atisbos a la cotidianidad”, que era la forma en que llamaba a sus artículos, le comentó a mamá que comenzaría de nuevo con la novela, con otro tema y no pretendería que fuera un guión de novela para la radio.
–Me imagino que abuela se asustaría –comentó Marcela.
–Imagínatelo. Recuerdo que yo estaba con Paulino cuando mamá nos dijo: “Su padre vuelve a la carga con la novela, prepárense”. Comenzó y lo veíamos escribir en una ordenadora portátil, ya que se había divorciado de la Xerox por estar anquilosada y porque la odiaba por lo que le había hecho.
–O sea, que él no fue el que le pasó por encima al disco, sino que la ordenadora le hizo algo –comentó Eugenia.
–Eso mismo. Él nunca quería asumir la responsabilidad de nada. Por eso se quejaba de lo que la ordenadora le había hecho. Nosotros sabíamos que escribía la novela, pero nos ocultaba lo escrito. Que supiéramos, nunca imprimió nada y los archivos tenían claves para que nadie los viera. Lo sabemos porque, si él salía por mucho tiempo, nosotras intentábamos ver lo redactado y no podíamos entrar porque lo escrito tenía código de acceso. Pensaba que no aguantaría otra frustración escrita y por eso no la compartía. Su madre y yo creíamos que Angelina sabía algo de lo que escribía.
–Estoy segura de que lo sabía –dijo Ana.
–Ustedes no tienen una idea de las veces que peleamos con la ordenadora porque no nos permitía abrir los archivos y las mil claves que usamos para lograrlo. “La contraseña es incorrecta. No se puede abrir el documento. Intente de nuevo”, decía la maldita. Usamos cuanta clave podíamos imaginarnos: nombres, combinaciones de nombres y letras, calles, marcas, amigas, planetas, palabras en latín, en italiano, clases, mascotas, lugares, canciones, números, alfanuméricos, palabras que usaba con bastante frecuencia, casos de la oficina, nombres de parientes, letras en orden o desorden, al derecho y al revés y cuanta cosa se nos podía imaginar.
–¿Cómo es posible, tití? –preguntó Eugenia.
–Cómo es posible qué. Es cierto. Un día le preguntamos la clave a mamá y, además de decirnos que no la sabía porque él nunca se la había dado, por poco nos come por indagar en los asuntos personales del Viejo.
–Era lo menos que les podía decir –dijo Marcela.
–A Ana se le ocurrió hacer unas tarjetitas con las claves ya intentadas para no repetirlas y las organizaba en orden alfabético. Nunca pudimos dar con la contraseña. Después nos fuimos de la casa y él se fue para siempre y nosotras nos olvidamos del asunto. Si nos hubiese pasado ahora sería fácil resolverlo, porque hay programas de que abren cualquier documento no importa lo encriptado que esté.
–¡Coño, tití, eso de querer meterse en las cosas de abuelo era una barbaridad! Era lo mismo que abrirle los sobres de las cartas, o espiarnos a nosotras y meterse en nuestras cuentas… –dijo Marcela indignada.
Ana se retiró para demostrar que con ella no era el asunto.
–Sabía que me iban a decir eso. Eran ignorancias de Paulino y de nosotras –contestó Monserrate.
–¿Ignorancias? ¿Que es eso de ignorancias? ¡Qué ignorancia ni qué ignorancia! Para esa época ya ustedes eran unos manganzones –indicó Eugenia.
–¡Ay bendito sea Dios! No se pongan con esas melodías ahora porque hablo de lo que ustedes saben y me atrevo a jurar que no quieren que hable delante de su tía –dijo Ana.
Ambas jóvenes callaron. Madre y tía se dieron una mirada de complicidad y Monserrate continuó:
–No sé si su madre se los contó, pero ver al Viejo escribir en la ordenadora portátil era un espectáculo. Lo poco que aprendió a escribir en teclado lo aprendió escribiendo con los dos dedos índices en viejas maquinillas mecánicas. A esas maquinillas había que golpearle las teclas bien fuerte para que imprimieran. Él siguió haciéndolo igual en el teclado de la ordenadora que no era para golpearlo sino para tocarlo. La verdad es que cambiar una costumbre o hábito de toda una vida es difícil.
–Había que verlo –dijo Ana.
–Era toda una experiencia. Me daba pena porque decía que prefería escribir en la maquinilla mecánica porque escuchaba el agradable sonido de las letras al golpear el papel. Para él era como música y decía que cada letra tenía un tono especial. Era un chiste porque todo el que lo veía escribir en el teclado de la ordenadora intentando sacarle música a las teclas con sus ordinarios golpes, terminaban riéndose y les daba pena por las letras –añadió Monserrate.
–Paulino decía que la ordenadora, en vez de cantar, gritaba –dijo Ana.
–Lo cierto es que el Viejo se murió desnovelado y es ahora que nos enteramos de que es posible que al reverso de los formularios haya imprimido su novela. Eso lo tenía en secreto, lo tenía guilla’o, aunque parece que quería que la viéramos porque la dejó en un lugar en el que sabía que la descubriríamos. Pero, si es verdad que la novela está en esos papeles, no nos lo hizo tan fácil y por poco desaparece –dijo Monserrate.
–Imagínate, la saqué del zafacón –comentó Marcela.
–Es posible que por la desilusión del fracaso anterior no quisiera que nadie viera lo que escribía. Además, había pasado bastante tiempo y ya Paulino y nosotras tres éramos mayorcitos, nos pasábamos fustigándolo y ya para ese entonces él no quería problemas. Nos defendíamos de sus ofensivas verdades cada vez que nos confrontaba y le decíamos que se dejara de “tiraeras”. Ya muy viejo, como si nos temiera, dejó de fastidiarnos, ¿verdad Monserrate?
–No exactamente. Nosotros lo criticábamos tanto que llegó el momento en que perdió las fuerzas para respondernos y se avergonzaba de lo que le decíamos. ¿Recuerdas que cuando discrepábamos de él decíamos que se meaba encima de todo? Esa fue la época en que los regaños se invirtieron. Eso nos pasa con los padres cuando crecemos. Pasan de héroes a villanos, de grandes a poca cosa, de listos a bobos. Ese es el momento en que nos convencemos de que sabemos más que ellos. A ustedes también les pasará –acotó Monserrate.
–Pero eso no debe ser así. En esa dialéctica se nos iba la mano porque no solo nosotros lo criticábamos. También le llevábamos invitados a la casa para que le añadieran algo a lo que le decíamos o le dijeran lo que no nos atrevíamos a decirle, y el Viejo, que vivía de la guerrilla en los tribunales y era rápido al desenfundar su lengua viperina, no se defendía por no herirnos y se tragaba a cuanto pendejo llegaba. Dejaba que le dieran y era mamá la que las pagaba porque con ella se desahogaba –dijo Ana.
–Yo no recuerdo haberlo hecho, pero si eso pasó fue al final. Y no lo pongas tan santito, que nadie lo iba a joder así porque sí. No entiendan mal niñas, no era que le lleváramos a nadie, era que al que llegaba él le caía encima con sus prejuicios, viejeras y manías –añadió Monserrate.
–No, Monserrate, no. Lo que pasa es que el Viejo decía las cosas como las veía. Si el tipo era un vividor y vago, lo decía; si tenía guille de genio, tampoco se lo tragaba; si era un buscón, no tenía reparos en decirlo; si era manipulador y tenía complejos de superioridad, igual. Eso mismo le pasó con las nenas que llevaba Paulino. Si tenían mierda en la cabeza, ahí les iba el burrunazo. Y cuando nos decía las verdades en la forma bruta en que lo hacía, nos quejábamos diciendo que tenía ganas de herir –dijo Ana.
–Me estás dando la razón –comentó Monserrate.
–Pero había muchos mamaos, en particular los que por mezquindades nunca le reconocieron inteligencia, y proyectándose, decían que el Viejo tenía suerte y era manipulador. A lo más que llegaron fue reconocerle que era ingenioso. Pobrecitos. Recuerdo a uno con vocación de tecato ilustrado, aspirante a Rimbaud, que una vez le dejó una notita y por poco provoca una disrupción hogareña. Él tomó la nota, la leyó y dirigiéndose a mamá le comentó: “tanto pendejo junto me confunde”. ¿Lo recuerdas Monserrate?
–Seguro que lo recuerdo. Era el payasito que siempre tenía los dedos en la nariz y que tiempo después lo arrestaron por drogas –contestó.
–Algún día nos van a contar quién llevó a la casa a quién. Pero por lo que he escuchado, creo que el Viejo no quería que encontráramos la novela –dijo Marcela.
–¿Por qué dices eso? –preguntó Ana.
Monserrate intervino y le contestó:
–¿Cómo que por qué dice eso? Marcela tiene razón. ¿No acabas de decirnos lo de los mamaos y de los muchos pendejos juntos? ¿Qué hubiésemos hecho si nos enseñaba lo que escribía? O le caíamos encima o le traíamos a un soplapote para que hiciera el trabajo por nosotros. Había que derrotarlo no sé por qué, pero había que derrotarlo por derrotarlo. Esa era la consigna. Volvemos al principio. ¿Por qué creen que la ocultaba? ¿Por qué dejarla abandonada en ese lugar arriesgándose a que desapareciera? Ahí hay mucho trabajo y tiempo. Por poco se pierde y ya ves que no la encontraste sino que se fue contigo y cuando la descubriste, la echaste al zafacón.
–Es cierto. Ahí hay muchas horas de trabajo, mucha dedicación. Es posible que la ocultara, o tal vez, que la mostrara. Nadie sabe. Dejarla en el lugar en que la dejó e imprimirla en la forma en que la imprimió, ¿era para que la descubrieran o para ocultarla? –comentó Eugenia.
–Bueno, dejémonos de boberas. Eso no importa ahora porque ya la encontramos. Si no quería que lo hiciéramos, la hubiese botado antes de morir y santo y bueno. Era de él y podía disponer de ella como quisiera. Es posible que no la haya botado porque se le haya olvidado hacerlo. Ya al final él no sabía ni la hora que era –dijo Ana.
–¡Bendito, ya está bien! No enredemos más el asunto. Si es la novela, me muero por leerla –comentó Monserrate.
–Mamá, ¿y lo otro que escribió? –preguntó Marcela.
Ana se retiró por un momento y regresó con unos papeles. Dirigiéndose a Marcela le preguntó:
–¿Sabes lo que encontré junto a estos papeles?
–No.
–El mensaje de Navidad que escribiste y grabaste para la emisora.
–¡Diantre, mamá! Eso tiene como trece años –dijo Marcela.
–Más o menos. Tú tenías cuatro, eso sí lo recuerdo.
–¿Cómo olvidarlo? Tengo una copia y la he leído tanto que me la sé de memoria. Además, escucho la grabación y me dan las mismas ganas de llorar que el primer día en que la escuché –dijo Monserrate.
De los papeles que Ana trajo, le dio unos a Marcela y otros a Eugenia. Unos eran copias viejas y mutiladas de varios capítulos de la novela que quedó aplastada para siempre con las ruedas de la silla y lo otro era lo que el Viejo escribió sobre la radio en el aniversario de los 50 años. Marcela se quedó con las copias viejas que parecían ser parte del antiguo intento de novela radial y Eugenia con las de los 50 años de la radio.
III LA NOCHE LARGA
Con rapidez, como era su costumbre, Marcela puso algunos libros, un cucharón, una tableta, un florero, un aguacate y otros objetos pesados encima de las páginas sueltas con las que trabajaban para que el viento no frustrara el esfuerzo de organización ya realizado. Ana y Monserrate se rieron porque mientras pisaba los papeles, con gracia comentó: “Hay que mantener el orden del desorden”. Marcela tenía picardía natural para hacer comentarios de ese tipo y todos en la familia decían que era la hija de Monserrate parida por Ana. Subió a su habitación hasta lo que todavía llamaba “el nido” y, por lo deteriorado de los papeles, comenzó a leer con alguna dificultad lo que parecía ser una pequeña parte de lo que su madre llamó La novela marchita. Eran doce hojas de papel tamaño carta con esquinas ausentes, amarillentas, con letras borrosas, muchas de ellas ininteligibles y las partes que coincidían con los dobleces habían sucumbido exprimidas por el tiempo. Luego de examinarlas, comprobó que había cinco que no estaban tan deterioradas y se podían leer. Algunas tenían varias perforaciones causadas por lo que parecía ser trabajo de comején, ya que eran claras huellas del camino que hacían a su paso. En los lugares en que faltaba algo, Marcela, que gustaba de glosar los escritos, al igual que lo hacía su abuelo, entre paréntesis hizo comentarios y notas aclaratorias de lo que suponía les faltaba. Aunque mutiladas, decían algo así:
LA NOCHE LARGA
En su última intervención al aire y con el sensacionalismo obligado en esos casos, despachándose con la cuchara grande del momento por ser la única estación que transmitía en la zona, gritó: “Amigas y amigos, fieles oyentes que siempre nos escuchan, esta es la Voz del Pepino, única señal de esta zona que sin escatimar esfuerzos se mantiene al aire para llevarles a ustedes las últimas noticias y eventos relacionados con el paso del huracán San Judas. Aclaramos que nuestras intervenciones serán cortas debido a que las condiciones técnicas de la planta no nos permiten otra cosa. En la intervención anterior les dije que economizábamos energía para lograr mayor eficiencia en circunstancias tan difíciles. En el momento en que todo se normalice, volveremos a nuestro horario regular. He aquí nuestro último boletín: Según el Negociado Nacional del Tiempo con oficinas en el Aeropuerto de Isla Verde y difundido para usted como una cortesía de esta su emisora y de todos sus patrocinadores, el boletín anterior se repite en todas sus partes. Insistimos, nadie salga de sus hogares… (borrado) … todavía no tenemos claro si el huracán viene o va. Ese aparato se perdió en el radar y tenemos una gran cantidad de lluvia, mucha lluvia, muchos ríos y quebradas crecidas…» (No se entiende, pero por lo poco que puedo leer, el hombre está asustado).
En eso sí que no había pensado. –El río, el Guatemala, ese sí que está cerca.– Se despidió de los radioescuchas y salió ligero hacia la parte posterior de los estudios. Abrió la puerta de metal para ver lo que pasaba en el exterior y examinar las condiciones de su automóvil para asegurarse de poder salir en el momento preciso. Lo que vio le produjo todas las malas sensaciones que provocan un repentino mar de agua que lucha por arrasarlo todo. Al abrir, el agua entró con apuro a la estación empujándolo por las rodillas. No divisó su carro en el lugar en que lo dejó porque era imposible verlo. A ese nivel de las aguas del río, hacía rato que habían cargado con su carrito y ya estaría flotando por el barrio en busca de asidero para anclarse. –Bendito, ese ya pasó por el garaje de Mima y si está vivo, sabe Dios qué rumbo lleva–
Dejó de preocuparse por el carro. Ya eso no era importante. Importante era él. Todo el interior de la emisora se llenó de agua a la altura de un metro y medio. Sus fuertes latidos de corazón hacían ondas en el agua que ya le llegaba al pecho. Todavía con algo de pudor, miró a todos lados por si alguien lo velaba y, con micrófono en mano, se encaramó en la consola. Desde allí podía seguir la transmisión. La planta de energía y el transmisor sobre el techo había sido una idea genial. –Ese ingeniero era un general. Allí no se apagarían en caso de inundaciones. Tan solo se le olvidó que alguien tenía que trabajar en la planta baja y no desde el techo. Cómo entrar o salir del estudio para subir al techo era la pregunta– Se asustó. Lo primero que se le ocurrió fue pedir auxilio a través de la misma estación, pero descartó la idea. Bonito se vería él, que se las daba de salvador, salir gritando por el micrófono: ¡Vengan a ayudarme que me estoy cagando del miedo y me ahogo! Hombre no, a otro con ese cuento. Además, la situación no era tan crítica y, aunque no daba muestras de ello, el agua podía bajar. Entonces sí que luciría ridículo. Se imaginó que la gente diría: “El que se rajó fue el pendejo ese de la emisora”. –Pues mierda, dijo, no pediré ayuda. Al menos, por ahora no pediré ayuda. (no se entiende la oración)
Al comprender que era inevitable el continuo ascenso del agua, se sintió aterrado. Tenía pánico y eso lo avergonzaba. Otra cosa lo avergonzaba más. No le agradaban las mentiras y moriría en medio de una gigantesca. Todos creerían que actuaba como héroe. No era cierto y no tenía forma de decirlo. Lo que ocurría no era un acto heroico, era más bien un error imperdonable… (aquí faltan palabras, oración incompleta)
Convencido de que moriría, comenzó a cavilar sobre la m… (debe ser “muerte”). Le alarmaban las poses mortuorias… (en blanco) …le producían mucho temor. Había visto una gran cantidad de fotos de cadáveres y si algo le aterraba era morir en una pose de las que había criticado a los muertos que descuidaban su apariencia. “Los vivos no saben ni cómo morir”, pensó. “En ese último momento, lo menos que se puede pedir son poses de dignidad, de decencia, con estética, aceptables.” Debido a las primeras planas del periódico El Vocero, que se dedicaba a exhibir tragedias y muertos a granel, había desarrollado una actitud crítica de las poses, estilos y estado de los cadáveres. Lo conmovían las formas irregulares que tomaban los cuerpos en el instante final dejando a un lado sus antiguas expresiones corporales para adoptar las del entorno sin ninguna resistencia, como sardina en lata –especulaba (igual, faltan palabras, oración incompleta) “Había otras bonitas y hasta románticas parecidas a un afiche de teatro.”
Tenía la certeza de que no lo encontrarían como estaba en ese momento: encaramado en la consola de transmisión como ratón en tope de gabinete. Una vez se hartara de agua, su cuerpo flotaría como títere manejado por la corriente… (faltan palabras, oración incompleta) En ese instante no deseaba preocuparse para no inquietarse más y comprendió que no era tan fácil morirse o al menos manejar los últimos instantes de la vida. –Ni en la muerte de uno, la personal, la que más cerca nos queda, la que a uno le ha tocado vivir, mandamos–. No tenía nada que hacer. Ansioso hasta la sinrazón, pensó en lo que no quería, y se imaginó entonces las diversas formas en que lo podían encontrar: en el cuarto de grabaciones; colgado encima del plato de los discos; en el armario de los digitales con las cintas sobre su cuerpo muerto, dificultando su encuentro y recuperación; en la esquina de los mapos, escoba, baldes o abrazado a la fuente de agua; en el área de los transmisores; debajo de la consola o quizá con la mitad del cuerpo fuera del edificio y la otra mitad adentro apiñada por un montón de discos prietos de acetato sobre parte de su cuerpo. Le produjo escalofrío la posibilidad de ser encontrado en el baño. –¡Ay Dios, mío, en el baño no! ¿Dónde quedaría mi cabeza? ¿Acaso ya sin vida la succionaría el inodoro? ¿Quedaría sentado con los pantalones puestos y mojados en aguas distintas a las de la inundación? Eso no. No merezco esa pose– Había leído que alguna gente, por el miedo de dejarlo todo e irse hacia lo desconocido, se desprenden de todas sus impurezas en el instante final. (aquí hay una perforación bastante grande que daña varias oraciones) Se imaginó que tal vez a algún familiar apasionado, con hábitos de supersticiones religiosas, se le ocurriría escribir su nombre en una cruz blanca de hormigón adornada con flores plásticas que pondría al lado del inodoro al igual que lo hacen los deudos en una muerte de tránsito en la carretera 111: “A la memoria del mejor locutor del mundo, héroe de la radio”. –¡Demonios, eso es lo más patético del mundo!–
Pensó entonces en algo mejor. Era posible que el buen paisano que descubriera su cuerpo le hiciera el favor de trasladarlo a los controles, sentarlo en el taburete, ponerle unos audífonos de medio lado, poner en una de sus manos un micrófono y la otra en algún interruptor del panel de control para que diera la impresión de un último esfuerzo. De esa forma el momento revestiría una atmósfera heroica, trágica y estúpida que a todos en el pueblo encantaría. –Mejor es dejar de imaginarme musarañas y hacer algo–
No había luz… (no se entienden dos oraciones) Se inclinó. El agua le llegaba a la boca. Con la punta del zapato logró tocar el escabel que le servía de asiento al locutor de turno. Gran descubrimiento. El mugroso taburete, que tanto fondillo había cogido, estaba de su parte y no huyó como cobarde traicionero. De repente se convirtió en objeto amado y hasta alegría le produjo su encuentro. A tientas lo encajó en la punta del zapato derecho y con mucha calma para que no se resbalara, lo levantó hacia el lado como si fuera a cruzar la pierna sobre la otra. Se alegró de que tuviera partes de madera y flotara con facilidad, sin peso. En la fantasía que producía el susto, se creyó equilibrista de circo. Hacía contorsiones en una sola pierna para no hacerle presión al cristal trasero sobre el que se recostaba, se balanceaba para no tumbar el escabel del pie, para que la mano izquierda lo pudiera agarrar y para que la derecha sujetara el micrófono manteniéndolo seco y la cabeza se mantuviera erguida. (borrado) Al final del esfuerzo tuvo que meter la cabeza dentro del agua para alcanzarlo. Logró levantarlo y volvió a respirar. Tremendo equilibrio aunque no era tan difícil porque el agua todo lo sujetaba. Por fin lo agarró con la mano. ¿Sudaba? Pero, ¿cómo diferenciar el sudor del agua en la que estaba sumergido y que lo rodeaba? ¿Sudará el cuerpo debajo del agua? (aquí hay algo así como una reflexión sobre el trabajo. No tiene mucho sentido y apenas se puede leer) Olvidó lo del sudor y continuó con el proyecto del escabel. Una vez lo tuvo en la mano lo colocó encima de la consola asegurándose de que sus cuatro patas estaban sobre el área en forma uniforme y firme. Al querer sentarse se dio cuenta de que si lo hacía quedaría debajo del agua. –¡Coño, qué bruto! Soy más bajito sentado en esta mierda que de pie– Ponderó en subir al taburete y se rió al pensar dónde pondría la cabeza que ya tropezaba con el techo. Su cabeza estaba en diagonal. Necesitaba mantener la boca y oídos fuera del agua y la parte superior de su frente tocaba el techo cerca de una bombilla que no alumbraba, pero que le servía de faro para orientarse en el océano del río y la oscuridad. –Aun apagada me guía. Nunca había tenido la frente tan alta –se dijo.
De todos modos conservaría el taburete. (ininteligibles varias oraciones) Algún uso le podría dar. Era posible que el agua bajara lo suficiente para sentarse sobre él sin que lo cubriera. Además, era un logro tenerlo y por un momento le pareció un trofeo que lo acompañaba. –Taburetito taburetito, tan lindo y tan amigo, tan útil y tan mío, te tengo y te quiero… (falta un espacio en el que podrían ir dos oraciones) …Si no fuera por ti no tendría nada que hacer.
Serían las diez de la mañana cuando comenzó a jugar con el rescate del taburete, pero la oscuridad había llegado desde que el agua tapó las ventanas y cualquier otro orificio por el que entrara la luz. ¡Que noche larga!, y… (no continúa la oración)
No había nada que hacer. En ese estado de inmovilidad tan solo pensaba, pensaba y entre mil zanganerías recordó a Asadura y a Marcial. Asadura y Marcial, orígenes de todo lo que le había pasado y estaba pasando. ¡Quién lo diría, Asadura y Marcial, Marcial y Asadura! Sintió frío, “el frío de la muerte”, frase que escuchaba en las películas del cine Mislán. Estaba cansado y asustado y no podía mantenerse de pie. El nivel del agua continuaba en ascenso y la noche de aquella mañana se hizo cada vez más oscura. Entonces, no pudo aguantar más el micrófono que, aunque no pesaba, lo cansaba y le bajaba la adormecida mano hasta que lo soltó al… (supongo que aquí diría agua).
Al terminar la lectura, puso los papeles en un cartapacio y los guardó en su cuarto. Aquello no era el comienzo ni el medio y mucho menos el final de nada, pero valía la pena conservarlos como recuerdo fallido de una de las tentativas de su abuelo. Por un momento pensó que lo único que se había llevado el agua era a su abuelo. El escrito tenía muchos errores ortográficos y le faltaban comillas, comas, espacios, orden, y estaba tan mutilado, que era difícil imaginarlo como parte de una novela. Mientras bajaba de su habitación, recordó a aquellos dos señores que eran el origen de lo que parecía una desgracia.
IV ANIVERSARIO
En el momento en que Marcela marchó con los papeles hacia su nido, Eugenia recogió su pequeño telar y el escrito de los 50 años de la emisora que escribió el abuelo y salió apresurada a “la nube”, lugar que desde niña utilizaba para leer, escribir y crear otros mundos. Al igual que Marcela, tenía una pasión delirante por las artes, en particular por la música y la literatura, y desde niña escribía pequeños y hermosos cuentos. Luego de imprimirlos, los ilustraba con ingenio, rústicamente los encuadernaba y decía que había escrito un libro. Por eso y muchas cosas más, todos le decían la hija de Angelina, comentario que si se unía al otro sobre el parecido de Marcela y Monserrate, falsamente molestaba a Ana porque decía que sus hijas la habían negado. Ana les fomentó la lectura y creatividad a ambas y desde muy jóvenes, con dominio y propiedad, podían hablar de literatura como cualquier adulto conocedor del tema.
Eugenia quería continuar con el trabajo de organización de los papeles que estaban regados sobre la mesa, pero quería leer lo que le entregó su madre. Entró en la nube y presta a devorar lo escrito cual helado de chocolate, comenzó.
50 AÑOS
Mi prima Edna fue la primera joven de la familia que se embarcó para el Norte. Los otros que se fueron eran viejos. No sé el año exacto, pero todavía yo vivía en el viejo arrabal del Guayabal de casas de madera y techo de cinc mohoso que se aguantaban entre sí como borrachos en retirada en los días de Fiestas Patronales. Los muchachos del barrio, que jugábamos descalzos en las estrechas calles de barro rojo, empujábamos con una fina varita de hibisco pelada algún aro mohoso de bicicleta de circunferencia irregular. Entre la Escuela Sifre, el aro, un trompo de madera, algunas canicas, la campana de la iglesia y ver a mi madre coser y pelear con el Viejo, la vida pasaba con música de Felipe en la vellonera de don Mónico y Cleofe.
Pero Edna se las traía. Un día de agridulce época navideña, mi padre llegó con un paquete estrujado y le comentó a mi madre que lo había enviado Edna. Lo abrieron como si pelaran una fruta mientras mis hermanos y yo, emocionados, los mirábamos. Había telas, herramientas, pequeños juguetes de no sé qué y un milagro: un radio transistor que asombró a mi padre por su pequeño tamaño y que lo comparó con una caja de zapatos de bebé. Lo dijo con admirada voz de sabio: “radio transistor”. Era de baquelita marrón y tenía dos botones brotados para alcanzar volumen y perseguir señales con un palito finito que, girando uno de los botones, se movía de un lado a otro sobre unos números indescifrables.
Lo de “transistor” no lo entendí ni me ofuscaba. Era un radio, nada más ni nada menos que un radio y no todo el mundo tenía un radio, y como ese, mucho menos. Por algún tiempo mis hermanos y yo peleábamos por su dominio, pero en esas discusiones nunca se cayó ni se accidentó, por lo que todos, en algún momento, lo poseíamos como propiedad exclusiva. Nunca se escuchaba bien, pero se escuchaba. Dependía de dónde colgáramos el cordón de la antena. Por las tardes, mientras mi madre cosía, lo sintonizaba en una estación de Ponce que tenía a La Tremenda Corte con Tres Patines seguida de una novela de llantenes y dolores hablados. En las noches, mi padre escuchaba una estación de Aguadilla que transmitía el noticiario “El Clarín” de José Luis Capella, mientras yo me rompía el caletre porque no sabía dónde estaba la gente que hablaba y de reojo miraba al cable para que nadie se me escapara.
Desde que comencé a ir a pie a la escuela, que fue en mi primer grado, alargaba el oído para rendir el sonido y escuchar los pocos radios de las casas que quedaban al borde de los callejones de El Guayabal. Ese embeleco de una caja habladora sin nadie adentro era fascinante. Lo más parecido que había escuchado era el fotuto que el colorado Asadura Medina usaba para pregonar a los muertos del día y los altoparlantes en la capota del Jeep rojo de Marcial Walker que gritaba: “Da gusto ser popular” y “Qué hubo ahí familia”.
Después, en los años cincuenta, el gobierno comenzó a eliminar arrabales y a construir caseríos. Nos expropiaron la casa de madera y tuvimos que salir del pueblo. Mi padre, que por no sé qué no quería que fuéramos a vivir al caserío, le compró a una anciana una pequeña parcela en la barriada Culebrinas y a empujones, nos construyó nuestra segunda casa, pequeña, pero con el piso y el baño en hormigón. Había poco para mudar porque el menaje era mínimo. El radio nos acompañó.
Me gustaba cualquier cosa que saliera de aquella caja mágica. Lo más agradable era escucharlo los sábados, día en que no había clases y mi madre lo sintonizaba en un programa de danzas y música del campo mientras lavaba el piso a baldazos y perfumaba la casa con King Pine.
Fue en Comercial Felo, ferretería en la que mi padre trabajaba en todo, que me enteré de que en El Pepino se construiría una estación de radio. Así lo escuché del contratista Efraín Acevedo, que con orgullo dejaba saber que le habían encomendado la obra. Efraín era un joven trabajador y en palabras de mi padre, “el tipo más decente del mundo”. En la ferretería entregaban los materiales para la construcción de la estación y yo luchaba con el tiempo de la escuela para acompañar al chofer en la entrega. Era en el barrio Guatemala, y la primera vez que llegué, busqué una antena que no divisé por ningún lado. Miño, el chofer, me dijo: “La antena es lo último. Es la velita del bizcocho”.
Al llegar al barrio, a la casa nueva, mi vecino y padrino Malavé, me regaló a Pepa, una cabrita negra que no paraba de quejarse. De él heredé una boina y un Jeep verde del año 55. Al comenzar la escuela superior en el 63, y resolviendo mi primer dilema grave, decidí vender a Pepa, mi cabra chillona que ya llevaba conmigo varios años, y me compré una bicicleta Schwinn Magestic de segunda mano que utilizaba, no para ir a la escuela, sino para visitar la obra de Efraín sin necesidad del pon de Miño. Llegaba a la construcción, merodeaba y me desesperaba al ver los hoyos vacíos, sin hormigón, acompañados por un paquetón de materiales de construcción que con paciencia esperaban a ser usados para darle forma a algo. Los veía y me sentía orgulloso porque en la ferretería habían estado en manos de mi padre y en alguna forma sentía que había parte de nosotros en aquello.
El tiempo galopó y sin darme cuenta, en vez de comprarme un camión azul de volteo al que le tenía el ojo puesto desde hacía algún tiempo, me tuve que ir a estudiar a la Universidad de Puerto Rico. Para ese entonces, no había facultad de comunicaciones, pero había electivas en periodismo y creo que las tomé todas. Las veces que visitaba el pueblo en algunos fines de semana, pasaba frente a la estación, pero nunca entré. Ya no había materiales porque se habían abrazado al trabajo y en esa mezcla amorosa habían parido la criatura del hermoso edificio, una estructura hecha y derecha, pintada en blanco, con una flaca antena roja y blanca que con timidez se asomaba en la distancia, de la cual no se veía salir nada, pero que hablaba y cantaba en grande. Lo terminaron rápido, aunque a mí me pareció que tardaron una eternidad. Una noche de un fin de semana del año ‘65, mis amigos y fanáticos de la radio, Rafi Lamboy, Orlando López y yo, muy emocionados, fuimos a ver la bombilla roja intermitente de la antena y pensamos que era un sueño.
La vida continuó y a su paso se llevó muchas cosas a la par que trajo otras. Nunca imaginé que volvería a la estación y en alguna forma recuperaría los materiales que el Viejo vendió y cargó hasta el camión para construir la emisora. Todavía la WFBA, ahora WLRP, La Voz del Pepino, sigue en el mismo lugar, con la misma antena y con esa innata vocación de permanencia que, aun con la luz roja intermitente apagada, logra que la busque en la distancia y recuerde a mi prima Edna y el regalo a la familia que me pintó un tatuaje en el alma.
–¡Demonios! –exclamó Eugenia en voz alta– Eso yo no lo sabía –y bajó de la nube a ver qué otra cosa había.
V PORTAFOLIO
Ana y Monserrate permanecieron en la planta baja. Monserrate comentó que Marcela y Eugenia en ocasiones parecían niñas y en otras actuaban como ancianas, observación que era frecuente en todos los que las conocían. Recordaron algunas cosas de la familia: de su madre, de su belleza eterna, su paz congénita, su particular apetito, sus críticas a todo lo que el Viejo hiciera o no hiciera –porque bregar con él no era fácil– y de sus últimos años silenciosos, quizá producto de un corazón embotado.
Paulino llegó y luego de inquirir por Angelina y hablar del proyecto de limpieza de la casa grande, se unió a la conversación. Antes de que comenzara a preguntar, le explicaron lo que pasaba con los papeles que estaban sobre la mesa.
–¿Y éstos? –preguntó Paulino mostrando los papeles que decían “Mayoral”.
–Nene, esos fueron los primeros papeles que las muchachas comenzaron a organizar –contestó Monserrate.
Mientras le echaba un vistazo a los papeles identificados como “Mayoral”, le dieron los detalles del desalojo del despacho. Sin mirarlas comentó:
–¿Esta vez nadie se desmayó por la suciedad, el desorden y la falta de decoración ni dijo “qué asco”?
–¿De qué hablas? –preguntó Monserrate.
–De nada, son pendejadas mías. Es que hubo quien criticara el taller de los Viejos, de donde salió tanto para tantos.
–Ninguno de nosotras hizo eso –contestó Monserrate.
–Mejor dejémoslo ahí –respondió Paulino.
Mientras escuchaba los comentarios de sus hermanas, se dirigió a la mesa en que estaban los papeles y comenzó a tocarlos, moverlos y examinarlos. La conversación se interrumpió por la tormenta Marcela que bajó corriendo seguida por Eugenia y en alta voz, al igual que siempre lo hacía, explicaba lo difícil que había sido leer los amarillentos papeles, a los que les faltaban oraciones y partes. Luego de Paulino apretarlas y besarlas, igual a como lo hacía desde que eran pequeñitas, y que preguntaran por sus niñas y le reprocharan por haber llegado tarde, Marcela quería saber quiénes eran Asadura y Marcial.
–¿De dónde sacas esos nombres? –preguntó Ana.
–Estaban al final de los papeles que me diste a leer.
–Hace años –comentó Ana– su abuelo escribió un artículo que se llamaba Asadura. Le pregunté quién era ese don y me contó que Asadura era un señor medio tartufo, que recorría las pocas calles del pueblo con una chaqueta apretada que no se quitaba nunca, al igual que su sombrero crema de banda negra y zapatos brillosos de charol. Con un fotuto de cartón, que se pegaba en la boca como si fuera una trompeta, babeándolo hasta debilitarlo, anunciaba los muertos del día y los detalles de los funerales. Era el dolor de cabeza de una familia de aspiración pequeño burguesa. Como caminaba enchaquetado bajo un sol candente, era de piel colorá y hacía un gran esfuerzo para hablar por el fotuto, se ponía más rojo de lo que era y por eso le decían Asadura, sobrenombre que lo encolerizaba.
–¿Alguien tendrá guardado eso que escribió abuelo? –preguntó Marcela.
–Creo que lo tengo –contestó Monserrate– y te prometo buscarlo al regresar a casa.
–¿Pero qué es eso de asadura? –preguntó Marcela y Monserrate se apresuró a contestarle:
–Hígado, hígado. Al hígado le dicen asadura. De ese color era ese señor, del color del hígado.
–¡Ay fo! ¿Colorao?
–Sí, Marcela, colorao, bien colorao –comentó Ana y continuó– Marcial, que fue alcaide de la cárcel municipal, era de apellido Walker y creo que el Viejo lo menciona en el escrito del cincuenta aniversario de la emisora, el que Eugenia se llevó a la nube.
–Lo acabo de leer y es verdad que lo menciona –dijo Eugenia.
Ana continuó:
–Según el Viejo, que se pasaba hablando de la historia de las comunicaciones habladas en El Pepino, Marcial, después de ser alcaide, se convirtió en el sucesor de Asadura en los medios informativos del pueblo. Tenía un Jeep rojo en el que, vestido de guayabera blanca y borracho hasta la coronilla, encaramaba unos colosales altoparlantes grises que aullaban hasta la distorsión. Recorría el pueblo diciendo lo mismo que antes decía Asadura, y añadía comerciales y noticias, pero con mayor alcance. Nuestro padre comentaba que tenía un estribillo que repetía cada vez que daba una vuelta por el pueblo: “¡Qué hubo ahí, familia, da gusto ser popular!”.
–¿A qué se refería? –preguntó Marcela.
–Al Partido Popular Democrático. Me supongo que eso lo podía hacer porque era la época del farsante Luis Koury, o Luis Vando, no recuerdo bien su apellido, pero que tenía a todo el mundo en el bolsillo –contestó Ana.
–¿Te refieres a Luis Muñoz Marín? –preguntó Monserrate.
–¡Qué Muñoz ni Muñoz! Investígate eso, que de Muñoz, nada, aunque por su sentido del honor, era todo Marín. Pero luego les explico en detalle lo de los apellidos, el honor y esas cosas –comentó Ana.
–¡Por dios, Ana, la vieja Marín tan solo era cariñosa! Esos comentarios son golpes bajos y machistas como dice Monserrate –dijo Paulino riéndose.
–¿Qué golpes bajos? Golpes bajos le dio él a este pueblo, pero mejor seguimos con Marcial y Asadura. Nuestro padre decía que ambos eran los precursores de las comunicaciones en masa del pueblo. Marcial desapareció y Fito Arce, que a ese sí lo conocí, lo sustituyó. Fito tenía un diente con una corona de oro, era de otro pueblo y vestía con una corbata horrible que se amarraba de lado al cuello y que se le recostaba en la ladera de su colosal vientre. Luego llegó la emisora radial WLRP, Radio Raíces, La Voz del Pepino. La emisora poco a poco lo desplazó y lo fue apagando. Fito, en su estado etílico continuo, también era animador de verbenas y otras actividades festivas. Era bastante jocoso. Decía que la emisora le hacía una competencia desleal y que su altoparlante llegaba más lejos porque él podía ir a cualquier parte en Puerto Rico y ser escuchado, y la emisora no. Recuerdo que en una ocasión, animando unas verbenas, saludó a un amigo y a “su distinguida esposa” que estaban presentes y resultó que el amigo no estaba con la esposa sino con otra mujer, y como la actividad la estaban transmitiendo por la emisora, la esposa lo escuchó y se formó un revolú descomunal –comentó Ana.
–Yo no sé quién era.–dijo Monserrate.
–Y yo menos. Soy demasiado nene para recordar esas cosas, aunque recuerdo algo de sus anécdotas y del chisme del apellido de Luis –dijo Paulino.
–¡Ay tío!, ya sabía que algo dirías –dijo Eugenia.
–De esos tres tenemos que investigar más –comentó Marcela.
–Incluyan a Luis también –dijo Paulino riendo.
–Quédate quieto Paulino. No seas chismoso, que nadie escoge quién va a ser su madre –lo amonestó Ana.
–Tengo un amigo que dice que los espíritus de los que van a nacer y andan jangueando por ahí, escogen quién va a ser su mamá.
–Ay Paulino, no seas jodón. Ya te dije que luego hablaríamos de eso. Pero, si algún día me ayudan a buscar, es posible que consigamos algunos escritos de esos tres mosqueteros de las comunicaciones. No sé cómo es que tú, Monserrate, no recuerdas a Fito porque duró muchos años y hasta no hace tanto todavía seguía alborotando por el pueblo –expresó Ana.
–Sé que había un señor con un carro pequeño con altoparlantes grandes en la capota, pero no recuerdo cómo era y mucho menos cómo se llamaba. Alguno de nosotros debe tener algo en los papeles que hemos guardado porque eso no es tan viejo. Como dije, yo estoy casi segura de tener lo de Asadura –comentó Monserrate.
Entonces Paulino, que escuchaba y hablaba mientras buscaba en la mesa, muy dramático intervino: -¡Chacacachán!… si no es por mí no se encuentra esta belleza de pieza del rompecabezas. Esto completa a Mayoral porque es la página que sigue a esa que tienen ahí y termina poco antes del final de la página. Mira, esa termina en la última oración con “diá-» y esta comienza con “logo», o sea, “diálogo, y termina con “No sé si ayer lo conocí o lo encontré, pero era él, Mayoral”. Así que denme otro beso, que me lo gané porque esa parte del muñeco se la puse yo.
–Paulino, no arreglamos una figura rota, es una historia –comentó Monserrate.
–¿Pero, de qué hablas, tío? Ya todo lo teníamos resuelto, era cuestión de poco tiempo para encontrar algunas páginas que faltaban por acomodar –dijo Marcela.
–¿Y por qué no habían encontrado esta? –ripostó Paulino.
–No vengas con las tuyas. Tú no sabes de qué se trata este lío –dijo Eugenia.
–Ya lo sabe, hijas. Mientras ustedes leían, llegó y de inmediato comenzó a preguntar. Monserrate y yo le contamos del proyecto. Se sorprendió. No sabía de lo que hablábamos, ni de escritos, novelas, ni formularios y por poco no sabía quién era papá. Eso para variar. En lo que le explicábamos, haciendo comentarios de esos que ustedes saben que hace, leyó los papeles de “Mayoral” y se puso a buscar lo que le faltaba –explicó Ana.
–Mírenla, mírenla, esta belleza de paginita estaba detrás de la mitad de una declaración jurada que autorizaba a un menor a viajar fuera de la Isla y no había dios que la encontrara –se vanaglorió Paulino.
–Ahora no hay quien lo soporte –comentó Eugenia– a la vez que le pedía la página.
Paulino, con exagerados gestos de pleitesía se la entregó con cuidado. Eugenia la unió al resto de Mayoral y comentó que parecía que estaba completo. Preguntó si lo leía en voz alta, costumbre que tenía la familia y todos asintieron. Carraspeó riéndose, a la usanza de los tribunos y comenzó:
A diario se le veía por las calles del pueblo en un rodar continuo irradiando su imagen, logotipo de la desgracia. Su corto pasado, con excepción de un evento ya olvidado que lo destacó por breve tiempo en la comunidad, era de anécdotas intrascendentes sumadas a los cuentos remotos de su origen incierto, teorías cuchicheadas de estudios, vicios, pecados, muertes, virtudes y el oxímoron de su locura cuerda.
Existía desde que apareció en el pueblo. Iba cargado de periódicos viejos y lucía gafas amarillas de un solo gancho. Su repentina presencia generó especulaciones porque en su memoria no habitaba el pasado y el pueblo no lo conocía. Por su anonimato de pobre sin historia –excepto en el pequeño grupo minoritario de lumpen del que pasó a formar parte– no tenía relevancia, aunque, como ocurre con algunos vagabundos, antinómicamente era fuente de inspiración para los cuentistas de barras o para los juglares de callejón: historiadores del destrozado ego de la pobreza. Formaba parte de la sordidez pueblerina y era ícono de los despreciados que se veían en él como espejo de la desdicha. No hacía tanto tiempo que semideambulaba, pero parecía que estuvo allí por siempre viviendo esa repetida, constante e incierta vida. Su presencia era evidente porque a diario se le veía caminar sin rumbo en su propia búsqueda, o descansando en las míseras barras que frecuentaba, catedrales de su vicio.
Aunque su edad era desconocida, como lo son los tiempos de los afligidos, maldecidos por la vida, algo inexplicable emanaba de su ser que sugería una precoz vejez. Así lo percibían los que lo alejaban con la mirada. Su pelo negro grasoso con mechón blanco bien delimitado, que por su lustre y abundancia parecía de un hombre joven, contrastaba con su rostro seco dibujado por los surcos que aró el paso del dolor. Tenía color incierto. Aparentaba ser bastante trigueño, o quizás no lo era y su oscuridad se debía al teñido de la pátina del camino. Su figura enjuta le quedaba pequeña a su vestimenta acentuando aún más su baja estatura. Quizás en otra época fue más alto. El pantalón caqui estrujado, con sucio viejo acumulado en vetas irregulares, era su envoltura repetida. Algunas veces lo cambiaba por uno igual, aunque no tan igual, porque el otro tenía un parche azul mal cosido a la altura de la rodilla derecha que le servía de rodillera cuando en ocasiones visitaba la iglesia en horas de escasa feligresía, en búsqueda de contestaciones que nunca llegaban. Si la camisa, siempre a cuadros, que usaba sobre el pantalón, era pinchada al frente por el calzón, podíamos divisar como cinturón, una holgada y delgada soguilla de maguey con negro nudo fundido por el sucio.
Su lento vagar estaba acompañado por una permanente sonrisa roja en la que sus labios desaparecían al recostarse sobre las encías vacías. La alegría del semblante de hombre bueno era una piedrecita del mosaico de su ser que atenuaba su descompostura borrando algunas de sus miserias.
Mayoral, así nombrado, sin apellido cierto ni otras señas que no fueran el ya poco recordado sobrenombre de “Portafolio”, en ruta hacia un palo de ron, colofón principal de su existencia, era una de esas pocas figuras que, sin importar sus cargas, y por motivos inexplicables, traslucía simpatía. Borrachito y loco, loco y borrachito, oscilaba como badajo entre la borrachera y la locura, entre la cordura y la embriaguez, entre la corrección y el disparate, entre el recuerdo y la nada, entre la genialidad y la idiocia. Sin hacer ruido, producía en los que querían entenderlo, un ensordecedor tañido de campana desafinada. Si su sonrisa fácil, que se le iba apagando cual cirio de imagen abandonada, se alejaba de su semblante, parecía un payaso lloroso. Algo inefable que habitaba en la memoria lejana del pueblo en alguna forma lo distinguía.
Algunos que olvidaban sus propias inmundicias, lo evadían, pero nadie le temía independientemente del estado en que se encontrara. En su caminar por el pueblo, saludaba a todos con gesto de arrepentimiento y vergüenza rematada con la guarnición de pequeños ojos negros y brillantes. Con frecuencia le dirigía la palabra a los que más nobles se mostraban. Conversaba brevemente y con respeto con los que no le esquivaban la mirada, que para él era una aceptación de fondo aunque no de forma.
A veces, cada vez menos, trabajaba junto a Vizconde, Benjamín “El Fuerte” y Bayano, muy parecidos a él, en el Almacén Santana. Descargaba camiones de pesadas maderas que llevaba sobre su cabeza en perfecto equilibrio. Esa labor menguaba en frecuencia porque el tiempo galopante acababa con sus pocas robusteces. Entonces, las maderas que antes equilibraba, se le caían causándole daño y atrasando la descarga. Por ello, y sin ser mendigo, desde hacía algún tiempo había mudado parte de sus esfuerzos a otro sencillo trabajo, inofensivo para los demás viandantes, ebrios o sobrios, pero con algunas complicaciones. En cualquier lugar apropiado en que se encontrara alguna guachafita de público considerable, ofrecía romperse una botella vacía en el cráneo a cambio de un trago o algunas monedas. Dependiendo de la clase de vidrio, construcción, fortaleza y hasta la marca de la botella, podía requerir una contraprestación mayor. Llegó a pedir una botella completa, que con frecuencia inexplicable, se la costeaban. Nunca nadie supo cómo se le había ocurrido el acto del golpe del vidrio en la cabeza. Los que procuraban explicaciones supersticiosas, y tal vez por haberlo visto en alguna ocasión salir de la iglesia, decían que golpearse con el cristal era un mensaje incomprendido que enviaba Alicia Franco, mujer que falleció en el mismo templo al ser golpeada por el cristal de un cuadro de la Virgen que había traído de México y regalado a la parroquia.
No pocas fueron las veces que, en sus oficios de cristal, recibió cortaduras que requirieron atención médica imposibilitándolo para llevar a cabo sus tareas por algunas semanas. Durante ese tiempo no permanecía sobrio porque se las arreglaba para, de alguna forma misteriosa, aparecer tambaleante por las calles del pueblo. Los accidentes laborales, nombre que él les daba, ocurrían si no lograba quebrar la botella de un solo golpe. Entonces colérico gritaba: “¡Oh, este maldito vidrio me quiere hacer quedar mal delante de mis benefactores!”. Añadía dos o tres improperios, cerraba los ojos y con gesto de dolor en el que llevaba hacia atrás la comisura de los labios abiertos y estirados, se golpeaba. Lo hacía con tal furia, que las vetas de sangre pintaban de púrpura el mechón blanco y luego recorrían las pequeñas veredas de los surcos del rostro. Mientras, en vez de acudir en socorro de sus heridas, desatendiéndolas como si aquí no pasara nada y la sangre fuera sudor, extendía la mano para recibir el pago por su desquiciado trabajo.
Demostrando que la crueldad no tiene límites, hubo algunos que le ofrecían un pago triple si se rompía otra botella en la catrueca ensangrentada. Siempre alguno de sus compañeros de juerga salía en su defensa oponiéndose a las pretensiones de los malvados que lo azuzaban a causarse más daño y algún consejo liviano, que él no pedía ni seguía, se colaba en la intervención. Por insensibles o por parecerles un acto circense, que a fuerza de la repetición asusta poco, nadie le reprochaba su acto.
Un día frente a la barra de Dimo, en la que con voz desgargantada Felipe Rodríguez se salía de la vellonera con La copa rota y, mientras recogía el pago por su proeza, en plena cefalea por el golpe, sintió un roce en el protuberante hueso del hombro derecho. Giró y se encontró con una delgada joven de su tamaño, de inmensos ojos azabaches, sin ningún retoque ni aderezo que no fuera su hermosa sonrisa de labios abultados y dentadura desordenada, con pelo recogido por una cinta alegre color vino. Apartándolo del grupo, con un ligero ademán de mano, le preguntó si él era don Mayoral.
Al verla, Mayoral, que ya se había impresionado por el toque de la joven en el hombro, la miró con extrañeza, frunció el entrecejo y cerró sus pequeños ojos con expresión de estar esforzándose por recordar. Sin decir palabra y con los ojos apretados, permaneció encantado por varios segundos. La joven, asustada, le preguntó:
–¿Se siente bien?
Con voz baja, lenta y bajando la mirada, regresó del ensimismamiento y como si se desperezara le contestó:
–Me siento bien y sí, soy Mayoral, señorita, para servirle, pero lo de don se lo puede economizar.
Ella notó lo que interpretó como asombro o vergüenza y replicó:
–No es nada, don Mayoral, es que así me enseñaron a decirlo.
Con otro tono más despierto, mostrando sobriedad y perfecta corrección, cambio que le extrañó a la joven –le dijo:
–Dígame para qué soy bueno, que aun después de ese golpecillo en la sesera y algunos tragos, lo que pida, lo puedo hacer –contestó con respeto.
–Me llamo Maya Soto, hija de Lorenzo Soto, el de la carnicería del pueblo. Soy estudiante de periodismo en la universidad y curso el segundo semestre de mi último año.
Al escuchar “periodismo” ya Mayoral sabía para qué lo quería la joven y pequeñas briznas del pasado llegaron a su maltrecha memoria alcoholizada. Era imposible olvidar algunos detalles de aquellos tiempos de periódicos con primeras planas de grandes letras rojas.
–Por su sonrisa, parece que sabe a qué he venido.
–Sí, pero diga usted.
–Bueno, no sé si lo incomodará –prosiguió ella bajando la voz y acercándose le preguntó –¿le dicen Portafolio?
Con repentina sobriedad y cordura, Mayoral contestó:
–No tiene usted que bajar la voz, señorita. Aquí todos me identificaban con ese nombre y todavía algunos me llaman así o tan solo Porta como hipocorístico y, en el estado en que siempre me encuentro, no sé con cuál salí de la pila bautismal, si es que a la pila me llevaron. ¿Cuándo quiere la historia?
Maya, que no entendió la expresión “hipocorístico” por lo que la repitió en la mente para que no se le olvidara, se sorprendió al ver que Mayoral, no solo sabía a qué había venido, sino que estaba dispuesto a contarle la historia que le iba a pedir. Daba la impresión de que la esperaba.
–Mire, señor Mayoral…
–Para que se sienta mejor, llámeme Mayoral sin esas cosas de respeto, que entenderé que me lo tiene, y no use los dones ni los señores. No es que me molesten. Nunca me dicen así y eso puede levantar una barrera que no ayuda al diálogo.
–Es que se me hace difícil, pero si usted lo pide, le diré Mayoral.
Para ese entonces, los que formaban el grupo habían desaparecido por las callejuelas del sector Pueblo Nuevo mirándolos de reojo. Con la comparsa de un fuerte olor a licor que batallaba con la fragancia de la joven, ambos caminaban con idéntico paso en dirección hacia el centro del pueblo en un convenio inconsciente de ruta y dirección.
–Conozco a su padre. Sé dónde está la carnicería porque voy algunas mañanas a hacerle los mandados a doña Maíta. Buen tipo y me cae requetebién.
–Maya sonrió.
–Es muy bueno y a todo el mundo le cae bien. Fue él el que me dijo dónde lo podía encontrar y que usted era de fiar.
–¿Le dijo eso?
–Sí, por eso me permitió que viniera sola.
–Joven, otras veces he contado la historia del asesinato del agricultor rico, que es lo que desea que le cuente. ¿verdad?
–Sí. ¿Cómo lo adivinó?
–No lo adiviné. Lo sabía. ¿Qué más me puede preguntar una estudiante de periodismo? Como le dije, en otras ocasiones me han entrevistado, aunque me parece que lo contado se ha perdido porque no supe más de los que la escucharon y a veces hasta grabaron. Por algo de vanidad, unido a que usted es una joven dama y nunca una me pidió ese favor, estoy dispuesto a repetirlo, aunque la distancia y la nube del tiempo, minen el relato.
Maya estaba cada vez más sorprendida. ¿Qué es eso de “aunque la distancia y la nube del tiempo, minen el relato”? ¿Quién era ese ebrio y loco que se maltrataba por un trago de ron rajándose el cacumen y que así se expresaba?
Siendo la distancia corta, caminaron uno al lado del otro mientras hablaban de las muchas alcaldadas, de lo descuidado que estaba el pueblo y del alcalde bolitero, inculto y ladrón que había llegado a robarse lo poco que el anterior dejó y de su sucesor en ego hipertrofiado, un tenedor de libros glorificado que padecía de indigencia mental y que vivía enamorado de su grandeza de hombre pequeño. Ya cerca de la carnicería acordaron que al día siguiente, en horas de la mañana, porque la tarde era para trabajar con el equilibrio de la madera y con la botella, comenzaría lo que él había llamado “El cuento del asesinato”. Con sonrisa de niño, Mayoral se fue perdiendo en la calle. Maya entró al negocio. No bien entró, regresó a la puerta y asomándose en la dirección que él llevaba, por algunos segundos lo siguió con la mirada. Volvió a entrar y de inmediato buscó el significado de la palabra hipocorístico impresionándose al leerla. Su padre se le acercó y le preguntó:
–¿Cómo te fue con Mayoral?–Bien, papá. Me va a ayudar y nos reuniremos mañana en la oficinita detrás de la carnicería. ¿No hay problema?
–No, hija, no.
–¿Sabes quién es ese señor?
–Creo que nadie lo sabe. Hace unos años apareció por las calles del pueblo, confundido, perdido, silencioso, asustado, como si buscara algo. Tú tendrías cuatro o cinco años. Después lo vi trabajar de peón en un almacén y luego me enteré de que bebía mucho, decía disparates y se rompía botellas en la cabeza. En ocasiones, viene al negocio a hacerle mandados a doña Maíta, me saluda y conversamos. Pero no sé más. Es un tipo raro, pero es buena gente.
Maya le contó todo lo ocurrido, incluyendo sus expresiones “rebuscadas y domingueras”, que era como Lorenzo las llamaba. Apresurada salió rumbo a la casa deseosa de que llegara el otro día porque algo le decía que en la trastienda de la carnicería, se escucharía por última vez el relato de Mayoral. Finalmente había encontrado la historia que buscaba para redactar el cuento que le requirieron en clase.
Esa noche le dio insomnio. Se levantó, buscó su pluma, la miró como si le hablara y, en un acuerdo mudo, ambas se pusieron a trabajar. En la mañana, la pluma descansaba sobre el papel que comenzaba con: “No sé si ayer lo conocí o lo encontré, pero era él, Mayoral”.
VI SAL
No bien Eugenia terminó la lectura, Paulino interrumpió el breve silencio para decir:
–¡Coño, ahora recuerdo! Ustedes dicen que siempre estoy despistado, pero soy el único que sabe quién era Mayoral. Después de escuchar eso, lo recuerdo bien.
–Creo que era amigo de abuelo Modesto –comentó Ana.
–Eran amigos y se daban el palo en el negocio de Dimo, el hijo de don Andrés. Abuelo me contó que si estaba sobrio, le gustaba hablar con él porque era ocurrente, inteligente y hacía comentarios sabios que todos le aplaudían aunque muchas veces no los entendían. Además, me dijo que en esa época él y abuela, junto a mi papá y sus dos hermanos, o sea, sus tres hijos, vivían en el sector conocido como el Rabo del Buey en lo que antes era el arrabal del Guayabal. Comentó algo de lo que dice ahí de Mayoral, peón del Almacén Santana Rivera, lugar en el que ambos trabajaban. También me habló de las botellas que se rompía en la cabeza y que, si le faltaba dinero para comprar ron, bebía alcoholado o alcohol, pero no sé si eso sea verdad.
–Esos datos no los tengo muy claros, aunque recuerdo haber escuchado una canción que decía “Es la historia de Moncho Urrutia, Juan Toribio y Mayoral…” –dijo Ana.
–Aunque no recuerdo los detalles, abuelo me habló de otros amigos del trabajo. No los conocí, pero eran los que menciona el escrito que acabas de leer: Vizconde, Benjamín y al que le decían Bayano, el Quebrado. De Bayano recuerdo que abuelo le tenía un cariño especial. Decía que era negro como él e insistía en que era un buen hombre con mirada de Cristo crucificado al que después de ponerse viejo no le daban trabajo en la construcción por lo que se empleó como peón y vendedor de gandules en vainas que, en una canasta de mimbre, pregonaba por el pueblo. Según el abuelo, por culpa del trabajo como peón en el que se esforzaba de más, fue que se quebró y las tripas se le salieron acomodándosele en el escroto. Mostraba una descomunal protuberancia que le dificultaba caminar. Nunca olvido que abuelo decía que no se había muerto de eso, sino de pena –continuó diciendo Paulino.
Al escuchar el nombre de Bayano, Marcela reaccionó:
–Mientras acomodaba las páginas, leí ese nombre varias veces.
–¡Búsquenlo, hijas! –dijo Paulino.
–¿Lo buscamos? –preguntó Eugenia.
–Chica, ¿cómo se te ocurre buscar a Bayano si lo que queremos saber es la historia de Mayoral y del agricultor? ¿No acabas de leer que eso es lo que sigue? –aclaró Marcela.
–Una cosa no excluye la otra. Mientras busco a Bayano también ayudo a organizar –comentó Eugenia.
–Déjamelo a mí –dijo Paulino.
–Tío, no se te ocurra meter las manos aquí que las pierdes –dijo Marcela.
Mientras Paulino movía y examinaba con detenimiento algunos de los papeles bajo la mirada recelosa de Marcela y Eugenia, y antes de que se formara una guerra entre sobrinas y tío, Ana y Monserrate pidieron a Marcela y Eugenia que lo dejaran quieto y permitieran que las ayudara. Paulino acercó una silla a la mesa y le pidió a todas que se desparecieran porque: “esto es un asunto serio que puede tener consecuencias fatales si no se hace bien” y si estaban allí no podía concentrarse. Tarareó lo que llamaba música de misterio y comenzó la búsqueda.
Monserrate se despidió y Ana subió al segundo piso. Marcela y Eugenia se fueron a practicar al violín para luego alimentar a su pequeño zoológico de conejos, oveja, gallinas, perro y gatas. Transcurridos tan solo unos minutos, se escuchó el exagerado grito de Paulino.
–¡Lo tengo, coño, lo tengo! ¡Soy un genio! –gritaba mientras Ana, Marcela y Eugenia, apresuradas, fueron hacia él.
–¡Tengo a Bayano! –exclamó Paulino con sonrisa de triunfo.
–Es una pena que Monserrate se fue y no vio mi descubrimiento. Ella se lo perdió.
–Qué descubrimiento ni descubrimiento, tío. Cualquiera diría que lo buscabas en la biblioteca de Alejandría. Esos papeles que tienes ahí no tienen nada escrito al reverso por lo que no guardan relación con los otros. Además, era fácil encontrarlos porque están grapados entre sí –comentó Eugenia.
–¿Y qué si no tienen nada en el reverso? ¿Es que los únicos papeles decentes que hay en ese papeleo loco y apestoso que ustedes tienen ahí no valen? –preguntó Paulino mientras se reía.
–Veremos dónde los acomodamos si es que se pueden acomodar –dijo Eugenia.
–No, no, hermanita. Dejemos este escrito aparte porque es evidente que no forma parte de lo otro.
–Es verdad. Mejor lo evaluamos más adelante. No enredemos más esto –contestó Eugenia.
–Me voy a lo que planificamos para estos días. No sé si la han visto, pero ya la yerba tapa la casa, no se ve la jardinera redonda y la entrada es un asco. ¿Por qué mejor no dejan eso y se van conmigo y me ayudan? ¿No fue eso lo que acordamos?
–¿No ves que están en otra tarea? Además, no seas exagerado, que la yerba no está tan alta y lo demás es cuestión de limpieza –dijo Ana.
–¿No será mejor hacer una hoguera con los papeles esos que tienen ahí, quemar las letras y enviárselas al Viejo al infinito en forma de humo? –preguntó Paulino con un guiño.
–Tío, eres un anormal. Si abuelo dejó esto para nosotros, ¿cómo es posible que pienses que se lo vamos a devolver? –dijo Eugenia.
–No, niña, no. No es nada de eso. He permanecido callado y no he comentado el asunto de la novela, si es que es una novela, que yo tengo mis dudas. Es que me extraña todo eso. Si el Viejo quería dejarnos una novela nos llamaba y nos decía: “Escribí una novela. No es para que les guste o no. La quería escribir y ya. Ahí está. Pueden hacer con ella lo que quieran, desde quemarla hasta ponerla en un nicho. No tengo dinero para publicarla y las editoriales no están locas”. El Viejo no se guardaba nada y decía lo que entendía era la verdad… y que se jodiera to’. Por eso tuvo tantos problemas en la vida y era tan difícil de querer. ¿Es que ustedes no lo conocieron? ¿No recuerdan que en la dedicatoria de uno de sus libros escribió que lo podíamos usar para tirarlo al piso y parárnosle encima? –dijo Paulino.
–¿Hablas en serio? ¿De dónde sacas eso? Él nunca dijo que lo tiráramos al piso. Tú estás loco –contestó Ana.
–Busca el libro para que veas lo que dice.
–No lo tengo que buscar –contestó Ana y añadió– Lo que escribió fue: “Si usan el libro para subir, aunque sea colocándolo en forma de escalón, quedo en paz” y eso no se asemeja en nada a lo que dices.
–Eso es lo mismo –comentó Paulino.
–Déjate de boberías, tío, que tú sabes más que eso y lo que haces es molestar –dijo Marcela.
–Nada de molestar –y riéndose añadió– Además, si lo que hay ahí es una historia, nunca imaginé que si se arreglaba el Derecho, algo se podía enderezar, mucho menos una historia. El Derecho lo descojona todo, no arregla nada –y se marchó.
Luego de la novelería inicial, y a requerimiento de su madre, quien molesta por los comentarios de Paulino y por el desorden que habían hecho, tuvo que alzar la voz, Marcela y Eugenia recogieron los papeles que ocupaban sala, comedor y parte de la cocina. El primer piso de la casa, construida a la sombra de un inmenso Guanacaste, era un espacio abierto de forma rectangular, por lo que desde cualquier ángulo se podía divisar todo el enredo de papeles. Burlándose de Ana, los mudaron con cuidado exagerado, cual esculturas en barro fresco trabajadas por algún fino artesano y mantuvieron el poco orden que tenían. Los pusieron en todos los espacios disponibles en sus habitaciones: pisos, camas, muebles, escritorios, mesitas de noche, ropero, gavetero, encima de la tabla de planchar del pasillo y subieron algunos a los entrepisos porque, como decía Marcela, el desorden tenía que tener algo de orden y, aún desordenados, mantendrían los papeles juntos. Trabajaron por varios días con empeño inimaginable hasta altas horas de la noche, y según organizaban lo que parecían capítulos en un busca aquí y allá, los unían con un legajador de metal para evitar que regresaran al libertinaje, aunque luego tuvieran que volver a ellos.
Después de volver a leer a Mayoral, que parecía ser un capítulo completo, Marcela se percató de que, aunque daba la impresión de ser el principio, por ahí no comenzaba nada. Podía ser, pero había otras partes que daban indicios de que no era así. Con gran entusiasmo, se propusieron desenredar el tinglado. El nombre Mayoral lo encontraban en muchos lugares, y luego de varias horas de trabajo, descubrieron que era cierto lo que pensaba Marcela. Era él quien narraba, pero no comenzó a narrar cuando Maya lo conoció. Había hojas en las que Mayoral terminaba algunos relatos incoherentes y otras en las que se hablaba de él aunque era otro el que narraba. La falta de numeración creaba un caos y daba la impresión de que un travieso duende de librería mezcló las páginas de muchos libros.
Marcela y Eugenia lograron organizar varios formularios completos. Eso les aseguraba relatos con algún sentido aunque, muchos de ellos, inconclusos. Al comenzar el trabajo, su madre les había explicado que por reglamento los formularios legales tenían los mismos márgenes, y por imperativo de ley, los notariales tenían otros distintos, más grandes a la izquierda por lo que lo más conveniente era agrupar los papeles según el margen que tuvieran. Así podían lograr adelantar en la organización de los formularios ya que tendrían dos grupos, unos con margen pequeño a la izquierda, que eran asuntos de litigios y los del margen más grande, serían los notariales.
Ana se había ofrecido a ayudarlas para hacer los dos grupos de papeles y organizar los formularios. A las muchachas les pareció buena idea y pusieron todo lo notarial en un grupo y los demás en otro. Aun así no era fácil clasificarlos. La tarea se complicaba aún más porque tenían que leer asuntos de Derecho que no entendían bien, y continuamente llamaban a su madre.
Por suerte, desde que Marcela los sacó del zafacón, algunos papeles permanecieron pegados por la humedad o por el zurcido que les hiciera algún insecto que los traspasara al comerse las letras. Esos no requerían demasiado trabajo y aparentaban ser capítulos o partes de un escrito mayor, por lo que los mantuvieron separados para luego volver a ellos. Algunos relatos y diálogos tenían muchas páginas y otros, pocas. Había páginas que hacían referencia a asuntos que no habían ocurrido y otras eran los finales de algo que no conocían. Eran como pequeños cuentos, pero ni eso eran porque terminaban en lo que parecía ser la mitad de lo que Eugenia denominaba “un no sé qué” y en otras comenzaban por lo que podía ser algún punto en el medio de una historia, un capítulo o algo parecido.
Respondiendo a uno de los llamados de ayuda, Ana llegó hasta el cuarto de Eugenia y, al ver el desorden, se puso las manos en la cabeza mientras la movía de lado a lado diciendo “no puede ser, no puede ser, esto es un despelote” y salió apresurada. Estaba al borde de la demencia por las continuas interrupciones que no la dejaban efectuar sus planes de trabajo de su escuela doméstica.
No bien bajó las escaleras, la volvieron a llamar y le pidieron que se sentara en el piso, lugar que seleccionaron como escritorio por su amplitud, para que les explicara algunos formularios. Ana accedió, y resignada, regresó. No estaba molesta y sin decírselo, le agradaba el reclamo de sus hijas y su empeño, disciplina y laboriosidad. Era poco lo que las ayudaba. Más bien las acompañaba.
Las muchachas no paraban de trabajar. La tarea no era fácil. Los papeles no solo estaban impresos por ambos lados, sino que además usaban la misma letra y tamaño y algunos lados estaban impresos en forma inversa: una hacia abajo y la otra hacia arriba. Era como un rompecabezas en el que cada pieza tenía dos lados distintos sin una idea de lo que surgiría cuando lo montaran. Tenían que tener cuidado porque los que estaban pegados por la humedad se podían romper, y palabras y oraciones completas huirían mutiladas. Si eso pasaba tenían que unir las páginas con cinta adhesiva transparente que atrasaba el trabajo y que, por la humedad, no pegaba bien. El olor a papeles viejos y húmedos no era buena guarnición. Eugenia, que padecía de alergias nasales recurrentes como su tía Angelina, los roció con una loción que, según Marcela, exacerbó los malos olores en un regateo de saldo fétido.
Con paciencia insondable, poco habitual en Marcela, y no en Eugenia, continuaron la tarea. Su madre decía que “les encantaba curiosear” y ambas tomaban todos sus proyectos con disciplina, seriedad y dedicación. Además, pensaban que tras el esfuerzo podían encontrar lo que ellas querían que fuera una misteriosa historia aunque nada de eso hubiera. Las muchachas se encariñaron con el proyecto y acordaron denominarlo en forma provisional La Novela de Abuelo. A lo adivino la habían nombrado novela, pero todavía no sabían qué había allí: ¿relatos inconexos, leyendas, fábulas o locuras del Viejo?
Eugenia consiguió lo que parecía ser el principio de todo, ya que el escrito, además de hacer referencia a una lejana fecha, daba la sensación de comienzo. La narración estaba en la parte posterior de una demanda de divorcio por la causal de adulterio con solicitud de alimentospendente lite, litis expensas y orden de protección. Ana comentó que era el único caso de ese tipo que había leído en toda su vida profesional y que le extrañaba que su padre tuviera alguna relación con el asunto. No lo podía saber debido a que faltaba la página de la firma, por lo que era imposible determinar a cuál de las partes representaba el Viejo y la letra utilizada, Eurostile, no era la que él acostumbraba a usar.
Eugenia, luego de hojear los ocho papeles que contenían el escrito, a requerimiento de su hermana, leyó en voz alta:
Serían las once y treinta minutos de la mañana cuando Sal llegó al comedor del hospedaje de varones de doña Isabel y don Eddie, alias “El Gallinazo”, en la Urbanización Santa Rita, calle Humacao 1004 de Río Piedras. Entró echándole el brazo por la espalda hasta el cuello, como si se lo fueran a quitar, a un jincho mediano que de bordón cargaba un paraguas negro que usaba como ícono de distinción. Ella y su acompañante eran de los muchos estudiantes que, por tan solo un dólar, almorzaban junto a los pupilos en la fonda del hospedaje. Siempre que Sal llegaba se producía una pequeña conmoción silenciosa entre los muchachos residentes por su espectacular figura de diosa envuelta en una provocativa faldita que la cubría poco y que era la más corta y ceñida que para ese tiempo se había divisado en la universidad. Quizá no era tan corta, pero el cuerpo perfecto de latina color caoba oscura en guardarraya con el negro, era tan hermoso que los ojos soñadores de los jóvenes le subían el ruedo. La minifalda, seguida de cerca por los pantalones cortos y apretados, acababa de llegar en forma repentina al mundo de la moda y el tiempo se convirtió en su modista porque, según pasaba, el ruedo subía. La moda se impuso rápido y sin resistencia y fue punta de lanza del rompimiento de anquilosados prejuicios. De faldas largas y piernas sin rasurar que producían lejanos pensamientos, de repente se saltaba a las faldas cortas, casi inexistentes, y a piernas lisas que provocaban deseos en los ánimos no prevenidos de los jóvenes estudiantes. Se comenzaba a vivir lo que para los adultos era el fin de la imaginación y el comienzo del exhibicionismo y el despelote que mutilaba un poco el ejercicio mental de los jóvenes varones mal acostumbrados.
Sal, que aparentaba haber adoptado la forma, aunque no todo el fondo de la nueva usanza, quería dar la impresión de que la tela era perversa y traicionaba su decencia porque con coqueto recato halaba el ruedo de su faldita queriendo demostrar ser la víctima buena de la falda mala. Al sentarse, con gesto falso, intentaba cubrir su desnudez con una de sus pequeñas manos. Eso acentuaba aún más su curiosa perversidad. La muchacha, que creía ser una liberacionista revolucionaria por la imitación de los vicios de los varones, y a quien los muchachos le llamaban “La Fupita”, lo era por lo que pregonaba, pero no por lo que hacía. Al igual que otras jóvenes de la época, confundió la liberación femenina con el disfrute de la cama y con la copia de las aberraciones y vicios de los hombres. No era asunto de tener los mismos derechos, sino los mismos defectos, aunque se cuestionaba si era de defectos de lo que se trataba.
El acompañante, unos cuatro años mayor, aunque ella decía que eran diez para hacerse la víctima inocente de un zorro viejo, entraba serio y poco comunicativo. Con algún recelo por el temor de perderlo, mostraba su trofeo ante las miradas lujuriosas que la escrutaban con poco disimulo. Los muchachos tenían claro que si la exhibía era para que la miraran. La diferencia en edad era evidente: a él le asomaban dos entradas en las que la frente empujaba el pelo; llevaba varios años almorzando en el comedor del hospedaje y ese año se graduaba de maestro, y ella tenía una tersa carita de niña que comenzaba estudios universitarios. El tipo, al que llamaban “El Corso” y que no hacía migas con nadie, quería mantener pose de filósofo pedagogo de profunda y continua reflexión de mirada perdida que tan solo a ella impresionaba. En el amplio comedor, el pobre era imperceptible y si ella lo acompañaba, era invisible.
Nadie se explicaba cómo estaban juntos si la joven acababa de comenzar su primer año de estudios. Pero entre los muchachos del hospedaje no había duda de que eran amoríos consumados, no de principiantes. Había varias teorías que los jóvenes pupilos discutían con morbosidad cuando la pareja abandonaba el comedor. Prevalecía la explicación de precocidad aprovechada por la experiencia. La velocidad del evento era el chisme del hospedaje y de gran parte de la calle Humacao porque no bien se conocieron, en un acelerado entendimiento poco frecuente en las relaciones de pareja de la época, ya todo estaba concluido. Los curiosos e insanos muchachos decían que la habían visto en las zonas moteleras y después les habían seguido los pasos hasta un zaguán en la Georgetti, en el casco de Río Piedras, que al fondo tenía un sórdido apartamento de puerta de madera desvencijada en el que se divisaba una alfombra de plástico blanco que guindaba de la única ventana. Allí entraban y no salían.
En sus días libres, el acompañante vendía enciclopedias y por eso podía tener apartamento, lo cual era un lujo del momento. Algunas veces, pocas, a ella se le veía en un hospedaje que usaba de escondite en el que compartía una habitación que no usaba. Su compañera de cuarto, de quien se decía era alérgica a los amoríos de varones, la encubría si algún pariente la procuraba los fines de semana. Si no estaba en clases en la Facultad de Comercio, lugar que no le agradaba, no explicándose cómo se había matriculado allí, estaba en el apartamento. Si no era en la Facultad, podía estar en el hospedaje, en el almuerzo en la Humacao 1004 o en La Patria, pequeña cafetería-tribuna del simpático don Rafa, el Patriota, anciano decente de pelo blanco y boca virada que a cincuenta años de distancia de sus clientes universitarios, tocaba en su misma nota.
La Facultad de Comercio, que era la nueva moda de estudios, había inaugurado hacía tan solo dos años con jóvenes profesores de la Milla de Oro. La mayoría eran graduados de universidades estadounidenses en las que enseñaban cómo contar el dinero ajeno y a redactar documentos en inglés como lo requería el idioma del capital y la banca asimilada. En sus aulas llenaban de ilusiones a los herederos de riquezas y también a los pobres que aspiraban a ser como el rico del pueblo que comía carne todos los días. En tan poco tiempo, la Facultad ya tenía fama por sus complejidades numéricas y ánimo de fastidiar de sus profesores, chulos del capitalismo que querían diferenciarla de Sociales y Humanidades. Su prédica era sencilla y calaba hondo entre los más indigentes: billetes en grande “versus” cultos hambrientos. Para ello, motivaban a sus discípulos con discursos crematísticos haciéndoles creer que eran algo más alto que la torre de la universidad y que los billetes lejanos de otros, a ellos les quedaban cerca. Los jóvenes universitarios la bautizaron como la facultad de los peseteros, nombre que le hacía justicia. A pesar de que no le agradaba la facultad, Sal no tenía problemas con los profesores porque, no importando lo insulso de sus comentarios y los descuadres de sus débitos y créditos, todos se los aplaudían por la genialidad de su belleza.
Los convulsos años de la segunda mitad de los sesenta, fueron los de la época de los niños rosas de Muñoz. Benítez el del bofetón, Trías el de la mordaza, el profe enfermito, un rector con fama de violador y otros vividores del mantengo unidos a un grupo musical de origen foráneo que clamaba ¡viva la gente!, eran los modelos a emular que el sistema empujaba. Comenzaron los avivamientos anexionistas y un pujo de polarización se sintió en el ambiente. Las aulas fueron cuna de jipis y una parte significativa de la universidad se convirtió en incubadora de aspirantes a la chifladura. Los universitarios que eran proclives a la presión de grupo fueron los que más se encandilaron con las poses, modelos y modas importadas y comenzaron a imitar a las catervas de estadounidenses más radicales de la jipitonería. Vestían la misma ropa, usaban mariconeras, y sus diseños, cabelleras, barbas, gestos y actitudes, eran iguales. Juraban ser distintos, pero parecían un jardín de infantes porque todos lucían igual. La mayoría usaba chancletas que mientras más ordinarias eran, más rebeldes se consideraban. Pelos largos, pies curtidos y voluntad y controles cortos sin distinción de clase, eran la consigna. Se iniciaron las comunas universitarias de sexo compartido en ritmo de salsa y se legitimaron y reclasificaron los viejos vicios que ahora eran nuevas virtudes revolucionarias. Llegó la moda de los amantes andaluces, que significaba correr por correr, y de los abortos baratos y arriesgados en camufladas oficinas de externa apariencia decorosa. Los de inclinación natural al despelote y a la liviandad, redujeron todo el descontento generacional al sexo y al consumo de drogas, entre la que se destacaba el ácido LSD en un dejarse caer desesperante. Los que más revolucionarios se autoproclamaban decían que el ácido era la reina de las drogas psicodélicas y el que no la usaba no estaba en na’. A decir de sus usuarios, era un milagroso alucinógeno que extasiaba hasta la enajenación total, y a veces permanente, con colores, sonidos, música, figuras, movimientos, tamaños y toda clase de arrebatos que cabalgaban en la imaginación y espíritus drogados. Las flores de colores y los símbolos de paz eran parte del nuevo mundo riopedrense que por su abundancia desmedida en grafitis, pegadizos, pancartas, afiches y sonidos, abrumaba.
Acompañados con la música de un flaco catalán de pelo Beatle que caminaba con ligero equipaje, la suerte del talento y la excusa de la persecución; de la buena nueva trova de un desagradable cantautor puertorriqueño de nombre extranjero; de Pepe y Flora, Miguel, el Topo, Silverio, la Fania y de los discursos de barricada, los años pasaban galopantes. Eran frecuentes las protestas estudiantiles, las grandes concentraciones, mítines, altoparlantes, grafitis, cigarrillos, vinos, cervezas y drogas, todo matizado por el empeño de los universitarios en salvar al mundo mientras ellos se perdían. Las tertulias, diálogos subidos de tono, conversatorios, tiros, paradas, protestas, reuniones, conciertos, desconciertos, teorías de conspiraciones, luchas libertarias, socialismo, confidentes, algunos líderes de embuste, planes, aciertos y equivocaciones, locuras de lecho y revalorización de todo, era el mundo estudiantil que se vivía en una extraña mezcla de “carpe diem”, utopía, enfado, descontento y enajenación. Eran días de grandes cambios sociales que fueron confundidos con una revolución gatopardista que pretendía cambiarlo todo sin alterar nada.
Mientras más se acercaba a lo que la presión del grupo imponía, más de izquierda se sentía la a veces confundida juventud de pantalones de amplias campanas en las que viajaban como badajos de un extremo a otro. Los grupos de jóvenes serios que tenían proyectos y sueños de cambio para lograr una sociedad justa y equitativa, y que heredaron la lucha centenaria de la independencia patria, fueron infiltrados por los aprovechados que querían dominar y prevalecer en todas las instancias en las que pudieran lucir sus enormes naderías. Lujuriosos pseudo-líderes megalómanos, narcisistas y egocéntricos del momento, algunos del color y apariencia de la clase dominante gringa, todos de la pequeña burguesía criolla, se apropiaron de los discursos para sentirse mesías porque, con sus formaciones extranjeras de ricos aprovechados, les era fácil impresionar a los colonizados en el tumulto de descontento y ausencia de verdaderos paladines. Don Eddie, que se caracterizaba por sus comentarios asesinos, decía que trabajaban para su ego y no para la libertad rematándolos con un “ya verán que se irán apagando”. Sobre los estudiantes jipitones, citando a quien decía no recordar, proclamaba que era cierto todo lo que negaban, aunque no todo lo que afirmaban. Por haberlo vivido muchas veces, aseguraba que de cada cien de los que formaban aquella masa de revolucionarios de mariconeras, apenas uno iba a pensar igual después de que se graduaran y comenzaran a trabajar. A los demás el confort se los atragantaría y se convertirían en críticos de lo que habían vivido esos años.
Un día Sal llegó sola y muy seria al almuerzo, con semblante de luto, pero como siempre, vestida de fiesta juvenil. Silenciosa, comió y salió sin mirar a nadie. Todos lo notaron. Así lo hizo por dos o tres semanas. Su acompañante nunca más regresó con ella. Los comensales, que todo lo comentaban e inventaban en una mezcla de razones, prejuicios, picardías y realidades, elaboraron mil teorías de lo que luego se sabría que era el resultado de los amoríos de universitarias de nuevo cuño. El tipo era un ganso listo que aprovechó lo que le dieron y ella, una muchacha liberada de la época, liviana, fácil y con aires de intelectual trasnochada y pasiones atrabancadas, características que los varones que la cuestionaban también compartían.
Un gordito bajito, jincho y barbudo que maltrataba una desvencijada guitarra, aprovechaba que llegaba sola y no bien se acercaba al hospedaje, desgalillado, desde el balcón interpretaba con los más malvados del grupo de comensales dos canciones de moda que ella se hacía la que no escuchaba, pero que era imposible que no lo hiciera. Una de ellas hacía referencia a unos amantes que se encontraban en un cuarto y luego él se marchaba con su esposa prometiendo volver al mismo lugar, a la misma hora y la otra decía que él no le había prometido nada que no pudiera cumplir. La crueldad no tiene límites. En el hospedaje se comentaba que el pedagogo estaba casado y el enchule de ella con el descubrimiento de la cúspide de la pasión le obliteró el entendimiento, si era que alguno quería tener. El tipo terminó yéndose con su esposa y la abandonó a la suerte de los descontroles que en terreno fértil había cucado.
El momento empujaba y la experiencia del placer compelía con fuerza avasalladora y ante tanta tentación, piropos, acercamientos y ofrecimientos, era imposible que se resistiera por mucho tiempo. Era blandita de carácter, más bien sin controles, y el luto le duró poco. Don Eddie, con su lengua cortante y cargando con dos generaciones de diferencia, decía que la muchacha “se labraba un perfecto futuro de beata filántropa y retrógrada”. Sin que nadie lo entendiera mucho, comentaba que los que comenzaban rápido, terminaban rápido y al final, si es que llegaban, los esperaba el rosario y una Biblia bajo el brazo o tal vez un psicólogo de cabecera.
A Sal la tristeza no le duró mucho y al poco tiempo, en playas y clubes nocturnos, en particular el Armando ́s Highway, que era el lugar de moda, se consolaba con algunos fupitos barbudos revoltosos de línea dura. Eso incluía a varios del hospedaje, que estaban en todas las de la época. Los muy indiscretos, desvergonzados y poco serios, luego contaban y no acababan verdades y fantasías que levantaban tormentas de envidias y celos entre sus pares. Algunos comentaban que si la muchacha salía con alguien, dejaba las inhibiciones en la casa. Otros, sin empacho, contaban que les advertía que tenía la experiencia de la cama por lo que no quería encuentros de playas ni de estacionamientos de principiantes. Un rubión colorao del hospedaje que no pudo ser albino, haciéndose el gracioso comentaba que había salido con ella la noche en que el Apolo 11 alunizó y que esa noche en que se pisaban suelos lejanos, Neil Armstrong y él eran los únicos que habían visto las estrellas.
Entre otros, y por poco tiempo, había tenido de acompañante a un amanerado tribuno de la Cafetería La Patria que vivía en la casa de piedra, menudo, bajito y trigueño a quien, en un parpadear, despachó. En el hospedaje, por pura envidia, decían que el muchacho no dio el grado y exagerando su amaneramiento, comentaban que no era hombre y que ella lo descubrió. El villano, por orgullo y con gran deshonor y sicalipsis, de lo único que hablaba era de sus encuentros dando detalles a tutiplén.
No habían pasado dos o tres meses de soledad acompañada, cuando llegó anclada a otro que todos creían que era el anterior: trigueño, flaco, lampiño, perfilado, de abundante pelo lacio sobre la frente y poca estatura envuelto en ropa holgada, camisa semiabierta y espejuelos ordinarios de la época que hablaba con la autoridad de un filósofo de escaramuza. Estudiaba filosofía como formación inicial para luego pasar a la Facultad de Derecho y con frecuencia utilizaba expresiones que hacían pensar que ya tenía algunos cursos legales aprobados. El joven era del grupo de los serios que eran conscientes de lo que sucedía en el país y que se habían comprometido con la causa de la independencia y con el anhelo de un hombre nuevo, libre de prejuicios y enemigo de la explotación. Tenía claras y profundas convicciones y era simpático sin que ello restara nada de su seriedad ideológica. Parlanchín de lengua ligera, sus contertulios decían que oscilaba entre superdotado y genial. Era revolucionario, nacionalista y tenía un leve trasunto con los jipis aunque no comulgaba con ellos.
Discursero, poeta, grafitero artístico de aerosol, fantasioso y a menudo clasificado loco por quienes no lo entendían, acompañaba sus discursos libertarios y socialistas con particulares movimientos de una pluma estilográfica color vino que movía en el vacío escribiendo en un pizarrón imaginario. Siempre terminaba sus alocuciones citando una frase a medio decir de “Don Quijote” en la que acentuaba el “qué”: “Yo sé quién soy y sé qué puedo ser”. Su vigorosa y florida jerigonza era cucada por los comensales para que nunca acabara, porque verlo y escucharlo en su fogosa batalla verbal sin oponente, agradaba a todos y hasta aplausos conseguía.
En el ambiente estudiantil universitario, no fungía de líder porque decía que los que querían ostentar liderato ansiaban poder y los que anhelaban poder eran personas peligrosas. Se autodenominaba “organizador-capacitador” y su trabajo político era en el anonimato aunque, según los estudiantes, los éxitos de las convocatorias para eventos masivos se debían a sus exhortaciones. Todos le reconocían una gran capacidad para retener información de cuanto libro o panfleto leía y algunos decían que era un zafacón de información inútil. No podía haber duda: era brillante. Tenía un inexplicable don para explicar los enredos políticos y los problemas sociales y económicos en boga.
Era el mejor que defendía los postulados estudiantiles serios del momento: justicia, libertad, independencia, socialismo, antimilitarismo, antiimperialismo y se encampanaba hablando de Che, Fidel, Bosch, Gandhi, Sartre, Camus, Memmi, Fanon, Galeano, entre otros y hasta del amor y paz de los más simplones y enajenados. Siempre, en catilinaria inevitable en sus alocuciones, dedicaba el más vehemente discurso contra el consumo de drogas. Aconsejaba no dejarse dormir por los falsos tribunos del momento a los que catalogaba como rubirosas en búsqueda de placeres utilizando para ello la patria. No bebía y fumaba poco, y si lo hacía, parecía un actor de películas del 40. Decía que el LSD, la heroína y la cocaína eran mefistofélicas y que habían sido esparcidas por los gringos que querían enajenar a la juventud para que no pensara ni se revelara. Los muchachos del hospedaje, en broma, comentaban que él no necesitaba nada de eso porque había nacido “embalao” y lo amenazaban con echarle una pastilla de ácido a cualquier refresco que tomara. Entonces reía y sacaba del bolsillo trasero de su pantalón un vasito de aluminio que se abría al igual que un telescopio y decía: “yo me sirvo mis bebidas”. Hablaba como loco y muchos lo catalogaban así. Algunas veces defendía lo que parecía indefendible y nunca levantó ronchas ni descontentos entre los que discrepaban porque, con todas sus razones y devaneos, era el joven más agradable e hilarante que había pasado por la Humacao 1004 y por toda la Universidad. Siempre risueño, sus saludos estaban acompañados de un fuerte y amigable abrazo. Se desvivía por complacer a los demás estudiantes, amigos y compañeros que abusaban del cacheteo continuo de sus cigarrillos de cajetilla pequeña y de sus tutorías improvisadas del mediodía en explicaciones de lecturas y asignaciones, asunto que lo enorgullecía y hacía sentir bien.
Si tenía mucho trabajo académico, iba al pequeño escritorio de metal que estaba en el pasillo del hospedaje, abría una libreta de apuntes amarilla y como si nada pudiera interrumpirlo, con concentración absoluta, comenzaba a escribir, en ocasiones, por horas. Mientras escribía con una mano, con la otra le daba vueltas a un mechón de pelo en el que ya asomaban canas. Sal le decía a los muchachos que le daba cuerdas al pensamiento. Todos comentaban que, además de raro y complejo, era “un joven decente que se da a querer”. Nunca en su presencia se podía hablar mal de la mujer o de un comensal de pelo largo y género incierto que solitario tomaba sus alimentos asustado por las miradas burlonas y torturantes de los muchachos y que él, sin ningún empacho, lo abrazaba y defendía. Era común que lo llamaran “licenciado” porque un joven del hospedaje, estudiante de premédica, que lo conocía desde el año básico y era su mejor amigo, así lo llamaba y él le decía “doctor”.
Por lo que Sal demostró desde que se juntaron, ese sí le había robado el corazón y algo más que el catre la cautivaba. Aparentaban tener la misma edad o tal vez ella le llevaba un año. La muchacha se extasiaba con sus conversaciones y en ese incesante martilleo de palabras, no dejaba de mirarlo como si estuviera ante un hipnótico salvador que desde una montaña lograba embelesarla con su palabra multiplicando la admiración y el amor que le tenía.
Sus amigos de almuerzo percibieron que cambió hasta en el ruedo de sus faldas y que poco a poco fue dejando la fogosidad de estudiante desinhibida de experiencia revolucionaria de colchón. Por varios años, Sal y Mayo, que así se llamaba su compañero ahora permanente, se mantuvieron juntos en lo que parecía una relación estable que al principio produjo algo de envidia y un leve rencor entre los que la merodeaban. Doña Isabel, dueña del hospedaje, mujer sesentona, decía desde la trinchera de sus prejuicios que la joven se adecentó y demostró que no era la que por abolengo, por falta de controles o por imitaciones de grupos aparentaba ser, “porque la decencia, la prudencia y los controles, hay veces que se desvarían” y mirando hacia arriba se hacía la señal de la cruz y le daba gracias a Dios. En aquella época en que tantas sensaciones y sentimientos se confundían, nadie podía dudarlo: Sal y Mayo se amaban. Los muchachos, ante la estabilidad de la relación pensaban “eso va para largo” y perdieron la esperanza de tener una oportunidad con la que antes los ilusionaba y las filas y turnos se terminaron.
Un día, a finales del mes de febrero de 1970, mientras un sol intermitente liquidaba los últimos fríos de la mañana y todos almorzaban o se proponían hacerlo, Sal llegó corriendo, despeinada, desesperada, angustiada, trémula. Ahogada en llanto movía su cabeza mientras se llevaba una mano a la boca. En la carrera dejó una de las chancletas en el último escalón del balcón, que los libidinosos muchachos miraron de reojo. Entró aterrada y doña Isabel la abrazó llevándola hasta su habitación. Allí permanecieron encerradas por mucho tiempo, tanto, que los comensales dejaron el comedor sin decir palabra y sin requerimientos alimentarios. Todos respetaron el dolor que se posó en el ambiente y, aunque intrigados, a nadie se le ocurrió husmear ni acercarse a la puerta de la habitación para captar algún sonido delator, a pesar de que muy tenues se escuchaban sollozos y lamentos.
Mientras Sal estaba en la habitación, los muchachos que quedaban en el hospedaje abarrotaron el balcón al escuchar gritos y raros sonidos en la calle. Un tropel de jóvenes vociferaba palabras sin sentido, mientras seguían a alguien que encabezaba la vocinglería, desnudo, sudoroso y con un atomizador color vino fluorescente en su mano con el que, mientras caminaba muy lento, pintaba su oscuro y escuálido cuerpo. La comparsa desquiciada le gritaba, se mofaba, le tiraba agua, bolas de papel y otros objetos y lo ridiculizaba mientras él, con la mirada perdida y gesto petrificado, se reía sin risa con expresión de mueca mientras gorgoriteando como ventrílocuo, gritaba lo que se entendió como: “¡Mamá, qué pasa, mamá, la bebé, vomita, vomita, Sal, Antonia…!”. Al acercarse y ser identificado por los abalconados, todos quedaron mudos como efigies, sin reacción, pasmados, atónitos, incrédulos: era Mayo. A los pocos segundos y recobrado de la impresión, el que le decía “licenciado” y que era su mejor amigo, arrancó con una manta y abrazándolo se la echó encima y entre varios compañeros que también reaccionaron, lo arrastraron a una habitación mientras gemía no se sabe qué cosa. –¡Se jodió Mayo! –dijo estupefacto un estudiante.
El grupo de títeres de la calle que lo seguía, se escurrió por las alcantarillas de la indiferencia. Los noveleros y pupilos se reunieron en corrillos y algunos de sus más allegados se retiraron con disimulo para, a solas en sus cuartos, salir del asombro. Varios lagrimearon y un taco se les atravesó en la garganta. Con segundos de diferencia, y mientras Mayo entraba, Sal salía apresurada. El cantor gordito de la guitarra desahuciada, asustado por el grito de una sirena de ambulancia, se agarró la barba y atolondrado comentó: “¿Qué carajo es esto?”
Sal y Mayo, como aguas del río Piedras, desaparecieron para siempre del grupo de comensales, quedando tan solo en el cauce del recuerdo de doña Isabel y El Gallinazo.
–¿Sabes quién era esa muchacha? –preguntó Marcela a Ana.
–¡Qué sé yo! No tengo ni puta idea. Un personaje como los demás, aunque…
–Aunque qué –comentó Eugenia.
–Nada, nada –dijo Ana.
VII LA NOVELA
Marcela y Eugenia no tenían clases el sábado, por lo que habían acordado dedicar todo el día a organizar lo que les faltaba. Eugenia, como era su costumbre, había despertado primero y con la picardía de siempre, como si aún fuera una niña traviesa, le puso a Marcela, que dormía, varios papeles en la cara, la que al sentirlos, brincó y preguntó qué era eso.
–La asignación que tienes hoy –le dijo mientras salía corriendo del cuarto seguida de cerca por un grito de Marcela.
Temprano en la mañana, poco habitual en ellas porque ese día se levantaban tarde, en particular Marcela, comenzaron a trabajar. Al poco tiempo de iniciar la tarea, llegó Paulino. Inquirió por Ana y le dijeron que estaba arriba tratando de adelantar algo de trabajo porque ellas no la habían dejado hacer nada. Les dijo que hacía unos minutos había hablado por teléfono con Angelina que no acababa de llegar de San Juan, y le había contado del proyecto de organización de los papeles del Viejo.
Desde el segundo piso se escuchó que Ana gritaba:
–¡Si te quieres salvar, vete, Paulino, hoy te acaban!
Paulino guiñó un ojo y le contestó que venía preparado y continuó la conversación con sus sobrinas. Luego de explicarles porqué no había traído a sus niñas, que fue la recriminación que le hicieron de entrada, les dijo:
–Angelina dijo que llega pasado mañana para lo de la casa grande y que conocía del escrito rompecabezas que ustedes montaban; que era una novela que nuestro padre, su abuelo, hacía tiempo escribía sobre el asesinato de un amigo de su papá, o sea, un amigo del bisabuelo de ustedes. Como su abuelo era abogado, en alguna forma que desconozco y que ella nos explicará luego, tuvo relación con los hechos del caso.
–¡Ready!, exclamaron a dúo las muchachas.
–¡Maldito ready! Suspéndanme la palabrita que aquí no lo decimos así. Eso se les pegó de sus primos asimilados de Ponce con guille de gringos.
–Deja eso, tío, lo importante es que ya es oficial. Se lo dijimos a mamá, que todo este embrollo era el producto de la novela de abuelo –dijo Eugenia.
–¿Y qué más, que más te comentó? –preguntó Marcela.
–Le pregunté si sabía algo más. Me dijo que corrigió varias partes de la novela porque el Viejo no sabía nada de ortografía y que colocaba las tildes donde no iban, omitía las diéresis y los signos y tenía un serio emburujo con las “c” y “s”, las “j” y “g”, las “y” y “ll” y las haches. Según ella, era muy hábil inventando vocablos, enredaba palabras, expresiones y estrujaba la sintaxis. Ustedes saben, complicaciones de la lengua escrita –dijo Paulino que fue interrumpido por Eugenia.
–De la lengua escrita y no escrita. Complicaciones para ti y para abuelo, que en eso se parecen bastante.
–Déjame quieto, rajiera, porque por más que supliques, no te digo lo que me dijo tu tía –le ripostó Paulino.
–Síguelo, síguelo –le dijo Eugenia.
–Además, dice que el que cuenta el crimen en la novela es Mayoral, que fue del que leímos la vez pasada y que yo dije que lo recordaba. Comentó que en la novela Mayoral era un borracho desquiciado y que recuerda algo de la historia aunque ha pasado bastante tiempo desde que la leyó. El Viejo le dejó de enviar capítulos para que se los corrigiera por lo que ella creía que había desistido del proyecto y nunca más le volvió a hablar del asunto. Ella llega pasado mañana temprano y le pueden preguntar más detalles. No tengo dudas de que a ustedes les dirá más de lo que me dijo a mí, que fue muy poco.
–No nos digas eso tío. Sabes que no vamos a esperar a pasado mañana. Vamos a llamarla ahora –dijo Marcela.
–Lo sabía. Las conozco como si las hubiese parido.
Desde hacía varios años Angelina vivía en San Juan y por estar estudiando y redactando sobre una investigación importante, no viajaba a El Pepino con frecuencia. Además, desde que nació Oliva, no tenía mucho tiempo para viajar. Se limitaba a visitar a la familia por poco tiempo y solamente en fechas especiales que se reducían apagándose en el calendario familiar, más aun desde que los viejos fallecieron. Las muchachas la llamaron. Pusieron el teléfono en altavoz, costumbre familiar cuando las conversaciones no eran íntimas, y hablaron con su tía más joven.
–¡Hola tití! Estamos con nuestro joven, querido, inteligente, bello, hábil, atlético, valiente, honrado, maravilloso, amoroso, buen padre, majo, tío y mejor cardiocirujano del mundo y queremos que nos hables –dijo Eugenia con gracia.
–¡Oh!, escucha eso. Son las niñas adultas de tití. Saludos. ¿Qué desean que les diga? –preguntó Angelina.
–¡Tú sabes! ¿Vas a pedir que te roguemos? Primero nos dices cómo está Oliva y luego desembucha –le contestó Marcela con falso coraje.
–Se tardaron más de un minuto de lo que pensaba que se tardarían en llamarme, chismosas. Tengo el teléfono en la mano desde que hablé con Paulino y esperaba que me llamaran antes. Parece que su tío se tardó en llegar, o en decirles que hablamos sobre un proyecto que tienen por ahí. Si quieren, pueden saludarme primero –requirió Angelina.
–No, no queremos saludarte. Llevamos varios días con esta monserga y queremos que nos ayudes y tío, que está aquí con nosotras y te escucha, dice que eres la más que sabe de la historia –dijo Marcela.
–Primero un saludo –insistió Angelina.
–¡Ay, tití, no chaves más y empieza!… Está bien… –dijo Marcela.
Se hicieron una señal y a la misma vez la saludaron con un “¿cómo estás, tití?” con desgano intencional y volvieron a preguntarle sobre Oliva y la novela.
–¡Pues estoy muy bien! Oliva perfecta, creciendo, bailando de todo y cada día más hermosa. Gracias por preocuparse y por ser tan amorosas y efusivas con ese saludo tan genuino… –dijo Angelina con tono enfático, pero fue interrumpida por Eugenia.
–Nos alegra que estén bien, pero por lo más que quieras, tití, no nos pongas más ansiosas ni nos sermonees y despepita rápido que sabes que nos haces sufrir. Ya llevamos bastante tiempo con el asunto este y lo menos que puedes hacer es ayudarnos.
Paulino se rió y ambas le dijeron que creían que él y Angelina estaban con rodeos y teatro de intrigas para mortificarlas. Paulino entonces dijo:
–¡Acaba Angelina!, zumba que hasta yo estoy ansioso y ya las locas estas me están imputando complicidad contigo.
–Aquí voy. Lo que sé no es nada de otro mundo. El Viejo me había dicho que quería escribir esa historia que tienen por ahí porque le fascinaba el tema, lo conocía bien y tenía la obligación de escribirla. Nunca supe de qué rayos hablaba cuando se refería a la obligación de escribirla, pero saben que el Viejo era obsesivo. Siempre sospeché que la obligación no existía. ¿Paulino, verdad que era obsesivo?
–¿Que si era obsesivo? Al Viejo se le pegaba un vellón con cualquier mierda y hasta que no se rompía la cabeza no paraba. No sé cómo es posible que haya dejado en el olvido a una novela. Una vez se empeñó en hacer…
–¡Bendito tío, no añadas cuentos, que lo que queremos saber es del lío este de la novela! Deja ese otro para después. Si añades otra historia no terminamos nunca –comentó Marcela.
–Ustedes se la pierden. Después me van a tener que conquistar para que les cuente –dijo Paulino.
Angelina continuó:
–Pau, no te dije que el Viejo la dejó en el olvido. Lo que pasa es que no supe más de ella. Después de que me mudé hablaba poco con él. Ustedes saben que él no era muy amoroso con los teléfonos. Aprendió a escribir en la ordenadora y a imprimir lo que escribía: nada más. No sabía ni quería aprender a usar la Internet ni los correos electrónicos o cualquier otra cosa que no fuera darle al teclado y archivar en una carpeta.
–Al menos aprendió a escribir –comentó Paulino.
–Pero niñas, cuando decimos que aprendió a escribir, nos referimos a eso nada más, a escribir.
–¿Cómo que a escribir? –preguntó Marcela.
–A eso mismo. Como ya les dije, no aprendió a escribir un mensaje ni a redactar un correo electrónico ni nada que fuera distinto a escribir en una pantalla en blanco. Un fin de semana que fui a la casa, me juré que le iba a enseñar. Me senté a su lado y le dije que le iba a explicar un nuevo método para comunicarnos que era rápido y no costaba nada. Tomé su ordenadora portátil, le registré su nombre como dirección de correo electrónico, para que no se le olvidara, y comencé a explicarle. Por dos o tres veces intentó enviarme un mensaje sencillo a mi dirección y, como no pudo, dijo que eso era una mierda que no servía y que si algún día la perfeccionaban, volvería a intentarlo. Lo dejé quieto y no volví a molestarlo porque si insistía, menos dispuesto estaría a aprender. No dudo de que por eso dejó de enviarme sus escritos para que los corrigiera. Sabía que la forma de hacerlo ya no era a través del correo regular, que esos envíos estaban fuera de moda y que no era lo más práctico.
–No sé cómo bregábamos con él porque era bien difícil –comentó Paulino.
–¿Difícil? Difícil no, era imposible, terco. No tienen una idea. Lo que me había enviado llegaba en sobres amarillos reciclados con membrete de la oficina y el cartero, que desde que vivo aquí me conoce, al entregarme la correspondencia, me decía: “ahí tiene parte de la novela”. El Viejo se murió mirando con pena a su inseparable maquinilla negra de teclas duras y cinta de tela. Su ordenadora portátil, que como les dije era de las primeras que salieron, fue como un accidente y la usaba con desgano porque el tiempo se la había impuesto y él era de los que no se rajaban.
–Por lo menos escribía e imprimía –dijo Eugenia.
–Sí, sí, también sabía imprimir lo que escribía. Yo le corregía lo que me enviaba por correo regular. Muchas veces el mismo papel iba y venía hasta que se mareaba y ya no regresaba más. Si no aceptaba las correcciones me llamaba, porque para eso sí que me llamaba, y con mucho carácter me decía que le estaba cambiando lo que él escribía y que lo que tenía que hacer era limitarme a corregirlo y no cambiarlo: “Reescribes lo que escribo”, comentaba molesto. Refunfuñaba y añadía “No es para que lo edites, es para que le corrijas la ortografía”.
–Ahora que hablas de llamadas, ¿Recuerdas que cuando lo llamábamos, antes del saludo en broma nos decía: “Estoy pelao, no, no tengo, ahora no puedo, eso es muy difícil, no sé, está lejos, es tarde, se me acabaron y ahora no”? –dijo Paulino.
–¿Cómo olvidarlo? Pero Paulino, si esperaba una llamada relacionada con la novela, no me decía nada de eso –contestó Angelina.
–Lo que pasó fue que el Viejo comenzó con un proyecto que le quedaba grande y ya para esa época estaba demasiado mayorcito y cansado y en vez de seguir con el corte de grama, las reparaciones eléctricas y de tuberías, la construcción, la soldadura y el torneado de pilones en madera, que eso lo hacía bastante bien, se metió en aguas profundas –comentó Paulino.
–No seas así, tío. Abuelo sabía escribir –dijo Eugenia.
–Sí, sí, mociones y alegatos para los tribunales y no sé si le quedaban bien. Lo que les digo es la verdad. Una cosa es querer hacer y otra es poder hacerlo o tener la capacidad para hacerlo. Eso de que querer es poder es una expresión para motivar a los muchachitos en competencias de deporte. ¡Muchacha!, ¿tú sabes las cosas que yo quería hacer en mi vida? Como tocar un instrumento por ejemplo, y por más que quise, nunca me salió una nota.
–Ay tío, pero eso es otra cosa porque tú no tenías la pasión. Él la tenía –contestó Eugenia.
–¡Qué pasión ni qué pasión! Si la tenía se le acabó y no se dio cuenta porque al final de sus días se empeñó en seguir escribiendo. Poco antes de morir fui al despacho y noté que él y el sello notarial cada día se parecían más. El sello estaba gastado y ya no se entendía lo que imprimía y al Viejo no se le entendía lo que escribía. Su firma no tenía los agresivos picos aquellos de antes y más bien parecía la línea que hacen los signos vitales de un moribundo en un monitor cuando se escucha el bip, bip, bip, que tanto asusta –dijo Paulino.
–¡Cállate, Pau, no seas disparatero! –dijo Angelina y añadió– Hablando a lo loco, la maquinilla negra del Viejo que tanto decías que te interesaba, terminó en el zafacón porque nunca fuiste a buscarla.
–Eso no me lo habían dicho. Como decía papá, ustedes son locas botando lo que no les pertenece. Eso mismo le hacían a mamá y ya no se atrevía a traer nada a la casa de los países que visitaba –contestó Paulino en tono molesto.
–Embuste, Ana me dijo que lo de la maquinilla ya te lo había dicho –dijo Angelina.
Interrumpiéndolos, Eugenia le dijo a Angelina:
–Tití, deja esos chismoteos y continúa. Cuéntanos qué sabes.
–No sé tanto. El que corrige, si no tiene tiempo disponible, que es lo que me ha pasado a mí, y lo que corrige son partes aisladas, no siempre lee la totalidad ni sigue el hilo de lo que lee. Recuerdo que un loco y borrachón llamado Mayoral descubrió o encontró un libro, un sobre, una carpeta, un bulto o algo parecido y que por culpa del descubrimiento se convirtió en testigo de un caso famoso de asesinato y se tuvo que chupar un juicio que duró varios meses.
–¿Un loco testigo es lo mismo que un testigo loco? –preguntó Marcela riendo.
–Sí –contestó Angelina y continuó– Según el Viejo, él creía que, con excepción de los años en que Mayoral era bebé, esos días del juicio fueron los únicos en que tuvo sobriedad absoluta. Si la memoria no me falla, el loco no recordaba nada de su pasado desde un evento traumático que desconozco cuál fue y en los días del juicio por poco descubre quién era. Estuvo a punto de agarrar la cordura. Varios años después del proceso judicial, una muchacha del pueblo que estudiaba en la universidad, no recuerdo bien si era comunicaciones o algo de literatura, le pidió que le contara lo que pasó en el juicio, porque eso lo recordaba bastante bien, y él se lo contó. El Viejo incluyó unas cuantas cosas más pero eso era la novela.
–Ay tití, por Dios, no puedo creer que no sepas nada más –dijo Marcela.
–Es que eso era todo. Lo demás era relleno literario. Les recomiendo que busquen los relatos que hace Mayoral, los organicen y se olviden del resto porque eso nada más es la novela. Lo otro son historias de su época de estudiante, que aunque prejuiciadas en contra de la mujer, porque eso lo recuerdo bien, me parecieron bastante amenas. Esas historias no tenían importancia y daban la impresión de que estaban allí a la cañona, muy forzadas. Él quería contarlas y no tenía dónde hacerlo. Lo del prejuicio se lo dije, pero se imaginarán cómo reaccionó. Eso fue una guerrilla que no quiero recordar. No sé cuáles son los papeles que tienen ahí, pero no crean que es una historia larga de muchas páginas.
–Válgame, el relleno era bastante, porque aquí hay cientos de páginas –dijo Eugenia.
–Eso siempre pasa en todas las novelas, están llenas de glaseado.
–¿De gla… qué? –preguntó Marcela.
–De frosting, eso que le ponen a los bizcochos para adornarlos –aclaró Eugenia.
Angelina continuó:
–No recuerdo bien, pero… por algo de lo que leí mientras corregía uno de los escritos, me inquieté con lo que escribía. Ustedes saben que papá era bastante temerario, vengativo, y no olvidaba ninguna de las poca vergüenzas o puercás que le hacían no importándole quién fuera.
–¿Y qué era lo que le habían hecho? –preguntó Marcela a Angelina.
–No sé. Traiciones, engaños, mentiras, trampas, todas esas cosas que los listos hacen para parecer inteligentes. Recuerdo que dentro de la novela hacía comentarios fuera de contexto en contra de alguien con el evidente propósito de cobrar alguna deuda.
–Era vengativo con desesperación. Decía que no bailaba al son que le tocaran, por lo que, si le hacían alguna avería, no reaccionaba de inmediato. Era un calculador peligroso. Se controlaba en el momento y comenzaba a cavilar la forma en que se la cobraría. Siempre lo lograba pero con toda la alevosía posible. Citando una canción decía “no sé perdonar, que te perdone Dios”. Esa era su consigna para los hijos de puta que se encontraba en el camino. No importaba el tiempo que pasara, no olvidaba sus compromisos de venganzas. En ocasiones decía: “Oh vida, no me traiciones que todavía no he ajustado cuentas con fulano o mengana”. Tenía una lista de personas que había enterrado sin que se murieran y una vez le despidió el duelo a uno de ellos por escrito y lo publicó –dijo Paulino.
–No exageres, chico. Hablé de “bastante temerario”, pero tú le añades –dijo Angelina.
–¿Cómo que bastante? ¿De qué tú hablas? Muchacha, era lo más vengativo del mundo. Mamá siempre lo criticaba y le decía que tenía que aprender a perdonar, que no podía vivir con rencores. ¿Recuerdas que estando en la escuela superior llegué tarde encañao…?
–No hablemos de eso porque nos amanecemos –dijo Angelina y siguiendo con la novela añadió– Lo que relataba en la novela estaba en los expedientes del tribunal y todo era cierto.
–¿Cierto lo que dicen los expedientes del tribunal? ¡Qué cierto ni cierto! La verdad del tribunal es el embuste que declaró un testigo para coger de tonto a todo el mundo, en particular, a un juez prejuiciado que siempre dice que no tiene prejuicio. En los expedientes de los tribunales hay verdades jurídicas, nada más. Lo que esos expedientes guardan es la verdad del caso, y eso, no necesariamente es la verdadera verdad. La verdad es otra cosa, que en ocasiones, pocas, puede coincidir con lo que el juez consignó como cierto. Eso me lo enseñó el Viejo –dijo Paulino.
Marcela y Eugenia rieron y Marcela preguntó:
–¿Cómo es eso?
–En otras palabras, sobrinitas queridas, que la verdad jurídica es el embuste que el juez se cree, que como cree saberlo todo por la inteligencia superior que le da un nombramiento político, está convencido de saber la verdad aun cuando sea un embuste lo que escuchó. En ocasiones, por sus prejuicios o intereses, no quiere creer la verdad o quiere creer la falsedad –contestó Paulino.
–Entendí –dijo Marcela.
–Eso de los nombramientos, mamá lo explica muy bien –comentó Eugenia.
–El Viejo decía que los nombramientos judiciales funcionan igual que los juegos de pelota: si no sirves como bateador y eres amigo del dueño del equipo, te nombran árbitro y entonces estás por encima de los mejores jugadores porque decides todas las jugadas y crees que bateas más –dijo Paulino.
Angelina continuó:
–Eso no lo entendí bien ni recuerdo que el Viejo lo dijera, pero les sigo el cuento. El Viejo sabía todo lo que había pasado en el juicio en el que procesaban a Chaar Cacho porque, según nos contó, él era un fanático fuerte del abogado que lo defendía y no se perdió ni un solo día de juicio. Después, y con la intención de escribir algo sobre lo ocurrido, había conseguido copia del expediente judicial que, según él, le costó un paquetón de dinero en sellos. En un archivo de metal negro, guardaba todas las grabaciones, la transcripción de la estenotipia y la prueba documental del caso, entre las que se encontraban las declaraciones juradas de los testigos. Lo que hizo fue darle forma a los hechos para que lo ocurrido se pudiera leer como novela.
–¿Abuelo podía hacer eso? –preguntó Marcela.
–¿A qué te refieres? –comentó Eugenia.
–¿A convertir en novela una historia verídica? Un día le pregunté si él podía hacer eso de escribir sobre los hechos que se ventilaron en un juicio. Me contestó que sí porque eran eventos públicos y además, a él le constaban personalmente por haber escuchado todos los testimonios e inclusive tenía sus transcripciones y copia de toda la prueba documental. Por poco me da una cátedra del asunto, como si esperara la pregunta. Decía que había jurisprudencia nacional y de los gringos que establecía que el relato era público y nadie podía demandarlo por contar lo que a todo el mundo le constaba y que si lo demandaban eso era lo más que le convendría a su novela porque tendría publicidad gratis y más se propagaría la verdad y el único fundamento por el cual un juez podría decidir en su contra sería para vengarse por lo que decía de ellos en la novela –dijo Angelina.
–¿No sabes nada más? –preguntó Marcela.
–Es lo único que llega a mi memoria. Lo que hizo en la novela fue contar un caso de los que nos narraba en los viajes a Ponce, ¿recuerdas Paulino?
–Lo recuerdo. Bastante que jodía con eso. Se creía que la guagua era un púlpito dominical.
–Eran tonterías del Viejo que estaba enamorado de la historia del asesinato. Decía que era fascinante por las curiosidades, coincidencias e intrigas que tenía. Además, tenía la manía de que este pueblo es olvidadizo y que había que dejarle todo por escrito para que de vez en cuando refrescara la memoria, recordara sus historias y no incurriera en los mismos errores.
–¡Muchacha! Aquí no leemos ni los rótulos de tránsito, menos vamos a leer novelas, muchísimo menos la del Viejo.
–Así serás tú, Paulino. Aquí hay mucha gente que lee. Y no te hagas el bobito que si se trata de rajar pechos, cambiar corazones y revivir muertos, lees como loco –dijo Angelina.
–No le hagas caso, tití –comentó Eugenia.
–El Viejo deseaba dejar el relato en un libro aunque fuera una hipérbole retórica. Y me voy que tengo cosas que hacer, tengo hambre y la bebé se despertó. Las amo. Les dan besos a mis hermanas y tú Paulino, cuida a “Las Locas” y ustedes no le hagan caso ni aprendan las cosas de él. Pau, recuerda excusarme. Le dices a Ana que no pude ir hoy. Voy pasado mañana a trabajar con el remozamiento de la casa grande y de una vez las ayudo a ustedes con ese proyecto. De paso, leo lo que me falta… y hasta puede que lo corrija.
–¡Se chavó to ́ con la corrección! –dijo Paulino.
–Muá, nos veremos pasado mañana, dijeron las sobrinas y colgaron, no sin antes, con sarcasmo, Eugenia darle las gracias por el beso que no hizo extensivo a Paulino ni a ellas.
–No sé –comentó Marcela– conociéndola como la conozco, sabe más de lo que dijo, que al fin y al cabo, es muy poco. Todos la conocemos y le agrada que le rueguen. Al menos nos dejó claro lo de los escritos y ahora sabemos que lo que buscamos en esos papeles es una novela.
–Muchachas, si ella supiera algo más, se lo decía para hacerles el regalo, tenerlas en la mano y de paso salir de ustedes, que en eso de las obsesiones no se distancian del Viejo –dijo Paulino.
–Bueno, a trabajar. Esto que tengo aquí es lo que sigue después de la presentación de Mayoral rompiéndose botellas en la cabeza –dijo Eugenia.
–Y te toca leerlo –le ordenó Marcela a Paulino dándole los papeles en la mano.
VIII PRESENTACIONES
Paulino tomó los papeles y comenzó a leer con mucho dramatismo, voz engolada y burla manifiesta con ligero movimiento de cabeza y hombros:
A las ocho de la mañana de un sábado cualquiera de febrero, Mayoral llegó a la carnicería.
–¡Buenos días don Lorenzo!
Excusándose con el cliente que atendía, y moviéndose a una de las esquinas del negocio, Lorenzo le extendió la mano y le dijo:
–¡Saludos, Mayoral! Ya la nena te espera.
–Conocí a su niña ayer y hablamos un ratito. Es simpática, muy bonita y me hizo sentir bien porque me trató como usted lo hace. No sabía que tuviera a una jovencita que estudiara periodismo en la universidad.
Lorenzo sonrió y con orgullo le dijo:
–No una, sino la única. No tengo otros hijos. Sí, está en la universidad. Salió a su madre, inteligente y estudiosa –y con sonrisa añadió– y en haberte tratado como yo lo hago, que me imagino fue con el cariño y respeto de siempre, salió a los dos.
–Sí, hombre, sí. La niña llegó donde me encontraba, se presentó y, con mucha corrección, me pidió ayuda en un proyecto para la universidad. Imagínese cómo me sentí. No la conocía ni recordaba haberla visto. Sabe que nunca camino por estas zonas del pueblo y que solo lo hago cuando vengo a su negocio a hacerle mandados a doña Maíta y, con excepción de usted, no conozco a nadie por acá arriba.
–No conoces a nadie, pero saludas a todos.
–Si, don Lorenzo. Ya le había dicho que los saludos son el pago que debemos dar por la presencia de los demás.
–Eso te queda bonito Mayoral, pero hay gente que no saluda. Parece entonces que no le deben nada a nadie.
–Saludan, seguro que saludan. Si no hay un gesto físico, nos dan un saludo mental. Lo que pasa es que nos enseñaron a mercadear los saludos. El que menos saluda, en algún momento lo hará para adquirir algo, aunque sea la gracia de una sonrisa. Es como un intercambio. Depende de cuán importante reconozcamos que es la persona, sentimos que le debemos el saludo y se lo damos, se lo pagamos. ¿A usted lo saludan mucho?
–Sí, claro que sí.
–Es usted una persona afortunada. La gente siente que le debe.
–No diga eso. A usted también lo saludan.
–Es cierto, pero poco.
–No diga eso, por favor, no diga eso –y cambiando el tema– La nena me dijo que no lo entretuviera porque lo espera en la trastienda desde hace un ratito.
Para llegar allí había que pasar el mostrador y entrar por una puerta en la pared trasera del negocio que conducía a un pequeño pasillo de techo alto y poco iluminado del que pendía una bandera de Lares. A pesar de lo que se mercadeaba en el lugar, no se sentía el peculiar olor a carne. Al igual que la carnicería, el piso, paredes y techo eran de cemento pulido. Las paredes tenían afiches enmarcados de actividades políticas de los años 60 y 70 y varias serigrafías de temas patrióticos. Al final del pasillo, había una habitación con un escritorio que alguna vez tuvo barniz, y que por su antigüedad, parecía que había nacido allí. En una de las esquinas tenía bolsas de papel amarradas con un cordón. En el lado opuesto a las bolsas y dentro de un vaso de cristal verde hecho de una botella de vino, tenía lápices amarillos y varios bolígrafos. Lo demás eran documentos de asuntos de negocios y una vieja máquina mecánica verde de palanca niquelada y teclas negras brillosas que Lorenzo usaba para hacer cómputos y cuadrar las cuentas. Las dos gavetas que tenía a cada lado, al igual que la del medio, estaban cerradas. Empotrado al lado izquierdo de la pared del fondo, se asomaba un armario de metal gris con dos puertas, una de ellas semiabierta. A pesar de que la ventilación era adecuada y un enorme y frondoso árbol le daba sombra al edificio, había un abanico de techo y en los lados derecho e izquierdo, ventanas de madera que se abrían en dos hojas con bisagras grandes y una tranca de seguridad. En el medio de la pared del fondo, una puerta igual a las ventanas daba la impresión de no conducir a ninguna parte porque la pared de la otra propiedad colindante parecía tropezar con ella. Un sofá forrado en plástico color vino que aparentaba nunca haber sido usado, dos sillas también de madera, una de ellas sobre pequeñas ruedas y la otra plegadiza, completaban el mobiliario. La limpieza del lugar era evidente y se sentía un suave olor a pino. Parecía una pequeña oficina o salón de estudio en la que podían apreciarse atención y cuidados especiales, por lo que no lucía como trastienda de carnicería.
Mayoral entró con Lorenzo. Llegó con su envoltura de siempre: pantalón caqui estrujado, pero esta vez limpio. Usaba el del parche azul en la rodilla. La misma camisa a cuadros y lo demás, igual. Maya, que estaba sentada en la silla del escritorio, con alegría y amplia sonrisa se puso de pie y le extendió la mano. Con timidez y avergonzado, Mayoral se la tomó y le dio los buenos días. Luego quedó quieto, en silencio. Maya notó que sus ojos estaban rojizos y que tenía un triste semblante y miró a Lorenzo que, percatándose del cambio repentino, intervino.
–¿Estás bien, Mayoral?
–Estoy bien. Es que este lugar… –comentó y volvió a callar.
–¿Recuerdas este lugar? –preguntó Lorenzo.
Mayoral no contestó.
–Hace muchos años aquí estaba la cárcel del pueblo. En estas cuatro paredes los populares encerraron a muchos independentistas por llevar la bandera de Puerto Rico en la solapa. Y todavía la gente se pregunta por qué quedamos tan pocos –dijo Lorenzo.
–¿Es cierto, papá? Nunca me habías dicho eso.
–Eso fue para los años cincuenta y creo que después había una cooperativa o algo así.
Un poco lento, Mayoral reaccionó y con voz pausada dijo:
–Señorita, es usted madrugadora.
–Es que estoy atrasada con el proyecto del que le hablé. Por eso fue que, abusando de su gentileza, le pedí que viniera temprano. Siéntese y gracias por estar aquí, don Mayoral.
Mayoral la interrumpió.
–No me diga que tuvo dudas de que viniera. Yo no fallo a compromisos tan serios, bueno, a menos que se me vaya la cabeza… y oiga joven, ya le dije lo del “don” y creía que lo teníamos resuelto
–y dirigiéndose a Lorenzo mientras se sentaba, le dijo– Su niña me dice “don” y le dije que me tuteara porque no era necesario tanto respeto.
Mayoral se sentó en la silla plegadiza negándose a acceder a la señal de Maya para que se sentara en el sofá al que miró por varios segundos mientras ladeaba la cabeza y fruncía el entrecejo como si escuchara algo que no comprendía, mientras Lorenzo le contestó:
–Así le tiene que decir, amigo, así se lo enseñamos y esta niña está criada a mano –dijo Lorenzo.
Mayoral cambió la mirada del y dijo:
–Criada artesanalmente.
La expresión “artesanalmente” volvió a perturbar a Maya igual que el día anterior cuando le dijo que lo llamaban Porta “como hipocorístico” y accedió a contarle la historia “aunque la distancia y la nube del tiempo, minen el relato”.
–¿Puedo pedirle permiso para que me tutee y me diga Mayoral pelao? Así me siento mejor.
–No, no, Mayoral. Nosotros le enseñamos esos modales, pero ella ya es una mujer adulta. Pídeselo a ella.
Con sonrisa, y dirigiéndose a Mayoral con confianza, Maya intervino:
–Intentaré tutearte, pero si fallo, no te rías y si me dices usted, vuelvo a decirte don.
–Trato hecho –le contestó Mayoral.
Lorenzo prendió el abanico y regresó a la carnicería.
–Siéntese don Mayoral, digo, Mayoral, y comencemos. Aunque no es obligatorio y lo haré tan solo si me autorizas, ¿me permites grabar el relato? Por ser la primera vez, no tendré que sacar la pluma y tomar notas. Tan solo quiero escucharte.
–Sí –dijo Mayoral– ya antes te había dicho que me habían grabado. No hay problema. Lo puedes grabar todo. Te autorizo y sería bueno que de la grabación surgiera la autorización.
–Eso mismo nos dijo el profesor, que lo mejor era que de la grabación surgiera el consentimiento para grabar –y encendiendo la grabadora, comenzó.
–Buenos días don Mayoral, digo, Mayoral. Es que él no quiere que le digan don.
–Buenos días Maya.
–¿Me permites grabar esta entrevista, este relato?
–Puedes grabarlo todo, desde el comienzo hasta el final. Te doy mi consentimiento expreso y sé todas las consecuencias de esta autorización la que brindo estando informado de sus repercusiones. Lo hago en forma inteligente, sobrio, libre, voluntariamente y sin que medie coacción. Puedes usar lo grabado para lo que quieras porque te cedo todos los derechos que pueda tener sobre lo que diga y grabes, incluyendo mi voz.
Por un momento Maya quedó en silencio. Reaccionó exclamando:
–¡Wao! ¿Te han grabado muchas veces?
–No creas, no han sido tantas.
–Bueno, tú me dices la mejor forma de trabajar.
–Lo que sea mejor para ti. Me puedes hacer preguntas específicas o te hago un relato libre en el que cargue el cuento completo. Antes de que comiences, dime algo de tus estudios y con eso le podemos dar dirección a la entrevista.
Maya estaba sorprendida y no lograba entender lo que estaba pasando.
–Es cierto. Debí comenzar por ahí. Bueno, si empezamos por el comienzo, estudié en la escuela pública. Fui una buena estudiante y, desde pequeña, quería estudiar Derecho. Cuando llegué a la universidad, no sabía en qué disciplina hacer el bachillerato para luego entrar a la Facultad de Derecho. Me gustaba la filosofía y la literatura. También me encantaba la política. Debe ser porque nací un veintitrés de septiembre.
–¿De qué año?
–En el 70, nací en el 70. Como te decía, me gustaban varias disciplinas y estaba indecisa. El profesor de cálculo insistía en que estudiara matemáticas. No me apasionaba la materia, pero tenía habilidad para los números. Había adelantado los cursos de matemáticas en la escuela superior y, en la universidad, tomé el segundo cálculo el primer semestre del año básico y salí muy bien. Después de pensarlo bastante, decidí ingresar a la Facultad de Humanidades para estudiar filosofía y literatura, pero no me quedé en esa facultad.
–¿No estabas segura de qué querías estudiar?
–No, no era eso. No estaba insegura ni quería saltar de una facultad a otra. Lo que pasó fue que, a través de un amigo, me relacioné con la Facultad de Comunicaciones, que recién comenzaba, y al ver el currículo, me dije: “Esto tiene de todo lo que me gusta”. Estudiaría Comunicaciones porque podía tomar cursos de filosofía, literatura, política y creí que era la mejor preparación para ingresar a la Facultad de Derecho. Era algo nuevo y me enamoré de la Facultad. Por poco no me aceptan porque mi conocimiento del inglés es poco y en este país colonizado en el que no te enseñan a amar el español y lo quieren sustituir con el inglés, no saber inglés es no saber.
–¿Tus padres querían que estudiaras algo en particular?
–Mi mamá siempre quiso que estudiara Derecho.
–¿Y don Lorenzo?
–Recuerdo que papá me decía que estudiara lo que quisiera pero que fuera buena, nada más. Nunca me dijo que estudiara algo en particular.
–¿Había abogados en tu familia?
–No conozco a ninguno.
–Pero, después de que termines, ¿qué vas a ser, periodista o abogada?
–No, no. Después de que termine periodismo, entraré a la Facultad de Derecho y seré abogada que es lo que siempre he querido ser. Ya estoy en el último semestre de bachillerato y para poder graduarme, en la clase de redacción me requieren escribir sobre un personaje destacado de la comunidad en la que resido o contar alguna historia o hecho relevante que haya impactado al pueblo.
Mientras Mayoral la escuchaba, se agarró el mechón blanco del pelo y comenzó a darle vueltas. Al verlo, Maya calló y sonrió. Él preguntó:
–¿Qué?
–¿Por qué le das vuelta al pelo en esa forma?
–No sé, no sé. Si te molesta no lo hago.
–No, no me molesta, pero ¿por qué haces eso?
–Es que no lo sé, siempre lo he hecho. Creo que nací con esa manía. Sigue Maya, y disculpa, estaba embelesado.
–Como te decía, debe ser un hecho o relato de algo notable, impactante, histórico, heroico. Tú sabes… algo que sea conmovedor, que valga la pena contarlo y que se limite al pueblo, no a la región. El profesor es riguroso y exigente, no muy simpático y le gusta regañar y criticar, de esos con los que nadie quiere tomar sus cursos y, aunque sabe mucho, todo el mundo le huye. Ha publicado varios libros de cuentos y dice que todo el que estudia periodismo debe saber escribir un cuento porque los relatos cronológicos se les dejan a los historiadores. Nos pidió que los personajes o las historias no fueran repetidos. O sea, que no se haya escrito sobre ellos en otros años. Eso es muy limitante porque, aunque en el pueblo no somos muchos los estudiantes de periodismo, no son tantos los personajes y las historias como las que él quiere.
–Pero hay historias en abundancia.
–Sí, pero tienen que cumplir con los requerimientos del curso. El profesor nos pidió que la historia o el personaje que seleccionáramos tienen que ser verídicos y el trabajo hay que redactarlo en forma de cuento. El cuento que sea seleccionado como el mejor por el jurado ad hoc de Comunicaciones será publicado en la revista de la Facultad, si ellos creen que merece ser publicado. O sea, que ser seleccionado no garantiza la publicación. Me encantaría lograrlo porque sería una gran distinción y se tomaría en consideración para publicaciones futuras y para mi ingreso a la Facultad de Derecho.
–Definitivamente, el trabajo representa mucho para ti.
–Sí, la competencia es dura porque tengo compañeros que escriben muy bien y han sido premiados en varios certámenes literarios. Según el profesor, tiene que ser un relato lo más pegajoso posible, tan cautivante que quien lo comience a leer no se detenga hasta terminarlo. No puede ser un novelón. Su propósito no puede ser didáctico o de apología, de crítica o de opinión, sino más bien un pequeño relato que sea fácil de leer y que agrade, por la historia o por el personaje y por la forma de redactarlo. Los requerimientos del profe sobre el personaje o la historia no me impresionaron porque mi casa está llena de cuentos y personajes, algunos de ellos, cautivantes.
–Este pueblo tiene un paquetón de historias. En cualquier esquina escuchas leyendas, cuentos, novelones y cuanto relato existe, de desaparecidos hasta de casas embrujadas. En poco tiempo he escuchado muchos.
–Así es. Mis padres conocen anécdotas e historias que a diario aterrizan en el negocio y ni le digo de los personajes que lo visitan porque allí va todo el pueblo. Si mi padre escucha alguna historia primero, o sabe de alguien que se las trae, al llegar a casa, nos lo cuenta a mi mamá y a mí. Mi mamá tiene otras historias y buenos personajes del barrio donde creció que, por contarlas con tanta pasión, me parecían historias y personas de tierras lejanas.
–Las madres siempre les hacen cuentos a sus niños.
–Cuando yo era pequeña, para dormirme, con mucha dulzura me contaba fábulas hermosas de un príncipe encantado que, poniéndose muy seria y triste, decía que había existido de verdad y que era el príncipe de la libertad. Mamá siempre ha sido independentista. Según su cuento, un día el príncipe desapareció misteriosamente y nunca más se supo de él pero dejó un tesoro que ella tenía… y me daba un beso. Fueron muchas las veces que soñé con el príncipe.
–Eso es hermoso.
–Eran cuentos que se inventaba y que tenían alguna enseñanza y al contármelos, parecía que el relato era cierto porque se emocionaba y muchas veces terminaba llorando. Yo primero quería escribir de Oscar López Rivera, el prisionero político que es de aquí, de El Pepino, y que es un héroe no solo nacional, sino mundial. Creo que soy su más grande admiradora. Le escribía con frecuencia, y todavía le escribo, y estaba ilusionada con la historia, pero me enteré de que el año pasado un estudiante de la Facultad escribió sobre él y hasta consiguió entrevistarlo por teléfono. Aunque no fue publicado, me imagino que por la censura, mucha gente leyó su cuento. He investigado algunas de las historias que mis padres me han contado, y de otras que me han dicho mis familiares, compañeros y conocidos. Hasta ahora no he logrado obtener datos ni información suficiente para hacer el relato que el profesor quiere.
–Pero hay muchas.
–Sí, lo sé. Entre esas está el del hombre que llegó del Norte lleno de rencores y odios y mató a su esposa, a un comerciante, a un policía e hirió a varios más. Eso fue en el barrio Mirabales hace más o menos cincuenta años. Fui tras la historia a ver qué investigaba y visité el barrio. Me dijeron que el asesino estuvo encarcelado por muchos años y que, después de cumplir la pena que le impusieron, volvió a la comunidad. La gente que entrevisté me contó que regresó a vivir allí porque decían que todavía le faltaba matar a unos cuantos. Un señor, dueño de una panadería del barrio y que conoce a papá, me habló de él, pero me dijo que no me recomendaba que me le acercara porque estaba crudito, lleno de odio y coraje y podía molestarse si le preguntaba, por lo que lo descarté. La gente que entrevisté me dijeron que el hombre era un perfecto tirador. Se hacían cuentos de su puntería y decían que con una bala le daba a una moneda en el aire. La historia y el personaje, ambos, eran buenos.
–Ay, niña, eso de la moneda al aire, creo que son historias de vaqueros. He escuchado que, antes de que yo llegara al pueblo, exhibían películas de vaqueros en el Mislán y Gloria, que eran los antiguos cines. He visto algunas de esas películas en el supercine de Mano Manca.
–¿El super qué?
–Es que un pana de Stalingrado tiene una maquinita en la que algunos sábados en la noche proyecta películas viejas en el Callejón de Toño el Tuerto.
–¿Ese es el supercine?
–Así le decimos y a mí me hace recordar la Alegoría de las Cavernas, de Platón.
–Explícame eso.
–No, por favor Maya, no sé lo que digo, mejor sigue con lo que contabas.
Con gesto de incredulidad, Maya continuó:
–También mi madre me contó de un rico desquiciado que envenenó a su joven esposa y a sus tres hijos por un chisme de engaños por allá en el barrio Calabazas. De esa pocos saben algo porque los protagonistas, que vivían en San Sebastián, eran naturales de Las Marías. Como murieron todos, la historia desapareció sin dejar rastro. Una que me pareció interesante y de la que encontré bastantes datos, fue la historia de Nano Ortiz, un independentista asesinado a manos de un policía cobarde de nombre Belén. Eso fue en el sector Pueblo Nuevo. El sicario, por motivos políticos y con crueldad inimaginable, le disparó delante de sus cuatro hijos y de su mujer, mientras ella con uno de los niños en sus brazos, suplicaba que no lo matara.
–Esa historia la he escuchado en la Loma y dicen que al asesino no le pasó nada.
–Encontré muchos datos porque gente del pueblo conoce algunas cosas del caso y lo que sucedió está todo relatado en una decisión del Tribunal Supremo, pero la información es técnica, de derecho y lo que la gente conoce no es suficiente –abrió el bulto que siempre la acompañaba y sacó unos papeles– Mira, aquí tengo la copia del caso que decidió el Tribunal Supremo… Jiménez v. El Pueblo, 83 DPR 201, que más o menos dice lo que pasó, pero son cosas técnicas para abogados y, además, no tengo a nadie que conozca bien la historia aunque se la hayan contado. La viuda, que era la persona que más sabía porque fue testigo presencial de los hechos, ya falleció. Otro caso es el del alcalde estadista que mató a varios paisanos en un mitin. Fue preso por el asesinato y después la legislatura de Puerta de Tierra, con el descaro más grande del mundo, lo honró poniéndole su nombre a un tramo de una carretera del Pepino.
–Por eso dicen que el que gana la batalla escribe la historia.
–Así es. Convirtieron al asesino en héroe. También me hablaron de la casa embrujada de Tablaestilla; de Palomilla, un convicto que siempre se las arreglaba para fugarse de la cárcel; del comerciante Olivencia, que creyó que por tener dinero podía faltarle el respeto a las mujeres y lo mataron por faltarle a una mujer casada; de Agúzate, un mago del juego de billar que le mutilaron dos dedos para que no pudiera jugar; de un tal Chilín Echeandía, un bandido de la clase pudiente, matón y pendenciero; de Doris, una hermosa y noble mujer que enloqueció cuando sus dos únicos hijos fallecieron trágicamente, uno en Vietnam y otro en un accidente automovilístico; de uno que mató a una joven en la calle Ruiz Belvis y de otro loquito que mató a unas jovencita en el sector Caña Verde y muchos más.
–Creo saber quién es doña Doris porque así llaman a una señora que ocasionalmente veo en mis recorridos. De los otros no sé, aunque he escuchado algunas de esas historias.
–A doña Doris no la conozco pero es posible que la hayas visto porque mamá me dijo que camina por el pueblo como alma en pena. Mi papá, aunque no había nacido para esa época, recuerda que le contaron de la muerte de la familia Brignoni de El Pepino. La tragedia fue un Viernes Santo cuando el avión en que viajaban a Nueva York se estrelló a la vista de todos cuando apenas levantaba vuelo, hecho que enlutó a todo el país y que fue perpetuado en una triste canción que cantaba el Trío Vegabajeño y que mi papá se ponía muy triste cuando la escuchaba. De algunas de las historias que te he mencionado ya se han redactado cuentos para la clase y de las otras faltan datos serios y objetivos por lo que no he logrado obtener información suficiente. Además, no hay nadie que me hable de ellas aunque me narren lo que escucharon, mucho menos que me hablen en detalle de los personajes. Fue mi padre el que, después de repasar varias posibles historias, recordó que la muerte del agricultor y comerciante tenía un testigo vivo que era buena gente y que me podía ayudar. Ese es usted, digo, tú.
–¿No te has percatado de que todas las historias que has mencionado tienen que ver con muerte, asesinatos y desgracias? ¿Es que no existen otras? Aquí en El Pepino, y me imagino que en cualquier otro pueblo, hay gente que puede ser protagonista de lindas historias y relatos interesantes. Según he escuchado, algunos son toda una leyenda y forman parte de lo que podríamos llamar la mitología pepiniana.
“¿Mitología pepiniana?” pensó Maya y comentó:
–Sí, sí, eso es cierto, pero no son personajes o eventos que hayan producido un remezón en el pueblo.
–¿Es que la bondad, el sacrificio, la nobleza, la honestidad, el heroísmo y otras virtudes no pueden producir un relato interesante?
–No es eso Mayoral. Abundan las historias lindas e interesantes. Hay gente buena, decente, que se ha sacrificado, casi santos, diría mi madre, pero de ahí no pasan porque sus vidas no han producido una conmoción en el pueblo. Esos son los gigantes silenciosos. Me han hablado de un gran políglota, de una beata que murió en la iglesia al caerle sobre su rostro un cuadro que ella había comprado en México y donado a la parroquia y el cristal roto la degolló; de Cancel, un monaguillo que iba a ser cura, pero se convirtió en mecánico y hablaba como sacerdote andaluz; de Santos el Sordo, un gran ebanista, artista de la madera. También hay profesionales, músicos, obreros, agricultores, políticos, escritores, pintores, escultores, religiosos, maestros y un fracatán más que han sido pilares de la comunidad y se han destacado como gente buena, inteligente y habilidosa. Son personas a las que se les debe hacer una biografía, pero que, según el profesor, no inspiran un cuento como el que nos pidió y el profe, que te dije que era regañón y exigente, nos advirtió que no quería biografías de santurrones. Los estudiantes de la clase creemos que lo que el profesor quiere es algo de sensacionalismo. Eso no es buen periodismo, pero él es el que establece las normas y no hay nadie que se atreva a cuestionarlo. Ya sabes, es una clase obligatoria de departamento.
–¿Por qué no lo cuestionas tú?
–No creas, es posible que con lo que haga, lo cuestione.
Sin escuchar lo que Maya decía, y con la vista fija en el sofá color vino, Mayoral le preguntó:
–¿Cómo está la universidad?
Maya se sintió turbada. ¿Qué es eso de preguntarle cómo está la universidad como lo haría un exprofesor de la institución o alguien que se jubiló de allí? Asombrada, tan solo le contestó con un “bien”. Saliendo del pasmo que le produjo la pregunta, le pidió que le contara algo de él porque lo iba a mencionar en la introducción del relato y quería incluir, además de su nombre, algunos datos personales.
–Maya, no me menciones para nada. No hay necesidad de mencionar la fuente de información que, en este caso, puede ser mala credencial. De mí hay poco que contar y lo poco que hay que contar lo cuento poco porque lo único que sé, me lo contaron y no sé si me lo contaron bien.
–¿Eres de aquí, de El Pepino?
–Creo que sí. Me contaron que soy del barrio Calabazas, el barrio ese que dijiste donde un padre envenenó a sus tres hijos y a su esposa. Sé de la historia porque la escuché no hace mucho tiempo y me enteré de que uno de los hijos no había muerto…
Maya, que lo que le interesaba era escuchar algo de él, lo interrumpió.
–¿Dónde vivías y en qué lugar te criaste?
–Según me dicen o escuché, viví toda la vida en la casa de una tía en un barrio entre Las Marías y El Pepino, que como te dije, me contaron que era Calabazas. Otros me han dicho que por ese sector hay otros barrios y en verdad no sé. Desconozco a qué pueblo pertenecía el lugar. No sé si donde duermo en la actualidad es la casa en la que me crié. De mi pasado no recuerdo nada. Hay dos o tres cosas que conozco porque las he escuchado, en particular, algunas, pocas, de mi infancia.
–Mi padre me dijo algo de eso y si te incomoda, no continúes.
–No, no me incomoda lo que no conozco aunque sí lo que vivo. Sobre el pasado, en la cabeza tan solo tengo algunas alarmas, tintineos que me invitan a recordar pero que se quedan en eso, en la invitación . Es que si hago el esfuerzo por recordar, no logro nada y me quedo en blanco. También me contaron que mis padres, de los que tampoco sé nada, murieron no sé cómo, siendo yo un bebé. El cuento que he escuchado es que, al morir mis padres, una tía de esas buenas que había antes, me llevó con ella; que estudié y, no sé cómo ni cuándo porque no lo tengo en la cabeza, dicen que hasta fui a la universidad. Eso te lo adelanto para vanagloriarme. La verdad es que no sé si es cierto porque son muchos los cuentos que me han hecho.
Maya se echó hacia el frente para escucharlo mejor y Mayoral, percatándose del movimiento, le dijo:
–Aunque te parezca increíble, eso me han dicho, pero ahí se me aturde el recuerdo. También me dijeron que era buen estudiante y un fracatán de cosas más. Algunos me contaron que estudiaba una cosa y otros que estudiaba otra. Sé que si estudié lo hice para los años sesenta, porque, además de que me lo contaron, según los años que me parece tener, en esa época me hubiese correspondido estudiar. Esta vejez acelerada y prematura que ves en mí no queda tan lejana de los sesenta. Pero antes te dije que de eso no sé nada.
Maya, maravillada con lo que escuchaba, se sintió confundida con “los años que me parece tener”. No lo interrumpió y Mayoral continuó:
–El problema es que quienes me hablaron de mí lo hicieron cuando acababa de despertar y no podía entender nada porque tenía el seso achicharrado o estaba perdidamente borracho. Ahora que puedo recordar más porque he organizado las cenizas de mis neuronas, no encuentro a los que me dijeron las cosas para que me las repitan y así mantenerlas en la mollera. En mis pequeños momentos de lucidez, quise localizar a los que me habían contado algo e iba por ahí preguntándole a todo el que me parecía sospechoso de haberme delatado a mí mismo si era él quien me había dicho algo y entonces me tomaban por más loco de lo que estoy. Desistí. Me dijeron que la época en que estudiaba en la universidad era difícil, en particular, para los muchachos del campo que fueron a estudiar a Río Piedras. No conozco la zona ni la época, por lo que no puedo opinar, pero escuché que los jóvenes de la ruralía salían para allá a verlo y probarlo todo. Ese mundo nuevo los impactó más que a otros de otros tiempos porque era época de cambios. Me parece recordar que había una guerra. No sé si eso lo vi en una película o en televisión, o lo he escuchado y…
De repente y casi saltando de la silla, Maya se percató de la totalidad de lo que escuchaba. Estaba absorta por las locuras bien expresadas y no había prestado mucha atención a los detalles del relato.
–Espera, espera. Perdona. Es que no entendí bien y ahora me doy cuenta. ¿Tú has dicho que fuiste estudiante universitario? Es que no entendí bien y… por un momento no escuché lo que me decías. Debe ser por el ruido de la sierra de cortar carne, por los sonidos de la tienda o porque divagué por algunos minutos –dijo disculpándose.
–No te disculpes. Estoy acostumbrado a que nadie escuche lo que digo y, de ser cierto lo que digo, te resultaría imposible ver en mí la huella del paso por esos mundos ilustrados.
Avergonzada, Maya comentó:
–No, Mayoral, no es eso, es que estaba impresionada con tu expresión tan particular, la dicción, el tono de voz y la forma de decir las cosas y descuidé el contenido.
–No es nada. Tu asombro es igual al de todos a los que les he contado y lo entiendo. Es lo que dicen, que fui estudiante universitario. Esa parte no la creo cierta y todo lo que te cuento, hasta lo que te dije de Río Piedras y la época, si es que me escuchaste, me lo contaron porque lo único que en verdad puedo decir es que no recuerdo. Cada vez que pienso, que es muy seguido, tengo la impresión de que todos esos cuentos de estudios son bromas o burlas de las que recibo. Maya, yo pienso, pero el pensar no tiene que ver nada con recordar ese viejo pasado. También me dijeron, y eso lo sé bastante bien, o sea, que sé que me lo dijeron, que estuve hospitalizado no sé dónde y que me dañé el caletre con algo que tomé o por un golpe en la cabeza o algo así. Escuché que me habían dado a tomar una pastilla que me suena a LSD, que según dicen es una fuerte droga, y me fundí para siempre y si supieras, hasta he escuchado que no puedo estar vivo porque me morí hace muchos años.
–He escuchado de casos similares.
–Todo eso de la droga se enreda con la historia del golpe en la cabeza y no sé si el golpe fue de droga, de un bate u otro objeto, o tal vez de algún evento que me traumatizara. La mayoría de las cosas no las tengo en la chola. Bueno, a menos que sean asuntos ocurridos después de que llegué al pueblo, que es mi nueva fecha de nacimiento, y la que por curiosidad tampoco recuerdo, aunque de eso no me quejo porque nadie recuerda cuándo nació y yo nací el día en que llegué. El cuento que ya mismo te comienzo a contar es una de esas vivencias que recuerdo porque ocurrió después de que llegué. No es muy reciente y, aun así, todavía lo tengo fresco en la memoria. Al salir del manicomio, institución en la que supongo estaba, y ya te dije que no conozco nada de eso porque se quedó en el laberinto griego del nuevo nacimiento, había pasado no sé cuánto tiempo. Si no sé cuándo entré ni cuándo salí, ya que no puedo decir lo que pasó en el medio de esa nada absoluta, como la del poema Nada de Julia de Burgos. Mucho menos puedo calcular el tiempo que para mí no existe porque a pesar de que estoy, no sé si voy o vengo.
–Por favor sigue –le dijo Maya en tono suplicante mientras pensaba si había escuchado “laberinto griego” y el nombre de Julia de Burgos– ¿Qué recuerdas sin que te lo hayan contado?
–Bueno, la primera vez que me tropecé conmigo fue cuando me vi parado frente a una oficina que tenía una vitrina con un espejo u objeto plano que reflejaba bien. Cargaba en la cabeza un paquete grande de periódicos viejos. Me vi y me pregunté quién era aquel anciano con gafas amarillas de un solo gancho, que se me perdieron hace un tiempo, que se parecía a lo que podía ser el yo no recordado, sin dientes, delgado y con hirsuto pelo largo de mechón blanco que me miraba y copiaba mis movimientos. No reconocía el reflejo y no sé por qué pensé, porque te he dicho que puedo pensar, que lo que veía podía ser el padre al que nunca había visto. Eso es una locura, aunque de locuras estamos hechos, porque, ¿cómo recordar a una persona que nunca había visto? Curioso, ¿verdad?
–Curioso, sí.
–Presumo que me imaginé que me parezco a alguien y que ese alguien debe ser mi padre. El corazón me latía ligero y de repente me encontré como funámbulo equilibrándome en una cuerda floja sin saber cómo había llegado hasta allí. En palabras de mi amigo Vizconde, estaba en la segunda base sin haber pasado por la primera. Aquello era una pesadilla porque si no sabía quién era yo, era imposible que supiera quién era el que estaba fuera de mí. Entre el ir y venir de las neuronas que columpiaban en mi cabeza ese día en que me encontré en tonos grises, además del invento mental de mi padre, lo único que en la penumbra del recuerdo pude divisar como algo lejano fue a un niño trigueño con un balde en la cabeza, aunque no sé si ese pensamiento fue de ese día. Por años estuve sin mirar las vitrinas y mucho menos un espejo porque creía que no me encontraría, que es lo inverso a lo que antes me pasó… Por favor, Maya, vamos a lo que venimos que se nos pasa el tiempo y si se me empiezan a olvidar las cosas no sabré ni a qué he venido.
–No, no, por favor, continúa. ¿Qué pasó con el niño trigueño con el balde en la cabeza?
–¿De verdad te interesa?
Mayoral entonces, comenzó una retahíla sin sentido:
–Te advierto que son boberías. Pero si te interesa, sigo y tú me dices cuándo me detengo. Si hablo demasiados disparates de ese pasado que no existe, me haces una señal. Créeme que no me voy a molestar. Otra advertencia: todo lo que te digo puede que sea falso, no por lo mentiroso que pueda ser, sino porque así me lo contaron o, peor aún, sin intención de mentirte, tal vez lo haya inventado añadiéndole fantasías o deseos a lo que me hayan dicho, porque como te habrás dado cuenta, soy un cuento ambulante porque todo en mi vida es contado.
–¿Un cuento ambulante? –pensó Maya.
–Es posible que sea una invención. No tengo conciencia de la mentira, por ello sería mi verdad. ¿Con quién crees que se relaciona una persona que no tiene nada, que se acaba de encontrar, que no sabe quién es ni de dónde viene, dónde está ni hacia dónde va?
–No sé –contestó Maya confundida.
–Pues, con los alcohólicos y los parecidos a mí, los lumpen que tan solo se tienen a ellos mismos y que se juntan para formar una soledad más grande. Esos hermanos fueron los que me acogieron con sus tragos abiertos y poco a poco me convertí en esto que soy hoy y que no sé si es lo mismo que era antes, si algún antes tengo. Eso me arrebata porque no sé si es cierto lo que de mí sé porque no recuerdo como cierto lo que sé. Como Sócrates, también sé que no sé y estoy lleno de dudas de lo que sé porque del no saber no puedo dudar. No ha llegado a mí la razón que ilumine mi cabeza y disipe la niebla que la cubre.
Maya no salía del asombro. “¿Razón que ilumine? ¿Se refería a La Ilustración? ¿Qué clase de locura es esta?”, se preguntaba. Tenía que estar pendiente de lo que decía porque había expresiones que se le escapaban. Por fortuna, estaba grabando y luego podría volver a escucharlo.
–Como te dije, el problema se agrava porque no sé si lo que sé me lo contaron y si me lo contaron, tampoco sé si me lo contaron bien. Cuando tuve alguna conciencia de lo que me decían o de lo que escuché sin que me lo dijeran, me fui en busca de una tía y de su esposo, que ya te mencioné que me habían dicho que eran mis padres de crianza. En el torbellino de enredos mentales, me contaron que ella y su esposo se habían marchado o fallecido y no sé ni por qué comencé a buscarlos. Tal vez buscaba a dos vivos que estaban muertos o a dos muertos que estaban vivos. Eso de la muerte lo he escuchado en repetidas ocasiones en boca de quienes hablan “del loco” delante de mí y creen que los locos son sordos. Tampoco sabía dónde buscarlos porque no conocía el espacio y menos el tiempo.
–¿Los buscabas en el mismo pueblo?
–No en el área urbana, pero sí, aquí en El Pepino. Los buscaba, pero como no sabía cómo eran, los buscaba para que me encontraran. No recordaba dónde vivía. Cuando lo recordé o me lo dijeron, porque no sé si me enteré por lo que escuché, no sabía dónde era. A tientas, y con la intención de tocar el espacio con la esperanza, fui a un lugar y reconocí lo que me dijeron que era el sitio en que vivía de niño. Ya era demasiado tarde porque allí no estaban, si era que debían estar o que algún día estuvieron. Digo que lo reconocí, aunque lo que reconocí fue lo que recordé que me contaron y no lo que había visto antes. Había una finca grande, o por lo menos así parecía, porque tenía un portón grandote en la entrada anclado en gruesas columnas de tamaño desproporcionado y los portones de esos tamaños tan exagerados son para lugares inmensos. En el lado izquierdo el portón tenía y todavía tiene una A grande y en el derecho una R, iniciales de poder carcomidas por el moho.
–¿Iniciales de qué?
–¿Cómo saberlo? No, no, no sé qué significan. Te cuento lo que vi cuando llegué. Poco después de la entrada, en una pequeña loma, y como asomándose entre una arboleda tupida y desordenada, había una casona que algún día fue blanca. Estaba construida en hormigón pero en el encuentro de las paredes externas, tenía como adorno arquitectónico ladrillos contrapeados de barro rojo. Una parte era bajita y la otra tenía dos pisos, ambas techadas a dos aguas en madera con tejas planas. Aunque estaba muy deteriorada, mantenía un aire de mansión venida a menos. Algunas ventanas estaban tapiadas con paneles, pero las que estaban vivas eran en madera oscura con figuras triangulares en cristal. El balcón en la parte posterior se extendía hacia uno de los lados en la parte alta. Pude apreciar una pequeña alberca y al parecer tuvo grandes jardines porque había huellas de su existencia. En el patio posterior se veían diseños en el piso como pequeñas veredas y en el lateral derecho, una construcción circular, bastante elevada, semejaba un inmenso florero con algunos jarrones quebrados por el abandono. Por el cauce que la delimitaba de otras propiedades, en algún momento un riachuelo saltó sobre las piedras negras que quedaron como testigos del repetido canto de las aguas. Los que vivían en la casa el día en que la visité aún viven allí. No los conocía. Los saludé con la mano con timidez y la señora me contestó de la misma forma. Con la mirada y una leve sonrisa, logré que no me detuvieran y crucé el portón mientras en silencio me observaban. Sin hablarme y, en un entendido mudo, pasé como perro realengo que mueve el rabo en búsqueda de cariño. Me dejaron guarecerme en un pequeño ranchón de una sola pieza con aires de capilla, tejas ausentes y torturadas muy parecido a la casa, con frente en ladrillos y un bonito ojo de buey en la entrada en arco. Estaba cerca del cauce, bastante separado de la casona, y es una pena que esté tan desatendido, en ruinas.
Maya lo escuchaba queda, sin decir palabra, como si temiera que desapareciera el encanto del relato. Con voz casi imperceptible y triste, Mayoral continuó.
–No sé por qué nunca han intervenido conmigo ni me han reclamado nada. No sé por qué, pero tengo miedo a dirigirles la palabra y siento que a ellos le pasa lo mismo. Estoy, pero soy un vecino inexistente. Ese es el ranchón que ahora considero mi castillo porque me alberga, me abriga, me protege y me da calor. Cuando llego, siempre borracho y sin saber cómo es que llego, tengo interminables conversaciones de muchas cosas con mis padres imaginarios. Desconozco quiénes eran, pero como me lo han dicho, y la naturaleza requiere que los tengamos, sé que existieron. No me explico por qué si ellos me dejaron, si es que me dejaron, estoy tan obsesionado con ese recuerdo que no tengo. Pero tal vez me desampararon sin intención y es por eso que los busco, más en el pensamiento, que en el espacio. Además, me dan distancia hacia un pasado que no tengo. Aunque no sé cómo lo sé, sé que en mis delirios les pregunto y ellos contestan. Al otro día no sé nada de lo que les pregunté ni de lo que me contestaron y como Penélope cuando tejía el sudario, tengo que volver a empezar noche tras noche porque todo lo que inventé se me descose en la aurora. Todos los días quiero quedarme con ellos en un hermoso entendido de comprensión y amor que le de sentido al tejido de mi existencia. Son cosas que siento y no sé si las vivo porque mi estado es más de sensaciones que de memorias. Me imagino que indago y que ellos me contestan. No sé lo que les pregunto ni lo que me responden porque tampoco sé si eso pasa de verdad. Pero mientras estoy en esas tribulaciones y viajes etéreos, quiero que lo que me imagino sea mi realidad y no haya olvidos ni memorias dañadas y que lo que es falso es lo que viviré cuando el alba, con los tibios nudos de su mano de suaves rayos, toque en las rendijas de las tejas del ranchón.
Paulino se detuvo por un momento y pareció que la voz le cambiaba. No la engolaba ni movía la cabeza. Estaba serio. Eugenia y Marcela se le pegaron cada una agarrándolo por un brazo como si tuvieran frío. Entonces, sintiéndose protegidas, le dijeron que continuara con aquella jerigonza triste e ininteligible y él siguió el relato.
Aunque Mayoral repetía lo mismo muchas veces, Maya alucinaba. El hombre estaba trastornado por completo en una inexplicable locura que parecía tener algunas agujas de luz que entraban por las fisuras del relato. Él podía ser el cuento que ella buscaba y coqueteó con la idea aunque creyó que no era lo correcto ni lo justo. De regreso del relato de un sueño, Mayoral se sonrió y expresó:
–Señorita, te voy a decir algo que me tiene loco… bueno…, sí, loco, porque estoy seguro de que lo recuerdo, pero no sé cómo es posible que lo sepa si no sé nada. Debe ser lo único que recuerdo bien sin que nadie me lo haya contado y que puede ser la explicación de por qué mi cabeza es tan dura que puedo usarla para romper botellas.
Maya, presta a seguir las locuras del loco, con entusiasmo, respondió:
–Dime, dime.
–Te dije que cuando desperté en el pueblo, tenía un paquete de periódicos viejos en la cabeza y que recordé a un niño cargando un balde.
—Me lo dijiste.
—Me imagino que tu padre te ha dicho que cargo maderas en la cabeza y sabes que también la uso de yunque para romper botellas. He escuchado o recuerdo que cuando me criaba… bueno, sí, dicen, que la casa en que vivía con mi tía o con alguien que no sé quién era, no tenía agua potable y había que buscarla en un lejano pozo que quedaba en una guinda donde hasta los cabros resbalaban. Eso me confunde porque si la casa era la del portón inmenso que te conté, es cierto que en una parte de la finca hay una guinda, pero como te dije, por allí pasaba una quebrada y si pasaba una quebrada, no había que buscar agua muy lejos. Además, esa casa tenía que tener agua potable porque las casas que tienen portones grandes con iniciales, tienen servicio de agua. Pero te lo relato como creo recordarlo. Siendo bien, bien pequeño, todos los días tenía que dar varios viajes al pozo a buscar agua para la casa. Primero, para entrenamiento, tenía un baldecito y luego el recipiente aumentó aunque yo no hubiera crecido. El latón que cargaba, que era un latón de esos en que se envasaba la manteca, llegó a ser tan grande que no podía llevarlo a mi lado agarrándolo con la mano porque mi cuerpo pequeño tropezaba con él, mis manos se cortaban con el asa de alambre fino y con el vaivén el agua se perdía. ¿Recuerdas aquella canción que decía: “La múcura está en el suelo, ay mamá, no puedo con ella…”?
–No, no la recuerdo Mayoral, ni sé qué es eso de múcura.
–Olvídalo. Como no podía llevar el latón en las manos, aprendí a cargarlo en la cabeza. Algún amiguito que compartía la misma suerte me ayudaba a subirlo al cocote y, aguantándolo por los lados, subía descalzo la pared de la loma por una pequeña berma. Llegaba a la casa y derramaba el agua en un dron que estaba pintado por dentro con brea negra y regresaba por más. Fueron muchas las veces que resbalé en la empinada cuesta a poca distancia de la casa y tenía que regresar a llenar el latón y tomar otra ruta, siempre peor porque el trillo anterior resbalaba, ya que lo había mojado con el agua que se me había caído en el viaje. Al principio, aguantaba el pesado envase levantándolo con las manos para que no se me cayera. Después, con la práctica diaria, balanceaba el latón sin tocarlo y luego hasta corría con él en la cabeza. Pero lo del latón no era lo peor.
–¿Había algo peor?
–Lo horrible era otra cosa. Decían que al caer la tarde y las sombras, ayudadas por los árboles que había en el lugar, comenzaban a rociar de noche la zona del pozo, aparecía de la nada en las tinieblas de la hondonada, una señora larga y delgada. Vestía con traje negro largo, ancho, con cuello alto y mangas bombachas que, con una brillante luz que salía de la cuenca de sus ojos, alumbraba el lugar. Maya, te juro que siento que llegué a verla y que me moría de miedo. Por eso, al sentir que el sol se escapaba, me parecía que las negruras de la noche azuzaban a la señora y con terror corría despavorido con el latón en la cabeza, procurando no resbalar para que no se me cayera. Si resbalaba y el latón rodaba barranco abajo, pensaba en la señora y no sé si lo iba a buscar y lo volvía a llenar, porque esa parte la he borrado por completo o no me la contaron. El asunto de la búsqueda del agua no me la contaron porque sabría que me lo contaron, aunque sé que eso no es garantía de que lo hayan hecho. En ocasiones, pienso que escuché la historia estando borracho en la barra de Dimo y que eso le pasó a otro y no a mí. Uso la historia para decir que alguito queda en mi coco. De todos modos, algo de cierto debe haber porque lo que parecen ser anécdotas de la época, me duelen. No estoy seguro, pero recuerdo que al cargar el latón de agua, el cuello, la cabeza y los hombros me atormentaban y si pienso en eso como lo hago ahora, aún siento que me duelen. Bueno, lo cierto es que la señora de negro me duele más y repito que puede ser que recuerde los dolores de otro. Es más, puedo decirte que los pies descalzos no los sentía porque eran zapatos endurecidos en los que no había dolores. Luego dejé de sentir el dolor físico. Sé que nunca abandoné el miedo y todavía lo cargo en la cabeza, balanceándolo como latón de agua. Fíjate que no tengo recuerdos. Tengo dolores de la época aunque dicen que los dolores no se recuerdan. ¿Sabes una cosa? Como ya te dije, no sé si lo que te acabo de contar, lo cuento porque lo recuerdo o porque le robé los recuerdos a alguien adoptándolos como mi verdad porque el pasado hace falta y algo debe haber por allá lejos. Es un enredo que no pude descifrar. Tengo derecho a tener un pasado más grande que, aunque sea de penurias, es de los pocos activos que tienen los que no tienen. Podría ser cierto lo que te cuento y esos baldes de agua pueden explicar mi estatura menguada y mi dura cabeza.
–No Mayoral. Tú no tienes la cabeza dura. Por lo que escucho, lo que tienes es el espíritu endurecido por la adversidad y eso es lo que te hace cometer la temeridad de romperte botellas en la cabeza.
Mayoral rió con ternura y cambió la vista. Maya lo sacó del ensimismamiento preguntándole si se sentía bien, si quería un refresco o agua. Mayoral, fatigado, comentó:
–Tomo poca agua. Sabes lo que tomo y jamás lo haría en este lugar ni a esta hora, y menos ante ti, por lo que es mejor que continuemos.
Maya entonces, a pesar de estar convencida de que Mayoral estaba trastornado por completo, le pidió que le contara la historia del comerciante y agricultor asesinado desde el principio. Mayoral asintió y cuando fue a comenzar quedó mudo y con la mirada perdida. A los pocos segundos, y después de mirarlo con ternura, Maya lo tocó muy suave en el brazo y le dijo:
–Está bien por hoy, Mayoral. Por favor, regresa mañana.
Mayoral despertó y le dijo, “Aquí estaré, hija” y se fue esfumando por el mismo pasillo que llegó.
Las muchachas se despegaron de Paulino y se retiraron en silencio.
IX LA NOVELA
–Dame acá eso que tienes ahí –dijo Angelina a Marcela arrebatándole los papeles y dándole un beso mientras le gritaba a Eugenia que bajara del nido.
El nido, nombre con el que Marcela lo bautizó, era una tela en forma de casa de pájaro que guindaba de una de las vigas del techo del entrepiso de su cuarto y era el lugar en el que desde niña leía, al igual que lo hacía Eugenia en la nube, que así llamaban a su casi idéntico lugar.
Angelina, que hacía dos días había hablado con ellas, pasó la noche anterior y parte del camino recordando lo que el Viejo le había enviado para poder participar en el proyecto de reorganización literaria de sus sobrinas. La novela del Viejo le había picado la curiosidad y deseaba leerla cuanto antes. Presentía que los errores abundarían y que le tocaría corregirlos. Esta vez no tendría la oposición ni las peleas del Viejo.
–Tití, no sé por qué me gritas que baje del nido. El nido es de Marcela y se muere si entro ahí. ¿No crees que ya es hora de haberlo aprendido? La mía es la nube –contestó Eugenia.
Marcela le dio a Angelina los papeles que tenía en la mano mientras le decía:
–Si no es por el beso, te fastidias porque no te los daba –y tomó otros de los pocos que quedaban sin organizar.
Eugenia abrazó y besó a Angelina, y las tres comenzaron a trabajar mientras conversaban.
–Les dije que vendría para reunirnos en la casa grande según habíamos planificado y también para ayudarlas. Si llego a saber el despelote que tenían aquí, esperaba a que terminaran y no me acercaba –dijo Angelina.
–No toques estos papeles que son los que no se entienden bien y quizá los descartemos. Trabaja con los otros que hay un millón para organizar –comentó Eugenia.
–Mete mano, tití, que eres la que menos ha hecho –dijo Marcela.
–¿Quién yo? Antes de que nacieras ya yo estaba bregando con esto, como dice en la lápida de Unamuno.
–Ay, tití, no empieces con pedanterías literarias –comentó Eugenia que aún conservaba la melodiosa voz nasal de su niñez.
–Ni su madre ni Monserrate, y menos Paulino, pasaron los dolores de cabeza que yo pasé con el Viejo con el asuntito este de la novela y los demás escritos. Como estudié lo que estudié, tenía a quién consultarle, porque era a mí a quien preguntaba y me enviaba cuanto papel escribía porque como saben era orgullosito y no quería que de la oficina saliera algún documento con errores. Le prologué su primer libro y para el segundo, le tuve que decir que ya era hora de que buscara otra ayuda –dijo Angelina.
–Como son las cosas, tití. Él nunca te habló así –comentó Marcela.
–¿Habló de qué? –preguntó Angelina.
–Nada, que buscaras otra ayuda –contestó Marcela.
El comentario se perdió en la conversación porque Eugenia intervino:
–Tití, no te hagas la boba porque te gustaba que te preguntara. Me lo dijo mamá. Tú mantenías un secreto con abuelo con las cosas que le corregías y te sentías preferida, igual que mamá con el asunto de los formularios, Monserrate con las artes y Paulino con las motoras, la mecánica y la ebanistería.
–Hay algo de cierto en eso. Los viejos se las ingeniaban para que Paulino y cada una de nosotras nos sintiéramos que éramos los preferidos. A mí no me molestaba hacerle las correcciones, que eran muchísimas. El problema no era de correcciones. Se comportaba como el ser más desesperado y desconsiderado del mundo y yo tenía que hacerlas el día que él dijera y no cuando pudiera.
–Es que si te dejaba nunca ibas a poder –dijo Marcela.
–Siempre estaba muy ocupada, ustedes lo saben. Además, con frecuencia, más de lo que se pueden imaginar, discutíamos por los disparates que escribía y defendía a brazo partido. Hubo ocasiones en que tenía que sacarle en cara que la que sabía de eso era yo porque, de lo contrario, todo se quedaba igual. Primero me decía: “los escritores escriben, los correctores corrigen y los lectores leen” y luego comenzaba a pelear por mis correcciones porque decía que yo no era la que escribía. Le molestaba hasta perder la razón, que le arreglara la sintaxis alegando que eso era corregirle la inspiración. La verdad es que se me iba la mano y de vez en cuando le cambiaba una oración o un párrafo.
–¿Y no querías que se molestara? –preguntó Eugenia.
–Eso no era frecuente y casi siempre terminaba dejándolo como él lo había redactado. También, en forma innecesaria, en sus escritos se advertía un tono cursi, muy romántico y naturalista que parecía sacado de alguna novela de comienzos del diecinueve. Eso era un problema en la redacción porque esa forma de expresarse se contraponía a las voces sarcásticas y criticonas, que eran las que acostumbraba usar con el narrador, porque así era él. No sé, quizá era la manera que tenía de contarlo. Le decía que para su estilo, palabra que papá odiaba porque decía que era muy usada por los políticos narcisistas, y él creía que todos cojeaban de esa pata, era más adecuado quitarle el romanticismo y hacerlo más duro, más realista. Como él sabía lo ordinario que era, lo que pretendía con esas cursilerías ridículas era que lo vieran más amable, más dulce y sensible. Además, hacía una mezcla de estilos de diospadre. Por lo menos el Viejo tenía claro que para ser escritor no se necesita saber ortografía porque, hijas, algunos imbéciles, en particular los que siguen a la Real Academia Española, que todavía andan con esas mierdas de realizas, confunden el saber escribir palabras con ser escritor.
–Ay tití, deja eso ahora. ¿Abuelo sabía o no sabía de ortografía? –preguntó Eugenia.
Ana, que salía del baño del pasillo, comentó:
–Hijas, es que ustedes lo conocieron muy poco. Hola Angelina –la besó y continuó –Él no sabía nada en absoluto de ortografía, pero esas correcciones no las discutía ni le importaban. Nunca la aprendió bien y no le interesaba. Le pasaba lo mismo que con el inglés. No lo quería y no le interesaba y le importaba tres pitos lo que pudieran decir los que se creían inteligentes porque lo hablaban y escribían. Decía que muchos de ellos eran analfabetas en dos idiomas. Aceptaba las correcciones gramaticales y si se le hacían, se quedaba calladito. De eso no es de lo que les habla su tía. El lío verdadero era en la construcción de la oración, que muchas veces era un desastre. Angelina, ¿recuerdas que se empeñó en hacerle la guerra al adjetivo “mismo” cuando se utilizaba como pronombre?
–Seguro que lo recuerdo.
–Eso se lo copió de Fernando Lázaro Carreter, y así lo proclamaba, y le quedó bien porque los eliminó de sus escritos e hizo que mucha gente los abandonara, incluyéndonos a nosotros. Sin embargo, era todo gerundios y cada vez que Angelina le eliminaba o le corregía alguno por no cumplir con las normas de su uso, pegaba el grito en el cielo y no había dios que lo soportara. Se empeñaba en que estaban bien usados y que las reglas eran mierdas de los españoles que todavía querían seguir con su imperio a través del idioma. Decía que esa era su forma de escribir y si se la cambiaban, parecía que le alteraba su gran obra, como si se le corrigiera la sonrisa a la Mona Lisa. Entonces se formaba una pelotera en las que en más de una ocasión su tía tenía que recoger la cartera y los motetes e irse pa’l carajo.
–Eran las eternas guerras de los gerundios. Yo le decía “Zotes”, como aquel Fray Gerundio de Campazas de José Francisco de Isla, y él me tildaba de pedante. Si me iba en plena discusión, al regresar era un melao. Entonces me decía Bola, que así me llamaba desde que era pequeña, y me enseñaba lo que él había corregido, siempre dándome la razón, aunque sin reconocerlo. Como dice su madre, el problema no era de ortografía, porque eso es fácil de resolver y todos los escritores tienen correctores y hasta las ordenadoras tienen programas que lo hacen bastante bien.
–Es que eso de los gerundios no es fácil –comentó Marcela.
–Lo de los gerundios era lo de menos. El problema era saber escribir una novela y él, por más que lo intentaba, no sabía.
–No seas cruel, tití –dijo Eugenia.
–No es cuestión de crueldades, sino de realidades. En lo poco que leí de lo que me enviaba, con mucha frecuencia se apartaba del tema y empezaba a criticar, a sermonear y discursear, particularmente con los asuntos legales y políticos. Era como intentar dialogar con el lector tipo novela dieciochesca satírica.
–Yo creo que eso le pasa a todos los escritores –contestó Eugenia.
–Pero no debe pasar y a él se le iba la mano. Lo que quiero decir es que quería aprovechar la atención del lector para intentar convencerlo de las cosas que él creía y, en muchas ocasiones, lo que hacía era insultarlo.
–Eso es normal en los escritores, tití –dijo Marcela.
–Nada de normal porque esa no es la práctica ni la mejor forma de novelar. ¿Cómo vas a insultar al que te hace el favor de leer lo que escribes?
–Ay tití, no vengas con esas. ¿Quién es el que dice cómo se escribe una novela? ¿Cuál es la forma correcta de hacerlo? Lo que existen son modas o imitaciones de formas de escribir y muchos escritores que intentan hacerlo de forma distinta para ser los precursores de un nuevo estilo. Eso de “la generación de tal época”, por la falta de originalidad y la esclavitud que impone el qué dirán de los críticos, se parece más a un rebaño que a un movimiento literario –comentó Marcela.
–¿Ana, de dónde esta criatura saca eso?
–No sé, debe ser de ti.
–De mí no, porque ella es pura Monserrate. A mí esta me negó.
–Lo que pasa es que aquí hay expertos para todo, y eso sí que me lo enseñaste tú. Imagínate que hace unos días hojeaba en una librería un libro que tenía por título algo así como “Qué no hacer al escribir una novela”. Me pareció tonto y absurdo porque en la contraportada decía que el autor no era novelista. Hasta ahí llegué. ¿Cómo una persona que nunca se ha tirado al agua me puede dar clases de natación? –dijo Marcela.
–Eso es simplón y no es como tú lo dices. No hablamos de una piscina, pero déjalo ahí porque nos amanecemos. Además de todo lo que les decía del Viejo sobre la falta de profundidad, que él la encubría bastante bien con la oscuridad; del dequeísmo, obsesión loca con los “qué” y los “de que” los cuales nunca aprendió a usarlos; de los gerundios; del manejo de los tiempos, que eran un desastre, de las simplonerías y de los discursos innecesarios, había otros problemas –dijo Angelina.
–¿Más problemas? ¡Diantre, tití! Ustedes eran un paredón de fusilamiento –comentó Eugenia.
–No, Eugenia, no se trata de crueldades, como dijiste hace un momento, ni de fusilamientos. Parece que el Viejo desde ultratumba las mandó a que lo protegieran porque están a la defensiva.
–Y ustedes están a la ofensiva criticándolo todo, pero explica, ¿cuáles eran esos otros problemas que tú dices? –insistió Eugenia y Angelina continuó.
–El Viejo no se quería identificar con lo que escribía, aunque había excepciones en las que escribía en primera persona. Había algo de omnisciente en sus narraciones, pero no del todo. Él quería, a la misma vez, estar en la narración, ser parte, alejarse de ella, no identificarse y no soltar lo escrito, pretendiendo mantener al lector controlado con una especie de dominio sobre su pensamiento y fantasía. Por eso, entre otras cosas, adjetivaba y describía con muchos detalles los paisajes, escenarios, personajes y hasta opiniones y formas de ver la vida para que nadie se pudiera imaginar algo distinto a lo que él creía. Cada vez que lo leía recordaba a Barthes y pensaba que el francés se había jodido con él porque lo que el Viejo escribía no conllevaba la muerte del escritor. Él pretendía una sola interpretación, que era la de él. Tal vez era cobardía ante lo expresado, pero ese es otro cuento del que algún día hablaremos con más detalles. Además, nunca pudo lograr establecer una diferencia de expresión entre el narrador y los personajes entre sí. En las partes de la novela que leí, todo el mundo hablaba igual y mantenían una expresión lineal y cansona que le restaba a los personajes la poca identidad que tenían.
–¿Nunca se te ocurrió pensar que lo hacía intencionalmente? Si la novela hubiese sido de algún escritor famoso, seguramente todos los críticos literarios como tú se deslumbraban por el gran invento, la novedad, por la nueva forma de escribir. ¡Expresiones lineales, qué maravilla, todos hablando igual, oh, el socialismo de la palabra! –dijo Marcela burlándose del comentario de Angelina.
–No se me había ocurrido –contestó Angelina riéndose– pero su abuelo era su abuelo y nadie más, y no sé si sabía lo que era el dialogismo ni si había leído a Bajtín.
–Se te debió ocurrir porque siempre has dicho que Eugenia y yo pensamos y hablamos igual. Si con nosotras pasa en la vida real, ¿por qué no con los personajes de abuelo? –reaccionó Marcela.
–Eso es cierto Angelina, tan cierto que a ellas, aunque no te lo decían, le fastidiaba el comentario –intervino Ana.
–Pero eso lo decía por chavar a estas dos –comentó Angelina.
–Oigan, y para cambiar el tema, una vez, por molestarnos a todos, en especial a mamá, se empeñó en decir que iba a escribir una novela erótica para someterla al certamen de la Sonrisa Vertical –dijo Ana.
–¡Embuste! –exclamó Eugenia.
–¡Es cierto! Fue para la época en que se matriculó en unas clases de novela corta o algo así. Todos los sábados en la mañana viajaba a la universidad en San Juan y regresaba de noche. Si lo criticábamos y nos burlábamos porque estaba viejo para esos desarreglos de viajes y estudios en la capital, aunque lo hacíamos en broma, nos decía que estudiaba para escribir una novela erótica que tenía metida en la cabeza y que un ex político ofensor sexual convicto, uno que se robó un hospital, la prologaría –comentó Angelina.
–¡No te creo! –dijo Marcela asombrada.
–Es verdad, y aunque parezca mentira, llegó a perturbarnos porque un buen día apareció con el título de lo que iba a ser su gran obra: El pipí enardecido –dijo Ana.
–¡Embuste, embuste, mamá! –volvió a exclamar Eugenia.
–Nos poníamos histéricas y, con la ayuda de Paulino que muerto de la risa le aplaudía la gracia y lo animaba para que la escribiera, nos decía que pronto la publicaría y que en la contraportada aparecería una foto de él posando con una pierna sobre una silla con una tanga fucsia y en su brazo un tatuaje de una mujer desnuda –comentó Angelina.
–Sé que era medio locario, pero, ¿crees que abuelo hubiese sido capaz de escribir algo así? –preguntó Marcela.
–No, Marcela, no, pero nos reventaba la vida con eso, en particular a mamá. Hacía el papel lo más bien porque ella se ponía de mal humor y con cara seria, le decía que no le gustaban para nada esas bromas –contestó Angelina.
–¿Crees que no era capaz? –preguntó Ana riéndose. Eugenia, que cuando bajó traía varios papeles en la mano y mientras hablaban los examinaba, dijo:
–Miren esto. Los encontré entre los papeles que mamá me dio y que me llevé para arriba.
–¿Qué es eso? –preguntó Angelina.
–Es una pequeña biografía o algo parecido que, según surge del documento, se la pidieron a abuelo como un requisito para que dictara una clase de Derecho. Pero, todo esto que está escrito aquí es un chiste y no se atrevería a enviarlo. Además, es un original firmado por él –dijo Eugenia.
–No estés muy segura de que no lo envió. Puede que sea un original que firmó y luego hizo otro y dejó ese como copia. Déjame verlo –le requirió Ana.
Eugenia le entregó los papeles y Ana, riéndose, comenzó a hojearlos y leerlos para sí. No bien se los había entregado, se los pidió y le dijo:
–Devuélvemelos antes de que te encariñes con ellos –y se los retiró de la mano.
–Esos no te los di. No sé de dónde los sacaste. Les entregué la historia de la radio escrita por papá y los papeles de la novela aplastada, pero no sé de dónde salieron esos.
–¡Ay mamá! Estaba junto a los otros que me diste. No me digas que nunca los habías visto –dijo Eugenia.
–Por lo poco que me dejaste ver, recuerdo haberlos leído y no son una biografía, sino un curriculum vitae al estilo del Viejo y está escrito para fastidiar. Ahí se pinta como era: pedante, petulante, egocentrista, vengativo, fanfarrón, mal hablado hasta en sus escritos y bocón de primera. Creo que, si lo iban a leer, era mejor que lo hicieran después de terminar la novela –comentó Ana.
–Como ya Eugenia lo leyó, me corresponde leerlos a mí –dijo Marcela.
–No lo hagas hasta que termines con la novela porque te prejuicias –dijo Ana en broma.
Continuando con las críticas, Angelina comentó:
–Aunque eran niñas cuando murió, ustedes lo conocieron. Por lo que recuerdan y han leído de él, ¿no se han fijado que su abuelo siempre tuvo un conflicto entre lo simple y lo complicado, entre lo elevado y bajito, entre lo encopetado, rebuscado y prosaico?
–No sé a qué te refieres –dijo Ana.
–Ya lo dije antes. Me refiero a que se mostraba simplón o chabacano y de repente salía con alguna expresión de aspiración poética, o con una palabra rebuscada, de esas que les decimos “domingueras”. Fueron muchas las veces que tuve que recurrir al diccionario. Cada vez que veía algo rebuscado en sus escritos, le decía que recordara aquella frase de maese Pedro en Don Quijote “llaneza, muchacho, que toda afección es mala”. Él se envellonaba y me decía que las palabras desaparecían si no se usaban y el idioma se ponía más pequeño y nuestro cerebro también, y que citarle esa obra era una petulancia mayor que la que le criticaba a él. También decía que la crítica a las palabras no comunes o “domingueras” fue un invento de los gringos al invadir a Puerto Rico. Como pueblo imperial, querían que nuestro idioma desapareciera y mientras menos palabras usáramos y con más incorrecciones, más posibilidad de perder el español tendríamos –dijo Angelina.
–No recuerdo eso –comentó Ana.
–Pero lo decía. Por eso los gringos querían que nos burláramos de nosotros mismos si hablábamos bien. Decía que debido a eso se llegó al absurdo de que sus amigos lo criticaban por decir palabras más o menos comunes que se usaban en cualquier lugar en el que se hablara español y, por el contrario, si usabas alguna palabra o expresión en inglés todos te consideraban culto e inteligente y te hacían un homenaje. Aunque eso es verdad, el Viejo exageraba con las palabras rebuscadas –dijo Angelina.
–Ay chica, eres la menos que debes hablar de rebuscamientos –contestó Ana.
–Déjalo ahí. A mí me parecieron comemierderías y rebuscamientos en búsqueda de un balance que no era necesario, todo por sus eternas inseguridades. ¿No crees que este diálogo discursero no debe estar aquí? –comentó Angelina.
Al percibir que el intercambio podía subir de intensidad y con la intención de fracturarlo, Marcela y Eugenia regresaron a los más simples recuerdos de su abuelo dejando a un lado el mar de críticas que ya las agobiaba.
–Lo que recuerdo bien es que nos paseaba en tractor, compraba mantecados de Edy, nos hacía reloj “ding dong” cogiéndonos por las piernas y moviéndonos como péndulo, nos escondía los chocolates, nos hizo una casita en el árbol, le daba vida al muñeco Tuqui, caminaba con nosotras en el cuello dirigido por las orejas, hacía chistes del Papa… –comentó Marcela y Eugenia añadió:
–Cumplía años el 29 de febrero, cosa que yo no entendía, nos hizo un barco de cartón, dibujaba manos con plumas, hablaba malo con el Tigre, nos tomaba muchas fotos y nos enviaba cartas, nos daba vueltas en la silla voladora y en la estrella que nos fabricó, nos freía los mejores platanutres del mundo, nos levantaba para que tocáramos el techo, nos enseñaba cosas bobas insistiendo en que eran lo más importante, nos hacía cosquillas, nos contaba cuatro dedos en vez de cinco y nos decía los embustes más grandes del mundo…
–Bueno… sí. Esas eran las mejores partes de papá. Yo recuerdo con cariño que todos los domingos le llevaba el desayuno a mamá –dijo Ana.
–Recuerdo su odio a todos los deportes. Ridiculizaba a los que los practicaban y decía que eran grandes y manganzones para estar jugando con bolitas todavía y que se debían de avergonzar. Y ya que hablaron de tractores, recuerden que tenemos que ponernos de acuerdo para lo de la limpieza de la casa grande antes de que Paulino comience a joder –comentó Angelina.
–¿Por qué eres tan mal hablada? –dijo Ana.
–Lo aprendí de ti.
–¡Lezna eh!
X LA LOCURA
Ya tarde, y mientras todos dormían, Eugenia salió de la cama y subió a su nube. Con sigilo encendió la pequeña lámpara de su refugio y en silencio comenzó a leer algunos de los papeles que habían estado organizando. Al retirarse a descansar, se los había llevado porque quería adelantar el trabajo. Eran cuatro hojas que por la parte posterior tenían un formulario de derecho identificado como Expediente de dominio. Al reverso, y ocupando el mismo espacio, estaba lo que parecía ser un capítulo identificado como Locura. Durante esos días Eugenia tan solo pensaba en la novela, en la forma en que estaba escrita y en la historia que Angelina les había dicho que su abuelo relataba. Tenía mucho interés en poder leerla completa porque no compartió mucho con el abuelo y sentía que era volver a conversar con él. Se acurrucó en la nube como para emprender un gran viaje y comenzó.
Estando Salvadora y Maya sentadas a la mesa, listas para cenar, entró Lorenzo y, luego de besar a Salvadora en la frente, dirigiéndose a Maya, le preguntó:
–¿Adelantaron algo de la historia?
Maya, mirándolo y con rapidez cambiando la vista hacia Salvadora, que no se percató de que la miraba, contestó:
–Al menos nos conocimos.
Maya miraba a Lorenzo con pequeños gestos de advertencia y movimientos que él no entendió.
–Pero, ¿adelantaron algo?
–Además de tomar notas, me permitió que grabara todo el relato.
–Pero, ¿adelantaron o no adelantaron? Dime, ¿qué te pareció? Luego de mirar a su madre, que aparentaba no escuchar la conversación, le contestó:
–Sabes que llegó temprano, papá, con ropa limpia y, aunque algo perdido al principio, muy alerta después. Es un señor raro ese. Me preguntó sobre mis estudios y le conté lo que me agradaba y lo que quería estudiar. Le dije de qué era la clase y los requisitos que tenía que cumplir con el trabajo asignado. Después le pedí que me dijera algo de él y abrí una caja de Pandora. Sin ninguna reserva, con gran naturalidad y muy comedido, me contó algunas cosas de las que recuerda y de las que, según él, le han contado, pero no sabe si lo que le contaron es cierto.
–¿Cómo es eso?
–Así como lo oyes. De las primeras recuerda poco y de las segundas recuerda más. Aun recordando más de las que le contaron, no sabe si lo que le contaron lo recuerda bien o es que se lo inventó o lo vivió. Es algo curioso. Lo que más me impresionó fue la fluidez en la expresión y los recursos que utiliza para contar su historia. El relato podría ser un enredo, pero lo contó tan bien que me embelesé escuchándolo. Al hablar del pasado que no conoce, se confunde, pero si es de lo que escuchó o experimentó desde que apareció por las calles del pueblo, lo recuerda todo. Por eso es que puede hablar de lo que pasó en el juicio.
Retirando la silla opuesta a la de Salvadora y aún de pie, Lorenzo le preguntó:
–Bueno, eso de los enredos es de esperarse y debiste imaginártelo. No hablas con una persona normal. ¿Por qué te pusiste a preguntarle asuntos personales?
Maya volvió a mirarlo y de nuevo trasladó la mirada a Salvadora para darle algún mensaje, pero Lorenzo no se fijó. Como si escuchara por primera vez, Salvadora comenzó a estar atenta a lo que su esposo e hija hablaban y de reojo los miraba tratando de divisar un estribo para subir al diálogo.
Maya entonces, ya con poco disimulo y sin poder comunicarse con Lorenzo, intervino para descarrilar la conversación:
–¡Ay papá!, no me gustan esas expresiones de normal y anormal. Esos son comentarios despectivos. Te dije que aun con los enredos lo entendí todo. Y no, no le pregunté cosas personales. El profesor nos dijo que teníamos que saber algo del relator y él, con un sencillo requerimiento y muy complaciente, me contó la mitad de su vida que para él es la totalidad de lo vivido. A pesar de que aparenta tener bastante edad, por lo que contó, deduzco que no es tan viejo. El olvido arrasó con la mayor parte de su existencia.
–No son comentarios despectivos, hija. No es mi intención ridiculizarlo o mofarme.
–Sí, papá, lo sé, disculpa. Si supieras que olvidé preguntarle su nombre completo. Todavía es la hora que no sé si su verdadero nombre es Mayoral.
–¿Cuántas veces te he dicho que lo primero que tienes que saber de la persona con la que hablas es su nombre?
–Es verdad, papá. Sabía que le decían Mayoral y Portafolio y no le pregunté. Tienes razón.
Era evidente que por la falta de conocimiento que Salvadora tenía del tema y, por no habérsele brindado ninguna explicación, Maya y Lorenzo en forma inconsciente la invitaban a que entrara en la conversación. No pudo contenerse más. Entendió que ese era el vagón que la podía colocar en el tranvía de la plática y preguntó extrañada:
–¿Mayoral? ¿De quién hablan?
Maya se dijo para sí –se jodió todo. Miró a su padre y luego de pensarlo por varios segundos, asustada y muy pausada, habló:
–Es que no he tenido tiempo de decírtelo, mamá. ¿Recuerdas el trabajo que me asignaron relacionado con alguna historia impactante del pueblo o con un personaje real que llamara la atención?
–Lo recuerdo. Me preguntaste si sabía alguna y te dije que conocía varias. ¿Qué tiene que ver eso con el tal Mayoral? –preguntó Salvadora.
–Es que le dije que hablara con Mayoral –dijo Lorenzo.
–¿Con quién? Con Mayoral, sí, pero, ¿quién es Mayoral? –volvió a preguntar Salvadora.
–Es el borrachito loco que se rompe las botellas en la cabeza y que es peón del Almacén Santana. Creí que sabías quién era –contestó Lorenzo.
Maya volvió a mirarlo, esta vez, con gesto de regaño. Con repentina voz temblorosa y semblante descompuesto, Salvadora increpó a Lorenzo.
–No, no lo conozco y no me explico por qué dices que creías que lo conocía. Pero, ¿qué estás diciendo, Lorenzo? ¡No entiendo!
–Entiendes, Salvadora, sé que entiendes. No volvamos a los mismos miedos irracionales de siempre. Escuchaste bien. Le dije a Maya que hablara con Mayoral, el borrachito loco que se rompe botellas en la cabeza.
–¿Qué te pasa Lorenzo? ¿Cómo mandas a mi hija a hablar con un loco borrachito que se rompe botellas en la cabeza para que le haga una historia? ¿Estabas con ella?
–¡Salvadora, es tu hija y mi hija! La crié y la amo como la amas tú y ya es hora de que te des cuenta de que no es una niña. Es una mujer que no tiene que estar acompañada por su padre para hacer un trabajo universitario –dijo Lorenzo en voz alta.
–Disculpa Lorenzo, disculpa, es que…
Percatándose Maya de que no lo había podido evitar y que de repente el asunto subía de volumen, conducta poco habitual en su hogar, intervino.
–Mamá, es que no lo conoces. Te has prejuiciado con lo que acaba de decir papá. Él no es lo que parece, puedes escucharlo, tengo la grabación.
–A mí no me parece, le parece a ustedes, que los dos dicen que está loco, borracho y se rompe botellas en la cabeza y no quiero escuchar ninguna grabación. No sé quién es ni quiero saberlo. Y sí, Lorenzo, sé que es nuestra hija y que es mayor, pero si va a hacer un trabajo con un loco borracho que tú le recomiendas, por lo menos tienes que acompañarla. ¿Es irrazonable lo que pido?
–Mamá, él tiene sus momentos de lucidez y, si no está ebrio, sabe de lo que habla y es el único que fue testigo en todo el proceso que se siguió en contra del abogado que mató al agricultor hace varios años –dijo Maya.
Descontrolada y en una repentina retahíla sobre la locura, Salvadora, sin permitir interrupciones, con tono de voz ‘in crescendo’ y contestó:
–No lo puedo entender, no lo puedo entender ni el asunto me gusta nada, nada de nada, mucho menos si se trata de asesinatos. ¿Cómo es posible que un loco, un hombre sin juicio, estuviera en un juicio? ¿Acaso los juicios se hacen con personas sin juicio? ¿O no estaba loco en el juicio? ¿Cuándo fue eso? ¿Quién, además de ustedes, le cree o le hace caso a un loco? ¿Cuándo es que ese hombre está en estado lúcido? ¿Cuál es ese estado? ¿En qué grado de enajenación estaba? ¿Cómo lo sabes? ¿Es que acaso toca una campana para avisártelo? ¿Cómo es eso de que un loco sabe de lo que habla? ¿Afirma lo que puede ser falso en estado de lucidez o dice la verdad en estado de locura? ¿Quién te lo dice, quién puede asegurarlo? ¿Dónde está el sensor de locuras, el filtro de la verdad, el de la lucidez? ¿Cómo sabemos si está cuerdo o borracho? ¿Cuándo está cuerdo y borracho o cuándo está loco y sobrio o loco y borracho? ¿No son los borrachos igual que los locos y viceversa? Y tú, Maya, ¿qué le dirás al profesor?, ¿que usaste a un loco para que te hiciera un cuento que según lo que me dijiste, tenía que ser verídico? Vas a hacer el ridículo y no te aceptarán el trabajo. No tengo dudas. Ustedes, tú Lorenzo, te has contagiado con ese hombre –gritó Salvadora mientras gesticulaba, alzaba la voz, daba golpes en la mesa y se inquietaba en la silla.
–Cálmate, Salvadora, no te pongas así que pareces más psicóloga que contadora. ¿No ves que incomodas a Maya?
–No incomodo a Maya, tan solo le llamo la atención. Ella ha invertido mucho tiempo y esfuerzo en sus estudios y no puede ser que ahora que le falta tan poco para terminar, los arriesgue por una mala decisión. Y olvídate de los diagnósticos y de las profesiones. ¿Es que hay que ir a la universidad para saber quién está loco o borracho? Y tú Maya, ¿qué es eso de que olvidaste preguntarle su nombre? ¿Hablaron por teléfono o personalmente? ¿Lo viste? ¿Cuándo y dónde lo viste?
Maya, que se dio cuenta de que su madre no había escuchado el comienzo de la conversación o no le había prestado atención, calló y miró a su padre en búsqueda de auxilio. Sabía que él se encargaría de la situación.
–Salvadora, Maya se reunió con él en la oficina esta mañana –comentó Lorenzo en tono bajo.
No bien Lorenzo había terminado, con expresión violenta, descontrolada y semblante de incredulidad, Salvadora se levantó empujando la silla y preguntó:
–¿Que se reunieron dónde?
Con mucha calma, Lorenzo contestó:
–En la oficina, mujer, que puede ser loco y borracho, pero es serio y respetuoso.
–¿Loco y borracho, serio y respetuoso? ¡Madre mía, no le añadas más, Lorenzo! No solo hablaron, sino que hablaron en la oficina, esa que forma parte de una carnicería y que está llena de cuchillos, dagas, machetes, sierras y toda clase de acero filoso y permites en ella a un loco, borracho y que se relaciona con vidrios rotos y golpes en la cabeza. Algo anda mal y repito que no entiendo. Supongo que estarías con ella –comentó Salvadora que caminaba alrededor de la mesa y por todo el salón como en una escena de teatro.
–No, no estaba con ella. Te dije que él es inofensivo y…
¿Qué dices, Lorenzo, qué dices?
Maya, que había comenzado a sollozar, le dijo:
–Mamá, por favor, déjate de prejuicios y temores…
–¡Cállate, Maya, cállate por favor! No es cuestión de prejuicios y temores, sino de falta de juicio –y dirigiéndose a Lorenzo– Te repito, ¿cómo es posible que dejes sola a nuestra hija en una oficina con un loco ebrio? ¿Cómo, dime cómo? ¿Cuál de ustedes dos es el que no entiende?
–La que no entiendes eres tú, Salvadora. Te acabo de decir que es serio y respetuoso. Maya lo conoció ayer y hoy se reunieron. Él no es un asesino ni ha causado daño a nadie. Es amable con todos, simpático y triste, es inofensivo y por lo que he podido notar cuando viene a la carnicería y hablamos, es inteligente e ingenioso. Bebe, se emborracha, dice disparates y tan solo él se causa daño. En este país todos los días se publican noticias de asesinatos a granel y ninguna tiene que ver con locos y son muchos los asesinatos –contestó Lorenzo.
–Pero no son tantos los locos. Por favor, Lorenzo, ¿qué te pasa? Esto no es asunto de noticias ni de estadísticas de asesinatos. Es Maya, nuestra hija, que no es grande ni pequeña, ni adulta, ni universitaria, es nuestra nena, nuestra única hija. Y tú dejas a esa niña en una reunión con un loco que de ñapa es ebrio y se rompe botellas en la cabeza. ¿No lo entiendes? ¿Desde cuándo los locos no causan daño, son amables, simpáticos e inofensivos? Los locos causan daño aunque duerman. La locura daña al que está a su alrededor, haya violencia o no.
–Hoy no vino ni borracho ni loco, ¿verdad Maya? –preguntó Lorenzo.
–No estaba borracho, estaba tranquilo. Mamá, él es una persona buena y respetuosa.
–Y dale con la cantaleta del respeto. No insistan más con eso. ¿Cómo un loco que no sabe lo que es respeto porque está enajenado, perdido, puede ser respetuoso? ¿Y si llega borracho y loco? Hija, los locos no son respetuosos o irrespetuosos, buenos o malos, los locos son locos y de los locos puedes esperar cualquier locura.
–Te equivocas, mamá. Según me contó, su locura es de falta de recuerdos… –comentó Maya– y su madre la interrumpió.
–Todas las locuras tienen algo de eso. ¿Qué tiene que ver romperse una botella en la cabeza con su falta de recuerdos? ¿Es que no recuerda que la cabeza es parte de su cuerpo y que se causa daño y dolor si se explota una botella en ella, o es que la falta de recuerdos es porque se estrella botellas en la cabeza?
–No, mamá, él se rompe la botella si está borracho. Es lo que hace para conseguir un poco de dinero y pagar los tragos.
–¡Por Dios, Maya, eso es peor! ¡No le añadas! ¡No seas ignorante! ¿Qué te pasa, qué les pasa a los dos? Un borracho que se rompe una botella en la cabeza es una persona violenta y si tiene problemas con el recuerdo, quién sabe qué habrá hecho con la botella estando borracho y no recuerda por partida doble, por la borrachera y por la falta de juicio. Dime, ¿sabes cuándo es que estando en la carnicería se romperá una botella en la cabeza para pedirte dinero?
–Te repito que nunca le ha causado daño a nadie. Es él quien se causa daño y eso de romperse la botella no significa que anda por ahí con una en la mano pidiendo pesetas –dijo Lorenzo.
–¿No le ha causado daño a nadie, pero se lo causa él? ¿Acaso él no es alguien? Ahora les digo yo: da la impresión de que ustedes son psiquiatras y él es su paciente.
–Ya Salvadora, deja las profesiones quietas –dijo Lorenzo.
–Tú empezaste con eso –y dirigiéndose a Maya en forma afectuosa y suplicante, con aspecto de cansancio le dijo– No llores, hija. Te lo pido de favor, ¿es necesario volver a verlo?
–Ay mamá, entiéndeme. Quisiera complacerte, pero tengo que verlo nuevamente. Es necesario que volvamos a reunirnos. Además, le pedí que viniera mañana. Es tarde para empezar otro proyecto. Ya comenzamos a dialogar y me interesa la historia, mamá.
Salvadora, con ánimo vencido y moviendo la cabeza en gesto de negación, regresó a la mesa mientras decía:
–Deja esa historia hija, por favor, te lo ruego, yo te ayudo a investigar otra no importa lo que tengamos que trabajar, por favor… Es que tengo un mal presentimiento, es una alarma en el corazón que no puedo explicarte pero siento que me ahoga.
Maya intensificó su llanto y Lorenzo, con tono reconciliatorio y tomándole las manos a Salvadora, intervino:
–Salvadora, Salvadora, cálmate. La oficina está detrás de mí a unos pasos y sabes que siempre estoy allí. La nena está ilusionada con el proyecto, lo necesita y lo tiene que hacer porque es requisito para terminar su carrera y Mayoral es de confiar. No es un niño. Es mayor, está cansado, agotado, sin energías, está viejo y te repito, es educado y no le queda mucho tiempo.
–¿De dónde salió ese hombre, de dónde?
–No lo sé, no hace mucho tiempo que anda por ahí. En la semana viene al negocio en las mañanas a hacerle mandados a doña Maíta, la viuda de Torres, que es la que le da comida, y conversamos un ratito de todo, hasta de las noticias que carga en periódicos viejos debajo del brazo. Dice disparates en momentos de locura y no recuerda parte de su pasado, pero nunca me ha faltado el respeto, ni a mí ni a nadie. Es simpático, y créelo, ese loco, en estado de cordura, se da a querer. No es que en estado de locura la gente no lo quiera, es que dice disparates, cuenta fantasías, se imagina mundos, cree que lo persiguen, que lo quieren eliminar… no sé, es como si tuviera delirios de persecución, pero no es violento ni le falta a nadie y, aun en ese estado, da pena pero no infunde miedo.
–Sí, mamá, mientras esté ayudándome no tomará y lo creo sincero.
–¿Te lo prometió? –preguntó Lorenzo.
–Sí, papá.
Con voz baja, Salvadora comentó:
–¿Y qué querías que te dijera, hija? Por favor, te lo ruego, te lo ruego.
–Si tanto te inquieta, mamá, ve a la oficina conmigo los dos o tres días en los que me contará la historia y me acompañas…
–No hija, no. No quiero saber de locos ni de golpes en la cabeza, ni de bebidas, vicios, desaparecidos, ni de ninguna de esas cosas, dijo Salvadora. Ya sufrí bastante y estoy agotada.
Los tres callaron y permanecieron varios minutos como si estuvieran tallados en el espacio. Terminado el incidente, Lorenzo y Maya, comenzaron a comer. Salvadora, llorando, se levantó y marchó a su habitación.
–Déjala –comentó Lorenzo– ya se le pasará.
–¿Qué la hizo reaccionar así?
–No sé, tú la conoces y sabes que le tiene pánico a los locos y a ambos se nos pasó no mencionar la palabra en su presencia. Se asusta con facilidad. ¿Recuerdas? Si veía a Wilson el loco o a Rita, la que caminaba diciendo “está güeno”, corría atemorizada y tenía que ir a buscarla porque estaba tan aterrada que no podía moverse del lugar en que se encontraba. Hasta dejó de salir y era difícil lograr que dejara la casa y fuera al pueblo.
–No, no se nos pasó a ambos, se te pasó a ti, papá. A mí se me olvidó recordártelo antes de sentarnos a la mesa. Empezaste a mencionar lo de persona normal o anormal y en silencio dije “aquí se acabó la paz”. Intenté llamarte la atención con la mirada y con gestos y no lo notaste. Sabía que surgiría lo de loco y así fue. Además, se te fue la mano porque, dos veces, creo que con intención, hiciste referencia a “el borrachito loco que se rompe las botellas en la cabeza” y ahí fue que ella explotó. Esa reacción de mamá siempre me ha extrañado. ¿Nunca buscaste ayuda para ella?
–Insistes en preguntarme lo mismo porque tal vez piensas que dejé de hacer algo que debí hacer. Busqué ayuda varias veces. Me irritaban sus pesadillas con los locos y los desaparecidos. ¿Te fijaste que habló de desaparecidos?
–No, no lo escuché, papá.
–Desde que eras muy pequeña, hice todo lo que podía. No hubo resultados, por lo que desistí. Conocía a otras personas, amigos del ejército, que tenían fobias y manías y creí que eso no era nada importante. Y sí, Maya, intencionalmente usé la palabra loco. No lo debí hacer, pero es toda una vida con las mismas manías y creí que ya las había superado.
–No, papá, nunca las ha superado. Sabes la crisis que tuvo el día en que decidí irme a la universidad. No quería que me hospedara e insistía en los locos que podía encontrar por allá, que me podían desaparecer y prefería que viajara todos los días desde Río Piedras hasta aquí o que me quedara a estudiar en Aguadilla.
–Eso le pasa a todas las madres –contestó Lorenzo.
–Ya me lo has dicho, pero esa obsesión y pánico porque un loco me pueda atacar o desaparecerme o algo así, nunca lo he escuchado ni visto en nadie.
–Recuerda que para la época en que estudió dicen que había una locura generalizada.
–No papá, la locura no era de locos, sino de época distinta. Tomé un seminario sobre esos turbulentos años del sesenta y principios de los setenta. El profesor, que era uno de aquellos estudiantes, nos hizo leer cuanto artículo periodístico y de revista había y hasta llevó a clases pantalones campana y chancletas de las que se usaban en esa época. También trajo fotos, florecitas, símbolos de amor y paz, música, muchos afiches y hasta una pancarta que anunciaba un mitin en la calle Amalia Marín, que era la calle de los revolús. El ambiente universitario era de choques continuos. Había luchas, motines y protestas y los estudiantes andaban revueltos. Una estudiante fue asesinada y a otro la policía o el FBI lo esfumó o lo mató y por más que lo buscaron, jamás se supo de él. Nuevas modas, nuevos estilos. Comenzaba la liberación femenina, los barbudos, los coquipelados, los pelús, las minifaldas, los jipis, las drogas y todo aquel mundo convulso que me pareció vivirlo por lo bien que el profesor dio la clase. En la universidad, los estudiantes de bellas artes hicieron un mural dedicado al muchacho desaparecido que se convirtió en símbolo de la lucha en contra del sistema, de los abusos, de la explotación y el colonialismo. Es una pena, pero la obra tiene muchos grafitis y no se entiende bien. Se puede leer que dice “Me han robado de mi pueblo”. Aquello era una pelotera y fue en esa época en que mamá estudió. Por esos años fue que el ejército gringo, el mismo que criticaba la quema de cadáveres de judíos, quemó con napalm a las mujeres, hombres y niños vietnamitas, con la diferencia de que los quemó vivos.
–Por favor hija, no me lo recuerdes.
–Disculpa papá, lo siento. Fue la época en que los gringos utilizaron títeres militares para matar al Che y a muchos otros que se les oponían o les cuestionaban sus abusos y atropellos imperialistas. Aunque sé que mamá vivió esa época, nunca habla del tema ni menciona locos ni nada parecido. Pero era a ese ambiente revuelto a lo que se referían todos al decir que había locos. Lo que había era descontento, inconformidad, deseos de cambio. Mamá teme a los locos de verdad, a los que han perdido la razón, a los que están en el limbo, a los violentos, a los que no se pueden atender a sí mismos ni pueden atender sus cosas, a los que están en estado de inconsciencia permanente y viven en sanatorios para dementes.
–Amigos de la época y su familia me dijeron que ella no era así al ingresar a la universidad. Era una muchacha del campo, alegre, sin fobias y dicen que hasta llegó a formar parte de los grupos que protestaban. Yo no conocí ese mundo universitario y ella era de una época y de un grupo distinto al mío, por lo que no sé nada del ambiente en que vivió en Río Piedras. Además, cuando regresé de Vietnam y nos conocimos, nos prometimos mutuamente nunca preguntarnos nada del pasado. Cada uno había vivido sus batallas y ella decía, y tenía razón, que el pasado es tan íntimo como los pensamientos y los sueños y nadie debe meterse en ellos. Es por eso que lo único que sé es lo poquitísimo que me han dicho sin preguntarlo. Conoces cómo son las conversaciones de familia.
–Pero algo te tienen que haber contado. ¿Nunca preguntaste?
–No, nunca. Eso era traicionar la promesa que nos hicimos. La familia, que era muy reducida, sabía o parecía saber de nuestra promesa, porque nadie se me acercó a contarme alguna historia, algún cuento. Como ya te dije hace varios años, y te prohibí que le preguntaras, escuché que un día, de repente, llegó a la casa de sus padres faltándole aún algunos créditos para terminar su carrera. Estudiaba contabilidad y no terminó. Según lo que dicen algunos conocidos, llegó cambiada, entristecida, taciturna, con ese pánico a los locos y con una espantosa obsesión con los secuestros y desaparecidos… Bueno, lo demás tú lo has vivido. Nunca le he preguntado y ella nunca me ha comentado. Es como si esa parte de su vida se le hubiese borrado o no la hubiese vivido.
–No hables así, que parece que hablas de Mayoral.
–¿Por qué lo dices?
–Nada, es que él me ha dicho que parte de su vida se le borró…
–No, no, el caso de Mayoral es locura y el de tu madre… no sé, pero no creo que tenga que ver con eso.
–Papá, cuando yo era más joven y estaba creciendo, en algunas ocasiones la curiosidad me mataba. Como no podía evitarlo, le preguntaba alguna tontería y siempre me contestaba que no recordaba y me cambiaba la conversación. Yo no insistía, ella no abundaba y la conversación se quedaba ahí. Además, mamá ha sido la mejor madre, la mujer más buena, noble, dulce y hermosa que he conocido y con eso es más que suficiente para mí.
–Así es, hija.
–Papá, dile que no tema, que Mayoral no es malo, que me produce pena y aunque no puedo explicarlo bien, en tan poco tiempo siento que me identifico con él y le tengo cariño. Es lo más curioso papá, porque me dijo que le habían dicho que había sido estudiante en la universidad y, por la forma en que se expresa, sus vocablos, las imágenes que utiliza, las citas, los autores y personajes que menciona, tiene que ser cierto. Aun divagando puedo percibir que es culto, que ha estudiado, leído, que de algún lugar obtuvo conocimientos que no son comunes en las personas como él… tú sabes. Me contó cosas de su niñez y me pareció que quiso explicarme algo relacionado con el día en que despertó de lo que parecía una pesadilla. Creo que fue el día en que salió de un hospital de locos.
–¿Qué te dijo de él, de su niñez?
–Poco, porque no sabe mucho. Su historia me pareció triste. Parece que es huérfano y una tía y su esposo lo criaron. Me contó que en su niñez cargaba agua en baldes en la cabeza. Eso me lo dijo en detalle. Después de que me lo imaginé, me dijo que podía no ser cierto porque era probable que me estuviera contando lo que escuchó que le pasó a otro.
–Sé de los baldes en la cabeza porque yo también los tuve que cargar. Todos los que crecimos en el campo lo hicimos porque no había agua del acueducto público. Antes era distinto. Ahora ustedes abren el grifo y ahí tienen agua caliente y fría. Para mi época, teníamos que ir al río a bañarnos y al pozo a buscar el agua para consumirla y preparar los alimentos.
–Lo sé, papá. Ya me has contado y he leído de la época. Es que al escuchar la historia percibí mucho dolor y miedo y me pareció que lo maltrataban, si es que la historia era de él. Aunque creo que era suya, porque contándola viajó lejos de la oficina y quedó en estado hipnótico. Tanto, que le dije que continuaríamos mañana.
–Te sientes segura, ¿verdad?
–Sí, papá. Me identifico con él. Me da la impresión de conocerlo, es algo raro. No se quiso sentar en el sofá nuevo color… no sé si vino o escarlata. Se quedó mirándolo como si buscara algo y, al despedirse, no sé por qué me dieron muchos deseos de llorar. ¿Por qué le dijiste a mamá que te parecía que no le queda mucho tiempo?
–¡Ah, ah!, ten cuidado. Te conozco. Eres muy sensible, hija. Recuerda que tan solo te contará la historia y después seguirá su camino, lo que creo será un corto camino.
–¿Por qué dices eso, papá? Eso fue lo que le dijiste a mamá.
–A tu madre no le he dicho nada.
–Le dijiste que te parecía que no le quedaba mucho tiempo.
–No lo recuerdo, pero es cierto. ¿Es que no lo ves? Puede ser todo lo que quieras que sea, pero está viejo, loco, alcohólico, no se alimenta bien ni protege su salud, está débil y cada vez que se rompe una botella en la cabeza, como le dicen a los que fuman, martilla un clavo en la tapa de su ataúd.
–Ay papá, si pudiéramos hacer algo…
–No, no, señorita. No me vengas ahora con eso. Lo único que vas a hacer es tu trabajo. No te identifiques con él que queda muy poco de Mayoral –y para cambiar el tema, ya que notó la preocupación de Maya, comentó– Ya había escuchado que estudió en la universidad y que los muchos conocimientos lo enloquecieron.
–No papá. Nadie enloquece por tener conocimientos. Ya hemos hablado de eso y te he dicho que quien lo decía era Muñoz para que este pueblo repudiara a Don Pedro. El maldito lo repitió tanto que muchos de aquella generación le creyeron. Por lo que me ha dicho, y si es cierto que estudió, me pareció que fue en la UPR más o menos para la época en que mamá lo hizo.
–Bueno, mañana debes terminar con el relato.
–Pero… no ha comenzado aún.
–¿Cómo que no ha comenzado aún?
–Es que la mañana se fue en presentarnos, decirle algo de mí, contarle lo que estudiaba, explicarle el proyecto y me habló de lo que sabe de él.
–Que lo acelere, que no es una historia tan larga.
–Ya veremos cuán larga es, porque si la cuenta con muchos detalles, que a mí me convendría, es posible que se tarde varios días.
Ambos se levantaron de la mesa y luego de limpiar y acomodarlo todo, Lorenzo se recostó en una silla reclinable para ver las noticias en la televisión y Maya se fue a su habitación a continuar con su trabajo. Al pasar cerca del cuarto de su madre, se detuvo en la puerta entreabierta. La vio sentada frente a una pequeña mesa sobre la que había colocado sus brazos como almohada de su frente y escuchó pequeñas agujas de sollozos que zurcieron en el tapiz de su alma joven un profundo suspiro que le aceleró el paso.
Eugenia terminó. Dejó los papeles que leía en la nube, bajó a su cama y con dificultad, trató de conciliar el sueño.
XI LA BIOGRAFÍA
Tres semanas después de que Marcela sacara los papeles del zafacón, los formularios que componían el manual quedaron organizados. Había papeles sueltos que parecían no tener relación con lo que trabajaban, por lo que no los hicieron parte del mamotreto. Los conservaron junto a los que estaban estropeados y apenas se entendían. Ambas se sentaron a la mesa del comedor, los pusieron frente a ellas y los miraron como si fuera uno de sus trabajos de artesanía. Allí estaban los formularios, el mamotreto, las notas, el compendio, la colección de escritos, el legajo: allí estaba la novela. Lo originalmente incomprensible, aparentaba estar completo y ordenado. Eugenia y Marcela hablaron de la falta de correspondencia exacta entre formularios-novela. Según lo que habían leído, no había una relación perfecta entre unos y otros. Lo que al principio creyeron que sería un tándem de papeles o pareo perfecto de reversos y anversos o simbiosis papírica, no resultó así. Tenían la sensación de que el proyecto estaba inconcluso, a pesar de que creían que todas las páginas que lo componían habían sido organizadas. Era como si a la novela le faltaran algunas partes que, aunque se podían colegir de las demás, implicarían pedirle al lector un esfuerzo innecesario y arriesgado. Por sus conocimientos literarios, poco comunes en los adolescentes de su época, se dieron cuenta del desfase y lo comentaron. Imaginaron partes y finales distintos, pero a ninguna se le ocurrió sugerir cambiar ni tan siquiera el orden de los capítulos para salvar la novela en holocausto de los formularios o viceversa. Una explicación posible de lo que entendían como faltas era que algún formulario estuviera incompleto o que las páginas ininteligibles completaran lo que parecía faltar. Ana había repasado los formularios en varias ocasiones, que era lo que brindaba el orden de la novela, y entendió que no faltaba nada, aunque, si faltaban formularios, era posible que faltaran partes de la novela o viceversa. Marcela opinaba que el tema de la locura se retomó al final y estaba muy repetido y exagerado, y Eugenia comentó que ya les habían dicho que el Viejo tenía imán para los locos y era posible que estuviera obsesionado con el asunto.
El relato de Mayoral, que a ambas les pareció muy descuidado, estaba acabado. En el medio de la novela se les formó un pequeño enredo con fechas y lugares que no coincidían y hasta había personajes abandonados que quizá quedaron atrapados en los papeles que no pudieron salvar. Abundaban las notas biográficas e incidentes personales metidos en medio del relato como cuñas innecesarias. Marcela le preguntó a Eugenia si el abuelo era narcisista. Eugenia le dijo que no lo recordaba, que nunca había escuchado nada de eso y que el pobre era tan feo que no se podía dar esos lujos. Ambas rieron.
Comentaron que, a pesar de que el abuelo leía bastante, abundaban las citas de Don Quijote como si fuera el único libro que había leído. El final era abrupto y sorpresivo y dejó demasiados cabos sueltos para que el lector los completara, como si la obra estuviera inconclusa. Marcela comentó que Maya era una llorona que en ocasiones parecía una niña y en otras una vieja y que sus padres estaban muy metidos en su vida y eso no era normal ya que era una universitaria que ese año terminaba sus estudios en periodismo. Además, se quejó de que en la última parte el abuelo insinuó que Mayoral estaba moribundo y eso lo había utilizado como excusa para atropellar bruscamente la historia del asesinato y de los robos que, aunque estaban claras, daban la impresión de faltarle datos. Según ella, después de que la novela pretendía girar en torno a las apropiaciones ilegales y muerte del agricultor, se obliteró ese propósito al hacer referencia al crimen en forma ligera, al final de la historia y superficialmente, dedicándole tan solo dos o tres capítulos. Eugenia opinaba que faltaba uno o más capítulos al final y Marcela creía que el que aparecía como final, al que calificó como melodramático hasta el ridículo, era innecesario porque le había dado un giro sorpresivo a la historia y eso no era aconsejable ni de buen gusto en las novelas, observación que Eugenia relacionó con lo que antes había dicho su tía sobre cómo escribir una novela y que Marcela había cuestionado. Ambas estaban de acuerdo en que el cuento que el abuelo creó para contar la historia carecía de verosimilitud e imitaba los temas tontos y trillados de misterios, hijos sin reconocer y sorpresas innecesarias por lo que la novela era muy “novelesca”, tipo fotonovela barata que tanto Angelina criticaba. Marcela estaba convencida de que el abuelo no había hecho un bosquejo o diagrama de la novela porque repetía pasajes e incidentes.
Las otras partes que no se relacionaban con los robos y el asesinato quedaron en el lugar que les correspondía según la organización de los formularios. Si estos estaban completos, forzaban el orden de la novela que, en algunas partes, tenía notas disonantes del ritmo del todo, como contrapuntos del relato. Coincidieron en que los cabos sueltos y asuntos inconclusos insinuaban que la novela tendría una continuación en la que el abuelo podría terminar algunos relatos e incluir los escritos que Mayoral dijo que le llevaba a la oficina.
–¿Y si en la oficina se quedó otra novela o una continuación de la que organizaron? –comentó Eugenia.
–No digas eso, que a mamá se le olvidó la combinación de la cerradura del maletín de madera, que está lleno de lo que parecen ser papeles, y no ha podido abrirlo. En el despacho no queda nada. Mamá dijo que se lo habían llevado todo y entregaron la llave –dijo Marcela.
–No podemos terminar esto hasta que logremos abrir el maletín. Estoy segura de que ahí están las partes que faltan –comentó Eugenia.
–No chica no, déjate de fantasear. Ya te he dicho que para mí, el último capítulo no se debió escribir, aunque, si aparecieran otras partes, es posible que haga falta. Además, una cosa es que falten partes y otra es que tenga una continuación. ¿Cómo estás tan segura de que faltan partes? –preguntó Marcela.
–No estoy segura, pero sabes que esa ha sido nuestra duda. Si apareciera algo en el maletín o donde sea, espero que esté organizado –dijo Eugenia que, después de hacer algunas observaciones y señalamientos, preguntó:
–¿Oye, no crees que nos estamos pareciendo a mamá y a tití criticando la obra de abuelo?
–¿A qué te refieres?
–¿Es que no te fijas que le seguimos añadiendo críticas a lo que abuelo escribía y que tú has hablado hasta de la forma de escribir novelas?
–¡Coño!, es cierto, pero tú también.
Separado de la novela estaba el escrito que localizó Paulino sobre Bayano, el que era amigo del papá del Viejo. Fue en uno de los últimos capítulos que descubrieron lo que podría ser la explicación del porqué esos papeles estaban junto a la novela, pero no encontraron un lugar para acomodarlos. Quizá Bayano era uno de los personajes abandonados. Era una simpática e interesante historia, pero incluirla tan solo la vincularía a la novela por la encuadernación. Además, por no tener relación con lo demás, podría ser motivo de mayor confusión. También había varias hojas dobladas que se escondieron en uno de los grupos que no se desorganizó cuando Ana los recogió de la oficina y que no pudieron acomodarlas en ningún lugar. La única forma de hacerlo era organizar el formulario que tuviera impreso por el otro lado y esa parte no tenía nada al reverso, al igual que los papeles de Bayano. Esas hojas contenían varias notas del Viejo que, por nunca haber aprendido a escribir en cursivo, lo redactaba todo en letras mayúsculas de molde. Una de las notas tan solo decía “HIJO DE PUTA” subrayado muchas veces, como si denotara coraje, y las otras eran números que parecían ser de teléfonos y dibujos sin sentido que él hacía mientras hablaba con los “pacientes”, que era su forma de referirse a los clientes. En otra había una dirección de una página de internet: “unarueda.com” escrita sobre lo que se leía como Lic. Luis Méndez y más abajo, al final de la página, entre paréntesis: “Me la debías, abogado republicano, pendejo y mediocre. Si no es por tus jueces penepés no ganabas una…” y luego había lo que parecía ser una fórmula matemática de cómputo de velocidad. Esos papeles sin sentido no eran esclavos de los formularios y podían ser colocados en cualquier lugar porque nada los aprisionaba al mamotreto.
De las hojas sueltas sin nada al reverso, había una comunicación dirigida al Viejo que Eugenia y Marcela decidieron acomodarla después del capítulo en el que Salvadora discutió y se alteró porque Maya entrevistaba a un loco. La pusieron ahí porque era como una presentación del agricultor asesinado del que, según la novela, el próximo día iba a comenzar a hablar Mayoral. Por la forma en que estaban impresos, con letra distinta al resto de la novela, al igual que los de Bayano, aparentaban haber sido recibidos a través de una máquina de fax, ya que en la parte superior tenían un encabezado con teléfono del remitente e incluía la fecha y hora. Por satisfacer su curiosidad, Marcela y Eugenia llamaron varias veces al teléfono que aparecía en el papel, pero se escuchaba un mensaje que anunciaba que el número no estaba en servicio. Aunque incluyeron esos papeles porque se ajustaban bien a la trama, tenían dudas de que el abuelo los hubiese escrito ya que el papel y el tipo de letra no eran iguales a los demás. Sin embargo, por la forma en que estaban redactados se parecían mucho a otros escritos de él y Angelina les había dicho que estaba segura de que los había escrito como parte de la novela, aunque no pudo explicarles lo del papel y el estilo de letra.
Las muchachas llamaron a Angelina para enterarla del final del trabajo.
–Terminamos de organizar la novela y queremos que la leas y veas que quedó organizada según el orden de los formularios y de paso, para que le corrijas la ortografía. Y lo que dijo mamá de los gerundios y el dequeísmo, es cierto –dijo Eugenia.
–Ya sabía que no me libraría de esa tarea. Escanéala y envíamela por correo electrónico. Estoy en El Pepino para lo de la casa y tengo varios días disponibles. La leeré y le haré las correcciones en pantalla.
–¿Escanearla? ¿Tú crees que son dos o tres páginas? No sé el número exacto, pero si incluimos el mamotreto, o sea, los dos lados del papel, creo que son como 400 y pico de páginas –dijo Eugenia.
–Eso se hace rápido en una copiadora que escanee –contestó Angelina.
–Bueno, pero como sea, limítate a corregir los errores ortográficos, por favor –dijo Marcela.
–No me digas eso, que te pareces al Viejo. La corregiré como lo hacía cada vez que él me la enviaba, aunque después de que peleaba por lo que le había editado, siempre me daba la razón.
–Sí, tití, pero él estaba vivo. Cambiarle cosas ahora es cambiarle el testamento a un difunto. Dice mamá que el único que hace eso es el Tribunal Supremo del Escambrón. Ahora él no está y no podría pelear, aunque luego aceptara las correcciones. ¿No te parece injusto? –contestó Marcela.
–No te hagas la abogada conmigo y envíamela, envíamela, que ya verás que no la voy a modificar, tan solo la voy a corregir. Tienen que sacarle varias copias porque no está registrada y cualquiera puede plagiarla y tumbarle el trabajo al Viejo.
–Ja, eso no va a pasar porque la maniática de mi hermana ya la inscribió –le dijo Eugenia.
–Embuste.
–Es cierto tití, el derecho de autor es el TXu 1-974-317 –contestó Marcela.
–¡Dios santo! Con razón es que Paulino dice que están locas.
–Ya. También te enviaremos el escrito titulado Bayano y para que te rías, la autobiografía ocurriculum vitae o algo parecido que abuelo escribió y que mamá nos dio hace unos días –dijo Eugenia.
–¡Vale, vale! Envíenlo todo. Oigan, ¿les gustó?
–Sí, aunque tenemos algunas observaciones, bastantes, que queremos discutir contigo –contestó Eugenia.
–¿Observaciones o críticas?
–La que criticas eres tú. Besos y te amamos –dijo Marcela.
Las muchachas también llamaron a Monserrate y a Paulino para informarles. Monserrate aconsejó que se olvidaran de lo que les dijo Angelina y que no escanearan la novela ni la corrigieran porque eso era mucho trabajo y conocía bien a su hermanita. Además, si la escaneaban Angelina no la podría corregir porque no tenía el programa de computadora para hacerlo. Les dijo que iría a buscar el original para fotocopiarlo y sacaría las copias tal y como estaba y, si determinaban publicarla, entonces la corregirían.
Paulino, siempre cínico, al recibir la llamada de las muchachas les comentó que la copia de él la iba a presentar a lo que llamó el certamen del Oscar. Después de recibir el regaño de sus sobrinas por el sarcasmo y de escuchar la explicación de lo que es un certamen, una premiación y lo que eran el Oscar y el Nobel, Paulino corrigió lo dicho. Les pidió que le guardaran una copia para calzar la mesa del apartamento que hacía tiempo estaba desbalanceada y que por eso esperaba por ella con mucha ansiedad. Lo conocían y sabían que bromeaba, por lo que no le hicieron caso y le pidieron a Monserrate que también hiciera una copia para él. Al otro día, Monserrate llegó a llevarse el original para fotocopiarlo.
–Denme el mamotreto que voy a sacarle varias copias y se las traigo ya mismo –dijo Monserrate.
–Eugenia, espera por mamá que voy a acompañar a tití. Cuestiones de alta seguridad me obligan a acompañarla –dijo Marcela.
–Si no vienes a molestar o a antojarte de alguna chuchería como siempre, puedes venir –comentó en broma Monserrate.
–Tití, ya no soy una niña.
–Sí, eres una niña, una niña grande que seguirás siendo pequeña para mí.
Eugenia esperó por ellas deseosa de ver cómo quedaban las copias y comenzó a soñar con carátulas, ilustraciones, colores, letras, formatos, editoriales y distribuidores “por si algún día la novela se publica”.
En el camino, Monserrate y Marcela dialogaron sobre la odisea de lo que Marcela denominó “el mamotreto encantado” y de la posibilidad de convertirlo en un libro y publicarlo.
–Podría ser algo novel hacerlo en la forma en que está –sugirió Monserrate.
–¿Cómo es eso?
–O sea, que por un lado esté la novela y por el otro, invirtiéndola, el libro de formularios, o publicar ambas cosas separadas o una seguida de la otra.
–Tití, eso es una charrería.
–No es ninguna charrería y he visto publicaciones así. Que no te guste, es otra cosa.
Después de que Monserrate calculó la cantidad aproximada de los costos de publicación, dejaron de hablar del tema porque sería invertir mucho dinero que no tenían y luego no habría quién la comprara. Razonaron que no se adquieren libros de autores desconocidos, y mucho menos, de calidad incierta. Monserrate añadió que para publicarla, además del dinero, se necesitaban lectores que no fueran de la familia para evitar el prejuicio y que conocieran de novelas para que la leyeran e hicieran recomendaciones y correcciones y emitieran su juicio y eso también costaba. Olvidándose del asunto, acordaron sacarle copia tan solo por el lado en que estaba la novela e imprimirla por un sola cara del papel e imprimir una sola copia de los formularios de Ana. Luego de pensarlo, decidieron que no imprimirían los formularios separados y que la copia que le darían a Ana sería la única que tendría la novela por un lado y los formularios por el otro ya que, así lo había hecho el Viejo. Varias horas más tarde regresaron a la casa con una caja de cartón llena de papeles. Había nueve copias grapadas con rústica encuadernación de canutillo y delgadas tapas plásticas. Una para cada uno de los hermanos y las otras cinco para las sobrinas. Al llegar ya Ana estaba en la casa junto a Eugenia.
–Esta copia es para ti, Ana. Es la única que está impresa por los dos lados del papel. Por un lado tus formularios y por el otro la novela. Estas dos son para ustedes, jovencitas. Estas otras seis las retengo para Angelina, Paulino, Ivelisse, Oliva, Ayana y una para mí.
–Y me entregas el original –le requirió Ana– Recuerda que me pertenece. Mi padre hizo el mamotreto para mí.
–Sí, “tu padre”, que también era el nuestro, también hizo una novela para todos.
–Ay tití, no te pongas con esas, que el original es de mamá. Fue ella quien la rescató y conocía que existía y papá escribió los formularios para ella –dijo Eugenia.
Riéndose, Monserrate contestó:
–Tienes un lío del carajo: escribió los formularios para ella, pero ella los botó. No los hubiese botado si se hubiera dado cuenta de que estaban ocultos entre lo que botó, pero los botó. No los botó con ganas de botarlos, pero lo hizo. Nunca supo que había una novela agarrada a la espalda de los formularios o unos formularios que guindaban de una novela, por lo que la novela nunca existió para ella y… lo que es más importante, fueron ustedes dos quienes la salvaron, por lo que no tengo dudas de que les corresponde el original.
Marcela y Eugenia, como niñas sorprendidas, gritaron a la vez, “¡sí!” y Monserrate continuó.
–Ustedes son las hijas de Ana y él sabía que desde muy pequeñas les gustaba leer por lo que estoy segura de que la debe haber escrito más para ustedes que para ninguno otro. Esa puede ser la explicación de que incluyera algunos asuntos familiares que ustedes desconocen porque no habían nacido o eran muy pequeñas. Por eso creo que las dos la deben tener hasta que decidan quién se queda con ella o si alternarán la posesión. ¿Qué les parece?
–Perfecto –dijo Eugenia.
Muy seria y con mucho sentimiento, Ana comentó:
–No hagas que me sienta mal, que no la boté. Es genial que la tengan las nenas.
Con cariño Monserrate reaccionó diciéndole:
–No seas boba.
Marcela tomó el original ajado, maloliente, pero ordenado, y junto a Eugenia, en silencio y con algo de melancolía, subieron juntas a buscar un lugar para guardarlo. En lo que decidían el lugar, lo dejaron en el cuarto de Marcela sobre el tocador y, llevando cada una su copia, subieron a la nube del entrepiso del cuarto de Eugenia a ufanarse del trabajo hecho. El escrito, despojado de la cadena que las ataba a los formularios de Derecho, lucía distinto, como si el Derecho fuera mala compañía. Por primera vez, las muchachas sintieron que tenían una novela en sus manos. Era grande y pesaba. Tenía 385 páginas tamaño carta, que fue lo que finalmente quedó de las cientos de hojas, y lucía como novela. Se emocionaron y sintieron que había algo de ellas en el libro. Estaba ordenado, en papel limpio, y olía a libro nuevo. Marcela notó que Eugenia lloraba y con el dorso de la mano le atajó una lágrima antes de que cayera.
–No seas tonta –le dijo.
–Es que me da pena que no la haya podido ver. Si permaneció unida a los formularios, nunca la vio como libro. Me hubiese gustado leérsela en voz alta porque ya en esos últimos días él no podía hacerlo.
–Espero que algún las nenas la lean -dijo Marcela.
–La leerán y tendremos que estar cerca de ellas para explicársela –comentó Eugenia.
Entonces, las dos lloraron en silencio y cada una hojeó su copia pasando las páginas con cariño, como si fueran partes de su abuelo que resucitaba en hojas de papel.
Al bajar de la habitación, dijeron a Monserrate que no se llevara las copias de sus tíos para así obligarlos a que vinieran a buscarlas.
–¿Lloraban? –preguntó Ana.
–¿No las ves? ¿No las conoces? Comenzó Eugenia y esta manganzona la siguió –dijo Monserrate.
–Déjalas quietas –comentó Ana.
Las muchachas no hablaron nada y, sacudiendo el silencio que por un breve momento ocupó el espacio, Eugenia preguntó si podía leer en voz alta la parte de la novela que contenía los papeles doblados que habían colocado luego de la discusión de Salvadora y antes del relato del asesinato.
–Sí, por favor –le dijo con cariño Monserrate, y Eugenia comenzó la lectura.
Saludos amigo:
Los comentarios que siguen a continuación son los que te prometí en el seminario, al que jamás volveré si lo ofrece el pedante aquel que cada dos oraciones decía que postulaba en el tribunal federal como si hablara del Sanedrín o de la gran caca. Antes de entrar en materia, te recuerdo que, como ya cumplí con este envío, me adeudas la botella de ron reserva que me prometiste y para que te evites problemas, asegúrate de que sea el que me dijiste y no otro. Aclarado ese asunto, que para mí es lo más importante, te zumbo el relato que querías no sin antes expresarte que creía que, como escribías la historia, conocías todos los detalles de la vida de don Flores Rivera Mercado. Me asombré cuando me enteré de que había cosas de las que no conocías nada, en particular, de su infancia y crecimiento.
He tardado en enviarte estas notas porque sabes que esta profesión me lleva por la calle de la amargura y no tengo tiempo ni para bañarme. Disculpa la digresión, pero como ambos vivimos de lo mismo, me vas a tener que escuchar. Como sabes, ahora resulta que con las nuevas reglas procesales, quienes tienen apuro y empeño en los casos son los jueces y no las partes que litigan. La norma del Derecho rogado ha desaparecido y los que ruegan ahora son los tribunales, y los abogados y las partes, después de ser amenazados con sanciones económicas, de vez en cuando los complacen. Eso de las sanciones económicas, en este nuevo mundo de buen trato, amor y comprensión que la legislación y los tribunales dicen querer fomentar, es un contrasentido porque imponerte el pago de una cantidad de dinero es un castigo económico. Castigar en el bolsillo a un pobre abogado que se está comiendo un cable, por no cumplir una bobería de orden sobre asuntos que al juez le deben importar un pito, es más un macanazo policial que un remedio judicial. Escuché a un juez de mierda ufanarse de sus logros con amenazas de sanciones. Al fin y al cabo, se trata de pendejadas estadísticas que a ellos los hace cagarse. ¡Hay que joderse amigo!, pero esas son las nuevas que tenemos. El juez ese que está en Aguadilla y que quería ser del Supremo y que ni lo consideraron por mediocre, me acaba de imponer “quinientas maracas” por no comparecer a una trapo de vista sobre el manejo del caso, esa bobería que se copiaron del federal y que no compone nada. Estoy que echo fuego, así que no me digas que siempre me quejo y que estas diatribas no se deben incluir en relatos como el que hago a continuación.
Sigo con el cuento, pero antes, dejo consignado para la posteridad que no tengo duda de que por el puro placer de reventarme la existencia, querías que te enviara los datos por escrito negándote a que te diera la información por teléfono.
Sabes que no soy latoso y que no te tomaría mucho tiempo escucharme, pero te empeñaste en que lo escribiera. El asunto me ha parecido sospechoso por lo que te prohíbo que publiques esta información de manera idéntica a como te la envío. Le das forma y la usas a tu conveniencia, pero te repito, no se te ocurra publicar esto. Te conozco como si te hubiese parido y sé de lo que eres capaz. Disculpa por adelantado los errores ortográficos. Sabes que escribo tan pésimo como tú. Aquí va:
Según Celedonio Mercado, que era su primo y que cuando tenía oficina allá fue mi cliente por muchos años (y a quien le gané un paquetón de chavos porque era el que más contratos hacía) don Flores nació en El Pepino en 1903. Al igual que todo muchacho menesteroso de campo, tenía que doblar el lomo para ganarse el sustento y ayudar a su familia. La indigencia en la que nació y el mundo de necesidades en que vivió durante sus primeros años, resultaron ser un crisol bueno en el que se forjó un hombre de trabajo y de bien. De joven, un muchachón, decían antes, trabajaba en el barrio Pozas, que es como decir jurutungo, en una pequeña finca de un tío cuyo nombre recordaba hasta antes de empezar a escribir, pero que se me olvidó. Si lo recuerdo luego, te lo digo. El tío tenía una siembra de achiote. Como sé que te criaste en el pueblo (un día de estos te voy a contar el chisme de la que era vecina tuya y que sabes quién es) y no sabes qué es eso, te lo explico: es un huevito verde que parece un erizo que nace de un arbusto y dentro tiene abundantes semillas pequeñas que producen un tinte rojo que se usa para hacer arroz colorado y para otros fines en el hogar. A Flores le tocaba sembrar el arbusto, desyerbarlo, abonarlo con estiércol seco (mierda) de las dos vacas que tenía el tío (que estoy a punto de recordar el nombre), regarlo y luego, al germinar, recoger los huevitos erizados ya listos, que era cuando cambiaban a color marrón. Luego los ponía al sol para que se secaran, los pilaba entrándole a golpes con un palo, los cernía y por último, los metía en sacos de cincuenta libras. Después, al igual que su tío, se echaba al hombro dos sacos y caminaba por nueve horas desde el barrio Pozas de San Sebastián hasta un mercado agrícola que había en el sector Cuatro Calles de Añasco. Por si no lo sabes, y no me digas baboso, esa es la entrada a Añasco que queda cerca al puente de acero de armazón lateral que es como un arcoiris sin colores.
Oye, y ahora que lo menciono, te voy a contar una curiosidad colonial que no tiene que ver un carajo con lo que escribes, pero que estoy seguro que la desconoces. ¿Sabes cómo se llama ese puente? Aquí va el cuento: El cacique Urayoán, que no era ningún pendejo, le ordenó a sus muchachos que en el río Guaorabo, que así se llamaba el río Añasco, ahogaran a un español mataindios para probar que los invasores no eran dioses y que se morían como cualquier hijo de vecino. Al primer español que vieron pasar, que se llamaba Diego Salcedo, los indios le dijeron: “Oye españolito, ¿te cruzamos en hombros para que no se te moje tu hermoso culo de danzarín de flamenco?”. El muy imbécil creyó que aquellos indios atrasados lo estaban tratando como él servilmente trataba a su rey y les aceptó el pon. A mitad del río, los taínos lo sumergieron a ver si era verdad que el gas pelaba. Pataleó por varios minutos hasta que se quedó tranquilo. Lo sacaron todo desguabinado, tú sabes, hecho un trapo mojado, y lo velaron a ver si se movía hasta que la peste a podrido los ahuyentó. La conclusión del experimento era clara: ¡Los malditos españoles no son dioses, se mueren, se pudren y apestan a demonio! Esa historia me recuerda “El olor nauseabundo” de Zosimo. Los gringos que, para propósitos militares, fueron los que pagaron por construir el puente sobre el río Añasco, en vez de hacer de la obra un monumento a los indios valientes y heroicos, que nada más y nada menos se arriesgaron a matar a un dios para probar que no lo era, se sintieron como el español ahogado y le dedicaron el puente al invasor, o sea, al dios muerto, grabando su nombre en una tarja: Puente Diego Salcedo. ¿A que no lo sabías? Es que hay que joderse en este país, amigo. Por eso es que quedamos tan pocos y tenemos que seguir ahogando a los invasores.
Sigo el cuento. Con un café negro puya y un pedazo de pan casero tirados al estómago como único desayuno, silbando alguna melodía del campo en competencia con el melodioso trino de los ruiseñores, tío y sobrino salían de madrugada estuviera seco, lloviera, tronara o relampagueara, con frío o calor, con niebla o sin ella. Nunca pernoctaban en Añasco y, cansados, regresaban de noche o a primeras horas del próximo día. El joven Flores dio los primeros viajes descalzo, frenando por esas guindas del campo con la horqueta de los dos dedos grandes del pie. En los recorridos iniciales, tan solo se le hicieron ampollas de agua. Pero como no había hecho callos todavía, un día llegó con los pies ensangrentados, ulcerados y no pudo trabajar por buen tiempo. El tío, que vio que su negocio se perjudicaba, no tuvo más remedio que comprarle unos bodrogos. Ese era el nombre que le daban a unas botas ordinarias hechas en el mismo pueblo por un zapatero de nombre Generoso, padre de uno de nombre igual que mandó a matar a dos muchachitos, abuelo de Orlando el hijo de Misis Rodríguez, que era bien buena gente, bebía como loco y que estudió con nosotros. Se los compró más grandes que sus pies para que le sirvieran mientras crecía y así le duraran por mucho tiempo. Como le quedaban grandes y los pies le bailaban dentro y se le pelaban igual que caminando, los rellenaba con hollejos, y para ajustarlos al crecimiento de los pies, le iba quitando relleno hasta que ya estaban gastados e inservibles, momento en el que le calzaban bien porque ya había crecido y se ajustaban a su medida. Lo peor de todo es que el trabajo que realizaba lo hacía por un bocado y unos cuantos reales (estoy seguro de que no sabes a cuánto equivalía un real), que casi todos se los daba a sus padres y el resto lo guardaba en una lata de galletas, aunque no sé si para esa época había de esos envases. A pesar de ser bajito, desarrolló enormes músculos y un firme carácter de agricultor caminante.
Con el tío, trabajó en forma exclusiva hasta que con sus pocos ahorros se compró una vieja yegua que, según Celedonio, le costó dos pesos. Eso le representó una gran ventaja porque en el animal, al que solo montaba si no había carga porque el lomo era para sacarle dinero con la mercancía, llevaba hasta Cuatro Calles los productos de otros agricultores además de los productos del tío del que no acabo de recordar el nombre. Observó a los comerciantes y agricultores en el mercado y aprendió a negociar. Unos cuantos años después, ya con bastantes conocimientos mercantiles, utilizó todos sus ahorros para establecer en el barrio un pequeño colmado y en la parte posterior hizo su vivienda en un cuartucho de hojas de palma. En su negocio lo hacía todo: vendía, cobraba, compraba, regateaba, cargaba, acomodaba, estibaba, arreglaba, pagaba, barría, trapeaba (oye jíbaro, así le decían antes a lo que hoy le dicen “mapear”), abría y cerraba. El negocio permanecía abierto de cuatro y treinta de la mañana a once de la noche los siete días de todos los días del año, excepto Viernes Santo. En las horas oscuras, se alumbraba con un quinqué de kerosén y desde un pozo cercano cargaba agua para el uso diario.
A los 17 años se empató con una joven de 15. Ella comenzó a ayudarle en el colmado hasta que aprendió lo suficiente para atenderlo sola mientras él se ocupaba de otras tareas. Don Flores comenzó a arrendar terrenos yermos del barrio Pozas y los cultivaba. Al comienzo los desyerbaba y los araba a mano con azadón y pala de corte. Tiempo después compró una yunta de bueyes, nombrándolos Café y Don, a quienes quería y consideraba parte de la familia. El tío, del que no acabo de recordar el maldito nombre, le regaló un arado viejo, mohoso y roto. Flores lo conocía porque era el mismo que usó por muchos años en la época en que trabajaba con él y en sus manos fue que se le rompió un alerón con una piedra china. Del alquiler de terreno a la compra de fincas, pasó poco tiempo. En aquella época, la tierra no valía nada. Me contó Celedonio que escuchó en el barrio que al tener en las manos la escritura (antes le decían papel mojado) del primer terreno que compró, caminó hasta el medio de la finca, se acostó bocarriba, señaló al infinito y gritó: ¡Te lo dije, te lo dije que lo iba a lograr! Los vecinos creyeron que le patinaba el coco. Luego se dieron cuenta de que no estaba desajustado.
Como tenía mujer que le ayudaba en el colmado, se iba a dormir con las gallinas, forma en que en el campo se referían a acostarse temprano. A las tres de la madrugada, hora en que los gallos aclaraban la garganta para ensayar los primeros cantos de la aurora, ya estaba en pie. Para la época en que tenía poco terreno, sembraba frutos menores. Luego compró más cuerdas, que me dijeron que les decían fanegas (corrobóralo tú porque no sé si es cierto y a mí me parece que esa expresión se usaba como medida de peso), y cultivaba caña. Al igual que con el achiote, araba, abonaba, sembraba, desyerbaba, cortaba, estibaba, cargaba la carreta arrastrada por Café y Don y a toda hora velaba las siembras, porque el mejor abono para el cultivo es el ojo del dueño. Montándose encima del mazo de caña que había estibado sobre la carreta, en la compañía de una garrocha larga y un termo de café negro, llevaba el producto hasta la Central Plata en un viaje de seis horas. Además de la caña de azúcar, tenía 45 cuerdas de ñame de guinea y 20 de yautía. El ñame que se vendía a $2.50 el quintal en 1942, a los dos años (me parece que por la escases que produjo la guerra) había aumentado un montón y valía a $6.00. Flores aprovechó el incremento en el precio y, con más esfuerzo y recursos, aumentó su producción y multiplicó su ganancia. Ganó muchísimo dinero. Celedonio dijo que en eso de la siembra, los hijos ayudaban porque recuerda haberlos visto a todos trabajar en las fincas desde temprana edad. Los más pequeños jugaban entre surcos o trabajaban en tareas sencillas junto a sus hermanos. No sé cuántos eran, pero recuerdo que Celedonio comentó: “Mi primo estaba choreto de hijos”.
Ya para mediados de los años cuarenta don Flores, trabajador muy humilde, era un próspero agricultor y comerciante con recursos abundantes y mucho terreno. Para que tengas una idea, a finales de esa década tenía 1,200 cuerdas de terreno, de las que 800 estaban sembradas de caña de azúcar que producían 14,000 toneladas. Don Flores nunca fue a la escuela porque la escuela era en el pueblo y él creció en el campo, además de que no había ambiente para esos lujos sociales. Aunque no sabía leer ni escribir, firmaba su nombre con alguna dificultad porque alguien, de quien tampoco recuerdo el nombre a pesar de que me lo dijeron, le enseñó. Las operaciones matemáticas básicas las hacía de memoria. Si no las podía hacer y tenía necesidad de algún cómputo más complicado, al primer paisano de confianza que le pasaba por el lado y que él sospechara que sabía de números le decía: “Escribe ahí y dime cuánto da”.
En esa década, tiempos de la traición de Muñoz y época de guerras y de aumento de la presencia castrense de los estadounidenses en el Caribe, se había comenzado la construcción de la base Ramey en Aguadilla. A propósito, algún día debes escribir algo sobre la locura de los aguadillanos el día en que les entregaron la base con todo y casas, edificios y estructuras de todos los tamaños y estilos. Todo el mundo quiso comprar una casa vieja, descalabrada y llena de gritos, palabras, gemidos y sueños en inglés, de las que dejaron abandonadas los gringos. Los pobrecitos compradores, colonizados hasta la médula, sentían que se transformaban en sus antiguos moradores con la compra de los despojos. Después de que se mudaron, se vestían y jugaban en las canchas y la bolera como los antiguos habitantes y hasta trotaban en bermudas por los trillos urbanizados para mantenerse en forma militar. Era para morirse de la risa y Carlos Cardona y yo dábamos la vuelta para verlos y nos la pasábamos gufiándolos. De eso tenemos que hablar más en detalle ahora que sé que te ha dado con ser escritor de novelas.
No me he perdido y sigo con el relato. Para principios de la década del 50, tiempo de mucha necesidad, pobreza y militarismo por la Guerra de Corea, en la barriada Pueblo Nuevo de El Pepino, se levantaron dos prostíbulos: uno de Millán y otro de otro chulo del que Celedonio no recordaba el nombre, pero que me parece que era Clivillé o algo parecido. Esos burdeles eran lo último en la avenida de la prostitución. Eran unos “cash and carry” de indigentes mujeres de oficio horizontal. Aunque trabajaban para cualquiera que pagara, su clientela predilecta, por aquello de los billetes, eran los soldados de la base Ramey. Vestidos de caqui almidonado planchado con filos que cortaban y gorro puntiagudo de tela igual, y hablando inglés como si eso les diera inmunidad, llegaban en manadas en Jeeps verdes sin capota a imponer sus antojos sexuales mientras los lugareños los recelaban. Los fines de semana llovían las bofetadas y los tajos. Todos los jóvenes del sector se querían apuntar a un gringo que, por ser muy cobardes, corrían despavoridos calle abajo. Fueron muchas las ocasiones en que salieron “esnús” con la ropita caqui en las manos por los estrechos callejones mientras gritaban palabras en inglés y la muchachería como comparsa les tiraba chupas de china, huevos y todo lo que encontraban en el vecindario. Dicen que Millán, para excusar la cobardía de sus clientes, decía que ningún hombre en pelotas era valiente. Las huidas mermaron porque, después de muchas carreras, venían acompañados de unos gorilas de seis pies, con macana y pistola y una cinta negra en el brazo con las letras MP, que se encargaban de velar por su integridad genital, o sea, que le cuidaban los güevos. Ya verás que todo esto que te digo tiene que ver con lo que te cuento.
Al sector le decían Pueblo Nuevo porque fue el primer lugar fuera del casco del pueblo en el que mucha gente construyó pequeñas edificaciones en madera de tablaestilla (me dijeron que era madera de palmas), mezcladas con cajas de bacalao (por lo que el olor atraía a los perros realengos que no dejaban de joder por las noches alrededor de los setos de las casas) y techo de zinc. Era un pueblito nuevo dentro del pueblo grande. Don Flores, que vio una gran oportunidad para invertir en el desarrollo del sector, comenzó a comprar pequeños solares y a fabricar casitas. Llegó a tener 35 para alquilar. El negocio de alquiler floreció muy rápido y era tan lucrativo que tuvo que contratar a un administrador para que cobrara las rentas y le diera mantenimiento a las pequeñas y frágiles estructuras.
El que comenzó de peón, acumuló propiedades y riquezas y toda la comunidad lo admiraba por el gran capital que tenía porque amigo, recuerda que con estos valores torcidos que tenemos, la admiración por el trabajo está supeditada a los billetes que produzca. ¡Tantos que conocimos que trabajaron mucho más y nunca fueron admirados! Eso es otro cantar para interpretarlo tomándonos unas frías allá en El Pepino. Lo cierto es que ya se hablaba de don Flores en toda la región y se llegó a comentar que le compraría la Central Plata a los Abarca. Eso era una exageración, pero se comentaba porque yo lo recuerdo, no porque me lo contaron. Algunos de los 88 arrimados (me supongo que sabes lo que es eso) que tenía en sus fincas, que desconocían que no se aprende para tener sino para vivir y saber, decían que no había que estudiar para tener éxito porque don Flores lo había logrado sin haber ido a la escuela. En sus fincas había levantado varias edificaciones que alquilaba al Departamento de Educación (¿recuerdas que antes se llamaba “Departamento de Instrucción Pública”?) y la gente decía que a pesar de no saber leer ni escribir, era el hombre que más escuela tenía (lo entendiste, ¿verdad?). En las barras, los colmados y en cuanta esquina había se discutía sobre el conocimiento versus la listería y todos se apuntaban a la esperanza de ser un don Flores Rivera Mercado, lo mismo que pasa ahora con los peloteros, canasteros, boxeadores, futbolistas y jugadores de todo tipo. Insisto en que ese tema debemos dialogarlo con cervezas en la tranquilidad pueblerina. Desde ahora recomiendo que nos reunamos en el colmado de Guingue porque de una vez te puedo dar una pela en el billar.
Pasaron unos cuantos años desde que comenzó a tener casitas. La galopante ambición y el desprecio por los pocos riquitos “blanquitos” que quedaban, lo motivaron a interesarse en otras propiedades más cachendosas construidas en el casco del pueblo, cerca de la plaza y de la iglesia. Esas le pertenecían a quienes antes llamaban en forma burlona: “gente de alcurnia”. Por lo que te voy a decir, no quiero que me vengas con las arengas de prejuicios, complejos y envidias que usa la pequeña burguesía para defenderse de la crítica. Si te molesta, no leas más y devuélveme esta nota que bastante trabajo me está dando. Pero como sé que sabes más que eso, sigo.
Todos esos descendientes cercanos de españoles eran parientes de los españoles de línea dura, o sea, de los que adoraban a reyes cagalitrosos y vividores. Amaban la corona, que no es otra cosa que el poder, el dinero y de la aristocracia. Por aquello de haber aprendido a idolatrar al que te clava, los de acá, o sea, los que te dije que eran descendientes cercanos de los de allá, amaban a los nuevos invasores imperialistas, o sea, a los gringos, por lo que eran estadistas que era lo más parecido a amar la corona española, aquella que vino a saquear, violar, traficar con esclavos y exterminar a toda una raza pura y rebelde, como dice Lucesita. Me contaron que muchos de esos descendientes de ibéricos (que a mí siempre me suena a jamón) no llegaron directamente de España sino que venían huyendo de la guerra de independencia de Venezuela y, no habiendo transcurrido mucho tiempo desde su llegada, todavía no se habían majado en el mortero puertorriqueño. Aunque había excepciones, en las que todos se quieren apuntar, esa progenie se componía de tres o cuatro culicagaos racistas que, por ser del lumpen español, tuvieron que coger la juyilanga para América con el rabo entre las patas. Por lo menos, eso surge del estudio que hizo para una clase de sociología aquél muchacho flaco que se ahogó en el lago Guajataca, del grupo de tu hermana y que, ¡carajos!, tampoco recuerdo el nombre. Casi todos eran la escoria fracasada y aventurera, pero por ser blancos y por hablar malísimo el español pero con acento de allá, tuvieron éxito económico inmediato vinieran de Venezuela o de España. Tú sabes, tipos manipuladores y con suerte en una colonia acomplejada. Construían sus casas a la usanza española, hispanófilas, y mientras más cerca de la iglesia estaban, mayor rango social tenían. De esa forma imitaban a los de allá, se garantizaban ser panas de los curas de acá, lloraban por las heridas de flecha del santo patrón San Sebastián Mártir y, por carambola, se acercaban a la salvación eterna por vecindad. Eran de los que entonaban los himnos en las procesiones en voz alta y que, con exclusión del resto del pueblo, en Semana Santa cargaban al Santo Patrón y a la Virgen vestida de negro. Oye mi pana, esa gente de verdad se creía mejor que los demás. ¿Nunca te has preguntado de dónde carajos salen esas mierdas de superioridad? A mí, una abogada de esas de divinas extracciones a la que le gané un caso, me llamó y me increpó preguntándome: ¿quién tú eres, quién tú te crees que eres? Yo, que soy tan pendejo que todo me da pena, tan solo pensaba en el pasado que ella no sabía que yo conocía y me limité a colgar. Bueno, otro día hacemos un concierto completo sobre apellidos y extracciones, pero sigo el cuento porque se me va el hilo y ya he hablado bastante mierda.
Don Flores compró unas cuantas casas de esas que eran de lo más lindas. Las eliminó y en los solares construyó grandes, modernos y feos edificios que alquiló a la banca y al gobierno, quienes pagaban mucho porque robaban igual.
El hombre trabajó, procreó, envejeció, acumuló riquezas y después se murió completamente. Celedonio me relató los datos de la niñez y la temprana juventud porque el resto yo lo sabía. Lo demás, según lo que hablamos, tú lo conoces y hasta aquí llega mi interesante y hermosa aportación. Aunque te puedo contar unos cuantos chismes de barrio, no me parecería justo con don Flores porque fue una persona que conocí y respeté porque tenía muchas virtudes y una larga historia de intenso trabajo y sacrificio. Además, sabes que mi papá era uno de sus mejores amigos e hicieron varios negocios juntos. De todos modos, te regalo una sola anécdota que aprendí en las calles del pueblo. Algunos se la adjudicaban a Angelito Román el de Hato Arriba y hasta me han dicho que han escuchado una muy similar en otros pueblos y países. Como a mí se me parece mucho a don Flores, creo que era de él y te la cuento como la escuché:
Un día don Flores, que siempre vestía muy humilde, camisa con mancha de plátano, pantalón caqui y bodrogos iguales a los que le compró el tío cuando era un mocetón, y ya siendo muy rico, viajó con uno de sus empleados en un camión hasta San Juan. El viaje era uno rutinario que hacía todas las semanas. Se dirigían a buscar mercancía en los muelles, donde hoy es el terminal de los cruceros lujosos que tanto dices que te gustan porque se come mucho y bueno y no se hace un carajo. Lo único distinto del viaje fue que estaba acompañado de otro chofer, y él siempre viajaba con un peón que no sabía conducir. En ese sector había unos ranchones grandotes que se usaban para almacenar la carga que llegaba al muelle. Eso era cerca de los dominios de Tony Tursi, el de las meretrices, dueño de La Riviera y de otros prostíbulos más, que en 1968 llegó a ser candidato a alcalde de la capital y que dicen que tuvo de secretaria a la esposa de un jamelgo gobernador. No sé si recuerdas al tipo, pero los ranchones estaban ubicados casi casi al frente de lo que ahora es el área de los terminales de los cruceros, cerca de donde venden los árboles de Navidad y que antes había uno de esos prostíbulos. En esa zona había un almacén que se dedicaba a la distribución de camiones Mack y equipo agrícola diesel Caterpillar de gran potencia para arar y mover terreno. Desde hacía un tiempo, don Flores le había echado el ojo a un camión nuevo, color verde, que tenía en la punta del bonete un “bulldog” niquelado que parecía que saltaba y que era el más brilloso y lindo del mundo. Después de recoger la carga que llevarían a El Pepino, que eran unas barras de plomo de cinco libras cada una para usarlas derretidas en las uniones de las cañerías de hierro, don Flores condujo hasta el lugar en el que vendían los camiones Mack. Se detuvo, bajó y le ordenó al que lo acompañaba que siguiera el viaje, diciéndole que él iba a comprar un camión y algunos implementos agrícolas. El chofer, que sabía de lo que era capaz su jefe, lo dejó en la entrada principal del establecimiento y arrancó para El Pepino.
Don Flores caminó por la acera de enfrente y miró los equipos desde afuera como niño en vitrina de juguetes. Luego, por el arrojo que brinda el capital abundante, entró al salón de exhibición, tranquilo, como Juan por su casa. Él sabía más que todo aquel brillo. Por el prejuicio que produce la vestimenta en los que venden cosas caras y demuestran algo de oligofrenia, no lo atendieron. Con ojo escrutador, miró los camiones y los equipos de trabajo pesado por largo rato. Un vendedor, mandado por algún jefe que estaba cansado de verlo como fea decoración viviente en el salón de exhibición, arrastrando las patas se le acercó y le preguntó qué hacía allí. Fíjate que no le preguntó qué quería, sino “qué hacía allí”. Don Flores le dijo que tan solo miraba y, como si hablara de una libra de habichuelas, comentó que le interesaba el camión grande Mack verde y una “puerca”, señalándole un equipo Caterpillar color amarillo. El vendedor se rió y con todo el desprecio que podía acomodar en la expresión, mirándolo de arriba abajo y tuteándolo, le dijo que la excavadora frontal y el camión valían mucho, que era el equipo más caro que tenían en inventario. Don Flores, ya molesto, le contestó que él no le había preguntado el precio. El mandadero quedó patidifuso pero, tratándose de chavos, no se molestó. Sin preguntarle a cuánto ascendía el valor total, le pidió que le hiciera el favor de preparar ambos equipos y que montara la excavadora sobre el camión porque se los llevaría en el acto, ordenándole que llamara al Banco Crédito y Ahorro Ponceño, Sucursal de San Sebastián, para la cuestión del pago.
El hombre, entre incrédulo y asustado, arrancó para la oficina. De allá, y con rostro de no me jodas, salió un encorbatado a preguntarle el nombre y, con sarcasmo y sonrisa diabólica, con quién tenía que hablar en la sucursal. Sin mirarlo, don Flores le dio la información y el tipo regresó a sus oficinas. A los pocos minutos, con paso ligero y caras de asombro, ambos hombres regresaron. El primero que había salido de la oficina, salió detrás del encorbatado, que ahora venía enchaquetado arreglándose el escaso pelo con una mano mientras le extendía la otra a don Flores felicitándolo por la compra. Don Flores le dijo que no se la tomaba porque lo podía ensuciar y tenía apuro. Le firmó un cheque, pidió que le pusieran la cantidad total de ambos equipos y que enviaran la licencia a la dirección del banco. El enchaquetado ordenó que le llenaran el tanque de diesel al Mack y a la Caterpillar. Muy risueño dijo que eso era una cortesía de la casa. Al poco rato, don Flores se montó en el camión, bajó el cristal y le dijo al encorbatado que le añadiera al cheque el pago del diesel. Encendió el motor, como si tuviera una garrocha en la mano derecha la extendió hacia el frente, gritó ¡arre!, aceleró y se largó del lugar en su camión cargando la excavadora. El Mack no se amilanó con la inmensa Caterpillar que cargaba, pero el descomunal peso de la satisfacción lo hizo gemir al comenzar su primer viaje hacia San Sebastián de las Vegas del Pepino. En el camino bautizó al camión como Don y la excavadora, Café.
Sé que te mueres porque te cuente otros, que los hay muy buenos. Investígalos tú, que bastante te he dicho, aunque por una caneca de ron colorao y una invitación a comer piquito en la fonda de Clara cuando vaya para allá, te cuento tres más y quizá para entonces he investigado el nombre del tío y recuerde el del ahogado. Roberto Girau, el de los camiones del Culebrinas, que trabajó para él varios años halando caña, te puede contar más. Hace unos días mi yerno comentó que estaba vivo y viejo, pero con la mente claritita.
Te veo en la convención y saludos y cariños al familión.
P.D. No le muestres esto a tu mujer que, con algo de razón, va a decir que me la paso invitándote a hartarte de ron.
XII PORTAFOLIO
Después de la carta que presentaba a don Flores, lo que seguía en el orden forzado por los formularios del mamotreto, era toda la parte del relato del asesinato según Mayoral lo contó a Maya. Cuando llegó a esa parte, Monserrate, que desde que le entregaron la copia del mamotreto, había comenzado a leer la novela desde el principio, tuvo algunas dudas y volvió sobre otros capítulos ya leídos buscando explicación para algunos asuntos que no entendía. La falta de comprensión de varias partes no se debía tanto a problemas de redacción, sino al empeño de querer entender una novela que en parte vivieron. Había pasajes que tenían datos ciertos, otros estaban modificados, pero todos, con excepción del relato del asesinato y la copia literal del caso citado, eran una mezcla de verdades, personajes y fantasías, producto de la imaginación de su padre. Al igual que a sus sobrinas, la repetición del tema de la locura, aunque sabía que el Viejo atraía a los locos, o quizá le faltaban algunos tornillos, le llamó mucho la atención. Recordaba algunas partes por haberlas vivido, pero no bien las encontraba, tropezaba con otros incidentes inventados o mezclados con vivencias ciertas que no coincidían con los anteriores ni en espacio ni tiempo. No era una historia con señalamientos de eventos cronológicos ni reales y en ocasiones perdió el hilo por los muchos cuentos, asuntos y comentarios innecesarios que se intercalaban y que se apartaban del tema principal. Como abundaban las expresiones de uso diario de su padre, cada vez que leía alguna, infructuosamente escudriñaba en la memoria tras la huella de algún incidente pasado. Junto a sus hermanas, su hermano y las dos sobrinas, buscaban señales, mensajes ocultos, sucesos nunca revelados, personajes y parte de sus vidas en el relato, pero hallaban poco y lo poco que hallaban, no tenía mucho sentido. Era tan solo una novela: la novela encontrada. Monserrate subrayó e hizo anotaciones para luego discutirlas con sus hermanos y sobrinas y continuó con el comienzo de la historia del crimen.
–Buenos días, mamá –dijo Maya dándole un beso.
Salvadora no contestó. Tan solo le dijo que el desayuno estaba servido. Al verla mohína, Maya se acercó y la abrazó. No había notado que tenía los ojos hinchados.
–Mamá, ¿qué te pasa? No estés así. Ya verás que no pasará nada y en menos de lo que te imaginas el relato estará concluido y me sentaré a redactar. Falta poco.
–Sí, hija, sí. No te preocupes. Es que anoche no dormí bien. Ya se me pasará.
–Mamá, es que no quiero verte sufrir, mucho menos si no hay motivo. Te he dicho que estés tranquila, por favor.
Mirándola a los ojos, Salvadora le tomó las manos, se las besó y apretó y le suplicó que se cuidara mucho.
–Mamá, te he dicho que puedes estar conmigo y acompañarme todo el tiempo. Te puedo dejar las grabaciones para que las escuches. Verás que es una persona buena y amable y papá dice que se da a querer.
Poniéndole suavemente el dedo índice en los labios, Salvadora contestó:
–No hija, no. Perdóname, no puedo evitarlo y, por favor, no hablemos más del asunto que las explicaciones son largas, viejas e innecesarias.
Maya calló aunque le estuvo curioso lo de “explicaciones viejas”, pero creyó prudente no preguntarle nada. Después del desayuno, y perturbada, salió hacia la oficina de la carnicería. Al llegar, Lorenzo le dijo que Mayoral la esperaba. Entró y lo vio en el mismo lugar en el que estaba la primera vez. No la sintió, pero no bien la vio, se puso de pie y le dio los buenos días. Esta vez Mayoral se veía mejor, sus ojos no estaban rojizos y le brillaban como los de un niño. Todo su semblante reflejaba a un Mayoral distinto y, aun con la misma ropa, a Maya le pareció que lucía más joven.
Con aire de confianza, Mayoral le dijo:
–¿Qué le pasó a la madrugadora?
–Es que me entretuve con mamá y me atrasé, pero creo que todavía es temprano.
–Sí, es temprano. ¿Comenzamos?
El pequeño diálogo reveló que no existían residuos de distancias y que la amistad había ocupado su espacio.
–¿Te molesta la música? –preguntó Maya.
–No, hija, no, pero si es de esa música moderna que se escucha por ahí, no me agrada.
–¿Por qué? Mucha de ella es bonita.
–Es que si me sacas de la que escucho en la vellonera de Dimo, que dicen que es la misma vieja vellonera de don Mónico, el de Cleofe, me pierdo.
–¿Cuál es esa?
–¿Cómo que cuál es esa? ¿Tú te refieres a la vellonera? La conoce todo el pueblo. ¿Es que don Lorenzo no te ha contado? ¡Muchacha! –y engolando la voz continuó– De ella hablan y no acaban. Esa es la famosa Wurlitzer de la Loma de Stalingrado que por una moneda, toma de la mano a las negras y coquetas pastas circulares, que al sentir la manecilla posarse con suavidad sobre ellas, se mueven con lentitud mientras del perfecto acoplamiento entre aguja y surco, nacen los mejores sonidos.
Riéndose, Maya comentó:
–¡Vaya, qué poético y rebuscado Mayoral! Si no te estuviera viendo, diría que lo leías. Pero no, no me refiero a “ella” como tú la llamas. Pregunto qué tipo de música es.
–Bendito Maya, te lo debes imaginar: allí vive “La copa rota”, “El amor gitano”, “Droga”, “El retrato de mamá”, “La última copa” y muchas otras. Esa es la casa de Felipe Rodríguez, Davilita, Los Vegabajeños, Cheíto González, Pepito Lacomba, Tatín Vale, Los Antares, Los Panchos, Daniel Santos y muchos más que se salen por las ventanas del negocio con pasión “corta venas” y por unas pocas monedas le cantan hasta morir al amor, a la mujer, a las penas, a la perfidia, al fracaso, al licor, a la amistad y a las cosas que nos hacen felices e infelices con piquete exagerado de rencor y despecho. Ese es el muro de los lamentos de los desconsolados y solos que, con poco esfuerzo, se ven retratados en cualquier tristeza musical.
Maya sonrió y faltó poco para decirle “tú estás loco” que era la forma en que ella y sus amigos celebraban las ocurrencias y comentarios jocosos. Esta vez no se sorprendió tanto con las expresiones de Mayoral. De la música que mencionó, aunque no las conocía todas, recordó algunas que a su padre también le gustaban. Fue hasta el armario gris y sacó un pequeño equipo de música que, colocándolo cerca, saturó la oficina con el lamento suave de un violín solitario que acompañaba a Emilio Pericoli, interpretando la vieja canción italiana “Al di la”.
–¿Y esa música?
–Es la preferida de mamá. Ella dice que le trae muchos recuerdos buenos.
–¿Qué recuerdos?
–No sé, Mayoral, eso no me atrevo a preguntárselo. Deben ser de su juventud.
–Debe ser bueno recordar esos años.
Olvidando por un momento la condición de Mayoral, le contestó.
–Eso dicen todos.
Mayoral calló.
Maya acercó la silla que tenía ruedas al escritorio, se quitó el bulto de tela azul de mahón que traía en la espalda y sacó y organizó sus pocos materiales: una libreta de apuntes, una pequeña maquinilla portátil que apenas cabía en la mochila y, quitándose una pluma estilográfica color vino que tenía en su blusa, la colocó al lado de la grabadora. Acomodándose en la silla se dispuso a comenzar.
Por primera vez Mayoral se fijó en la pluma, tanto, que Maya se ofuscó y, sin percatarse que era la pluma lo que miraba, le dijo:
–No la he encendido todavía y, como te dije, grabaré tan solo si me lo permites.
Mayoral permaneció callado y con la mirada perdida. Para sacarlo del repentino ensimismamiento, Maya tomó la pluma y dijo:
–¡Comencemos!
Al notar que, al levantar la pluma, Mayoral alzó la mirada, comprendió que no era la grabadora lo que miraba.
–Es una pluma fuente o estilográfica, indicó Maya rompiendo el ensimismamiento.
–Lo sé. Es que… –y calmoso cambió el rostro hacia el sofá color vino al que volvió a mirar por algunos segundos como si buscara algo para luego volver a Maya.
Aprovechando que Mayoral había regresado, le dijo:
–Ayer dijiste que podías hacer un relato libre. Lo he pensado y es lo mejor. Si te pregunto, se pueden quedar cosas importantes. Tú hablas, y si tengo alguna duda, te interrumpo, ¿está bien?
–Muy bien. Manos a la obra.
–Ayer nos quedamos en…
–Disculpa Maya, sé que la que preguntas eres tú, pero antes de comenzar, tengo una sola pregunta.
–Dime.
–¿Y esa pluma?
–Es de mi mamá. Desde que era pequeña, con mucho cuidado porque es muy delicada, mamá me dejaba escribir con ella. Me la prestó al comenzar mis estudios universitarios. Recuerdo que, además de usarla para escribir, era parte de su indumentaria porque la usaba de prendedor. Aunque yo también la uso para escribir, la he llevado como ella la lucía desde que me la entregó. Según me contó, se la prestaron cuando estaba en la universidad y la usó en su último año de estudios. No recuerdo si me dijo quién se la prestó. Al comenzar mi primer año, ella y mi papá me llevaron hasta el hospedaje. Al despedirse anegada en llanto, porque tú sabes cómo son las madres, se la quitó de la blusa y con la pena de quien entrega al bebé que lleva en sus brazos, me la dio y me dijo: “Siempre escribe con ella. Cuídala mucho para que nunca se te pierda”.
–¿Y la utilizas?
–Siempre. Como te dije, desde que era pequeña, en algunas ocasiones escribía con ella. Mamá la adora y está muy pendiente de que no se me pierda porque con frecuencia la procura. Me comentó que en la universidad le había causado varios tropiezos con algunos profesores porque en las clases de contabilidad querían que escribiera con lápiz y ella usaba la pluma.
–¿Por qué?
–No sé, pero creo que con lápiz se podían borrar los errores y con la pluma no. Desde que me la confió, hace casi cinco años, la he tenido y nunca la he dejado en ningún lugar ni se me ha caído ni perdido y siempre la uso. Es bastante vieja y al principio, como tenía el succionador dañado, tenía que utilizar una jeringuilla para ponerle la tinta que venía en unos envases hermosos que compraba en un negocio en la calle Fortaleza. Ahora le pongo unos tubitos plásticos que están llenos de tinta y no paso tanto trabajo. Algunos compañeros de estudio me han criticado y dicen que tengo veneración por la pluma. Pero, al explicarles que es de mi madre y que me la prestó para que la usara mientras estudiaba, todos entienden. ¿Te gusta?
–Mucho, mucho, tiene hechizo, es hechicera, es que… no sé, no es carmesí, ni escarlata, ni bermellón. Mejor vamos al relato.
–No. Es vino. Mejor comencemos.
Maya encendió la grabadora y el relato inició:
–Te voy a contar desde el principio.
–Eso es lo que quiero.
–El 18 de diciembre de 1976 me encontraba en el sector La Loma.
–Ese es el sitio en el que está la Wurlitzer.
–El mismo lugar, cerca de donde me encontraste hace unos días. Ensimismado con la música, llevaba un buen rato en el negocio de Dimo dándome unos tragos, y unas cervecitas para pisar, acompañado de mis panas cantantes, hijos de la vieja vellonera. A las tres de la tarde más o menos, me quedé sin un centavo, por lo que decidí buscarme algunas monedas.
Bajando el tono de voz, y con vergüenza, como si estuviera disculpándose, dijo:
–Es que comienzo y no me puedo controlar y, hasta que no alcanzo la inconsciencia, no dejo de tomar.
–Ya sé, ya sé Mayoral, continúa.
–Salí del negocio y convoqué a todos los paisanos para el acto de la botella. Había mucha gente y por el cálculo de la multitud y su disposición a colaborar, estaba seguro de que tenía garantizada la culminación de la borrachera. Los amigos me habían hecho un círculo y me animaban a romper la botella. Era fácil porque conocía el vidrio del refresco El Gallito, ese que los Ramírez elaboraban en El Pepino, y sabía que se quebraría sin dificultad. Así fue. No levanté mucho la botella. Tan solo les dije “mírala, mírala, mírala y ya”, estrellándola contra los pensamientos.
–No me explico por qué haces eso.
–Ni yo –contestó y continuó– Como no hay felicidad eterna, de repente, al disponerme a recibir la paga, el sonido bruto de una sirena nos agredió, varios policías sin uniforme irrumpieron en el círculo y de inmediato comenzaron a arrestar a algunos de los que se divertían con mi acto de cristal.
–¿Pero eso es un delito?
–No, lo de la botella no, pero escucha que ya mismo te explico. Todavía no había recibido las regalías por la botella rota, por lo que airado y en alta voz protesté por la redada que me dejaba huérfano de unas buenas monedas necesarias para sufragar con el sudor de mi cabeza el maldito vicio que me acorrala. Un muchacho fuerte, de esos que tienen músculos en la cabeza y una macana ordinaria que usa de lengua para dialogar con los paisanos, por más que protesté, me tomó de mala manera apretándome por un brazo y arrastrándome, me empujó dentro de una perrera junto a los otros que habían arrestado.
–¿En un coche celular?
–Así creía que se llamaba, pero desde que me metieron ahí, me di cuenta de que tenían razón los que la llamaban perrera.
–O sea, te arrestaron también.
–Sí. Me dieron el paseo hasta el cuartel del pueblo y allí, con modales de orangutanes, esos muchachos buenos y delicados me empujaron con la macana y me bajaron junto a los demás. Me pareció que era una redada de drogas porque uno de los vecinos del cómodo asiento de frío metal de la perrera, comentó que “se la había tragado” y sé que esos muchachos, para que no les ocupen nada, se tragan hasta la lengua. ¡Maldita droga! No protesté por el paseo porque desde que Cheo Cabrita me dio pon hace unos meses, no me montaba en ningún vehículo y aun con el coraje que tenía, me pareció lo más relajante.
–¿Mayoral, eso tiene que ver con el relato?
–Espera, espera, que es como una prefación…
–¿Una qué?
–Un preámbulo, chica, una introducción.
Maya se sonrió como lo hacía cada vez que la sorprendía con sus expresiones. Mayoral continuó.
–Como te decía, ya dentro del cuartel, en el cuartito poco acogedor que queda al lado de la cárcel que tienen allí, llegó uno que mandaba más que el que me metió en la perrera porque estaba uniformado y tenía unas uves amarillas al revés en el hombro, de esas que significan que tiene muchas conexiones políticas, y preguntó: “¿Por qué arrestaron a Mayoral?” Al ver que el rayado me conocía, me inflé poniéndome graciosito. Me adelanté y dije: “Me arrestaron porque ese guapetón es un abusador”. El mandamás se me acercó y me preguntó por qué decía eso. Presumí que conocía mi espectáculo, por lo que le contesté que al llegar los agentes ya me había roto la botella en la cabeza y protesté porque, terminado mi trabajo, no me dejaron hacer la colecta y, señalándole al cavernícola, le dije: “y ese troglodita me arrestó”. El oficial, después de escuchar lo que dije, instruyó al abusador para que me denunciara por obstrucción grave a la justicia, agresión también grave y alteración a la paz y se fue a una oficina. El cretino aquel se rió y le dije un improperio tan feo que no voy a repetirlo.
–Dale, dale, lo puedes decir.
–No hija, no. Se habla mal si no se puede hablar bien. Pues el canalla, gritándome “rompe esta”, levantó la macana como para abrir un surco con un azadón y me propinó un golpe equivalente a veinte botellazos que me tiró al suelo. Caí y me sentí mareado por el acre ponche de golpe y alcohol ingerido. No perdí el conocimiento. Tan solo no me podía levantar porque me sentía mareado, aturdido. Escuché que a lo lejos alguien dijo: “Tiene la cabeza dura porque a otro se la hubiese roto”.
–¿Esa agresión fue delante de todos?
–Delante de todos. El gorila me agravió, pero no me afrentó porque no afrenta el que no tiene honor. Estando tirado en el piso con descanso obligado, porque el cariñoso no permitió que me ayudaran a levantarme, divisé un portafolio marrón de cremallera de esos que usan los abogados y los vendedores de seguros, que coincidía con el que la Policía estaba buscando.
–¿A qué te refieres?
–Escucha, deja que termine. El portafolio estaba en la parte posterior de un armario de metal color negro y, sanando al instante, comencé a gritar: “¡Portafolio, portafolio, ahí está el portafolio, lo encontré, lo encontré!”. Los agentes y policías corrieron hacia mí y me preguntaron dónde estaba. Yo, que todavía me encontraba en el piso, se lo señalé. El armario estaba empotrado entre dos columnas con cuatro pulgadas más o menos de separación de la pared trasera. Para poder limpiar la parte de abajo, lo habían levantado con dos pequeños cuartones y parecía que el portafolio fue tirado por la parte de atrás. Aunque no había caído por completo, tocaba el piso, por lo que, estando yo también en el piso, podía verlo. Al caer quedé mirando hacia el lugar y poco a poco vi que se revelaba ante mi lánguida mirada.
–¡Ay, Mayoral!
–Es que es cierto hija, era imposible no verlo. Ellos movieron el archivo, sacaron el portafolio, lo metieron en una funda grande colocándolo en la mesa del retén y llamaron a alguien que creo era un fiscal. Apoyándome en el suelo, que es el único lugar en el que se pueden apoyar los caídos que están solos, y luego en una silla, me levanté y me senté para terminar de pasar lo que me quedaba del dolor y del mareo producido por el garrotazo y por los residuos del alcohol. No sé por qué, mientras me recuperaba, mecía el torso hacia delante y hacia atrás como balancín, y los arrestados que estaban conmigo, al verme dos o tres días después, me dijeron que no dejaba de repetir: “Portafolio, portafolio, portafolio”.
Maya lo interrumpió.
–Disculpa Mayoral, ¿eso que me cuentas tiene relación con la muerte del comerciante?
–Sabía que me lo preguntarías. Sí. ¿Por qué crees que me decían Portafolio? Preguntándome por ese sobrenombre fue que nos conocimos.
–Es cierto, el del hipocorístico.
–Exacto. Ese incidente en el cuartel fue el comienzo y la explicación del por qué sé la totalidad de la historia del asesinato.
–Hasta ahora no entiendo, pero continúa, continúa.
–No te apresures, Maya, que ya verás porqué, al decir portafolio, todos corrieron hacia mí y movieron el archivo.
–¡Sigue, sigue!
–En el cuartel se formó un revolú y llegó un fotógrafo con otro señor gordito, que me dio la pinta de que eran de la prensa. La policía los mantuvo alejados de mí. Al poco rato, llegó de Aguadilla un señor enchaquetado que, para demostrar que trabajaba, traía la corbata suelta. Venía con unos cuantos cangrimanes más y uno de ellos tenía una cámara grande. Llegaron en eso que llaman un vehículo oficial con un biombo azul que sonaba una escandalosa sirena. Faltó poco para que metieran el carro alborotero dentro del cuartel. Tú hubieses visto aquello. Parecía un avispero y todos se movían para todos lados como si el mundo estuviera en sus estertores finales. El primero que se bajó con apuro fue el de la chaqueta. El hombre, con los demás sirviéndole de cola, parecía un fiscal o un ayudante, pero se parecía a un fiscal. Al menos caminaba como fiscal y tenía falsa cara de serio y agitado.
Maya se rió. Mayoral la miró preguntándole qué pasaba y ella volvió a decirle que siguiera.
–Ese señor no dijo su nombre ni se identificó, por lo que cada vez estaba más seguro de que era un fiscal. Además, se dejó retratar con cara de impaciente por el fotógrafo que llegó primero. Luego de la foto, con discreción exagerada, como si se tratara de un artefacto explosivo, con la mirada tocó la funda que tenía el portafolio que estaba sobre la mesa del retén y con un lápiz la miró desde diversos ángulos.
–Me lo imagino, pero ¿no será al revés, Mayoral?
–No, no. La tocó con la mirada y la miró con el lápiz. Si hubieses estado allí, lo decías igual. Me dio mucha gracia por la forma en que lo examinaba, de lejitos, como si el portafolio estuviese caca. Concluida la inspección, y creando una atmósfera de novela de misterio, miró a todos lados como si buscara a alguien que lo vigilaba. Luego, con mucha autoridad, llamó a varios de los policías y se metió con ellos en un cuartucho. Terminada la reunión, los que estaban en el cuarto salieron y me ordenaron que entrara junto a otro oficial de rayas en el hombro, distinto al primero, y me interrogaron. Los que llegaron con el biombo y la sirena se quedaron afuera. Reían y hablaban con el que me quiso ablandar el seso, que muy jaquetón me miraba y se mofaba. Después me enteré que al tipo le decían Pepe el Chota porque perseguía a los independentistas. También estaban los agentes que participaron en el arresto junto a los que parecían ser periodistas. Le pedí agua al oficial que estaba a mi lado y me dijo que esperara, que más pequeños eran los pajaritos e iban al río.
–¿Cómo es eso? ¿Te negaron el agua?
–Los bobolones creían que me iba a suicidar ahogándome en la fuente. Luego, como si me hiciera un gran favor y cambiando de opinión para demostrar su bondad, me dijo: “Está bien, ve a la fuente”. Y yo, que todavía conservo algo de orgullo, le dije que no, que esperaría a ir al río.
–Eso mismo le hubiese dicho yo.
–El que llegó de Aguadilla, que por primera vez noté que llevaba un arma guindándole de una correa más o menos debajo del brazo izquierdo, se sentó en una silla reclinable, la echó hacia atrás, se puso las manos entrelazadas en la cabeza como almohada, en aparente control total de la situación, como si hiciera lo mismo muchas veces al día. Lo primero que me dijo fue: “Usted puede hablar si yo se lo indico y sobre lo que yo le permita. No es para que dé discursos y hable de lo que le dé la gana”. Asentí porque, ¿qué otra cosa podía hacer? Aquello no era una conversación entre Raskólnikov y el inspector de la policía ni nada parecido, pero…
–¿Entre quiénes?
–Entre quiénes, ¿qué?
–La conversación, Mayoral, la conversación era entre quiénes. Mencionaste ahí a un señor y a un inspector de la policía. ¿A quiénes te referías?
–Al que me preguntaba y a mí.
–No, Mayoral, no. Acabas de mencionar un nombre raro.
–No sé, no sé. Déjame continuar y después intento recordar.
–Sigue, sigue. Ya lo buscaré en la grabación.
–Sigo. El hombre me preguntó el nombre, cómo me habían atendido y qué hacía en el piso. Sin dejarme contestar, comentó: “Me dicen que la fuente de agua está cerca del armario y que cuando usted fue a usarla resbaló golpeándose en la cabeza”. Eso me expresó el cínico de Aguadilla que, ya para ese momento, sabía que era fiscal. Intenté interrumpirlo, pero antes de que pudiera decirle algo, como si tuviera coraje, comentó: “Le adelanto que usted tiene tres denuncias muy serias. Una denuncia por una obstrucción grave a la justicia, otra por agresión grave y una de alteración a la paz. Todo eso nada más y nada menos que contra varios sacrificados servidores públicos que día a día, con mucho celo y dedicación, arriesgando sus vidas, velan por la suya, por su seguridad y propiedades. Eso es muy, pero que muy grave. Según me contaron por teléfono antes de salir hacia acá, usted se puso violento y agredió e insultó a varios policías”. Maya, ¿sabes lo que comentó el que lo acompañaba?
–Dime, Mayoral.
–“Eso es verdad”. Y al notar que lo miré, se avergonzó y añadió: “El sargento que está de turno lo vio y me lo acaba de decir”. Me quedé anonadado ante tamaña mentira.
–Mayoral, Mayoral, te estás alejando del tema. Recuerda que…
–Disculpa, hija, es lo que te dije antes. Te tengo que explicar cómo llegué al asunto este de la muerte del agricultor y por qué lo sé todo. Vamos, aprovecha que lo recuerdo al centavo y déjame continuar.
Maya, con rostro iluminado, le pidió que continuara, pero que por favor, no se apartara del tema.
–Aún sin permitirme pronunciar palabra, cerraron la puerta y la ventana del cuartucho en que me encontraba y el de Aguadilla fue al grano: “Te vamos a tomar una declaración jurada en la que dirás que encontraste el portafolio de forma accidental, por casualidad. También incluiremos que no lo tocaste y que un policía lo recogió, lo metió en un bolso y nadie más lo tocó hasta que yo llegué y, en presencia de todos, lo examiné. Si cooperas y la firmas, no te vamos a radicar ningún cargo.” Como era cierto que lo encontré en forma accidental y que no lo toqué, le dije que firmaba la declaración, pero que no le añadiera cosas que no fueran ciertas porque no iba a lograr que la firmara y le dejé saber que no me importaba si me radicaban casos y me encerraban. Los casos eran falsos y estaba tranquilo, aunque no te niego que me irritó que me fueran a enjaular con tecatos porque los drogos me aterran.
–¿Y el macanazo?
–Lo del macanazo no me importaba porque estoy acostumbrado a abusos peores y me había vengado por adelantado del abusador aquel.
–¿Cómo que te habías vengado por adelantado?
–Es que no te dije lo que le dije ni te lo diré. Pero a cualquier hombre con honor que se le diga lo que le dije, que tenga un arma, una cachiporra y una macana, lo menos que se le puede pedir es que corra la sangre o que haga un amago para desenfundar. El cobarde chota no lo hizo, por lo que no dudo de que le di más fuerte porque lo agredí donde no existe el perdón. Sentí que el balance de las agresiones estaba a mi favor.
–Más o menos entendí.
–¿Tú escuchaste que me dijo que el policía velaba por mi seguridad, por mi vida y mis propiedades? Eso me dio una risa que no la pude contener y el fiscal por poco me mata con la mirada.
–¿Qué pasó después?
–Entonces, me tomaron muchas fotos en diálogo con mi interlocutor. Luego fotografiaron la fuente, el armario por arriba, por abajo, de lejos, de cerca, de frente, a la bolsa que contenía el portafolio y que estaba encima de la mesa del retén, al policía que estaba de retén, al abusador y unas cuantas más. Ahí apareció un taquígrafo y me tomaron la declaración jurada en la que decía mi nombre, dirección aproximada, que estaba allí, o sea, en ese lugar, la fecha, más o menos la hora en que llegué y que vi el portafolio por accidente, que no lo toqué y unas cuantas cosas más.
–¿Qué otra cosa ocurrió?
–Nada, excepto que al otro día mi amigo Vizconde me enseñó un periódico que le dio Media Luna…
–Espera, espera, ¿Quién es Media Luna? Ese no lo habías mencionado.
–Es otro amigo de la Loma. Creí que lo conocías porque lleva muchos años llorando por ahí.
–¿Cómo que llorando?
–Es que cuando se emborracha, que es todos los días, saca una foto de la que dice era su madre y comienza a llorar y no se detiene.
–Nunca había escuchado de él.
–Pero existe. Es otro de mis amigos realengos. Como te decía, en el periódico entrevistaban a no sé quién, pero que creo que era a un fiscal, que decía que lo que ocurrió en el cuartel fue que fui a tomar agua porque siempre lo hago en ese lugar y la Policía me lo permite y me recibe con respeto y cortesía; que resbalé en el agua que salpica de la fuente y me caí pero no sufrí ningún daño; que mientras estaba en el piso divisé la carpeta; que dos policías me ayudaron a levantar y me sentaron en un cómodo sofá limpiándome con una servilleta; que me ofrecieron llevarme a un médico para que me examinara; que les dije que no, que me sentía mejor que nunca; que me ofrecieron algo de comer y agua; que les dije lo que había visto y ellos y yo examinamos debajo del archivo para asegurarnos de que en verdad era un portafolio.
–¡Pero eso es falso!
–Sí, Maya, no sé cómo se puede mentir. Esa conducta me da pena y coraje.
–Es que es indignante.
De repente, Mayoral detuvo el relato. Cambió el tono de voz para llamar aún más la atención de Maya y con cariño le dijo:
–Y ahora joven impaciente, te diré lo que quieres escuchar y por lo que tanto has esperado: el portafolio era nada más ni nada menos el que estaba desaparecido y que le pertenecía al que mató a don Flores Rivera Mercado, el agricultor y comerciante rico. Allí estaba contenida toda la prueba necesaria para establecer el móvil del asesinato y vincular al asesino con el acto criminal.
–¡Wao!, exclamó Maya. Con razón lo del cuento. Ahora comprendo, sigue, por favor, continúa.
En ese momento Lorenzo entró y dirigiéndose a Maya le dijo:
–¡Salvadora te procura!
–¡Qué bueno papá! Dile que pase, que ahora es que el relato se pone interesante.
–Ella no está aquí. Te llama por teléfono.
–¿Pasó algo?
–No, no pasa nada. Tan solo quiere hablar contigo.
–Voy, ya voy.
Se levantó y acompañada de Lorenzo, se dirigió al negocio. A los pocos minutos regresó.
–No ocurre nada. Es que mamá, que es una maniática que se preocupa de más por cualquier cosa, quería saber cómo estaba. Ella es así. Sigamos el relato.
Mayoral estaba mudo y con la mirada perdida. Maya no perturbó su estado. Asustada y ansiosa, esperó varios minutos. Al despertar, le preguntó:
–¿Cómo es que se llama tu mamá?
–Salvadora.
Nuevamente Mayoral enmudeció. Para sacarlo del ensimismamiento, Maya le preguntó:
–¿Te sientes bien?
–Sí… ¿Estudiaste el Siglo de Oro?
–Sí, lo que me enseñaron en escuela superior y en segundo año de universidad.
–¿Qué piensas de Pedro Calderón?
–¿De la Barca?
–Sí, de la Barca.
Extrañada y sin atreverse a interrumpir el diálogo, Maya le dijo que le encantaba “La vida es sueño”, pero que no conocía nada más de él y no sería prudente decir que conocía su obra.
–Si conoces esa, conoces su obra y lo conoces a él. Siempre es así. No tienes que conocer el todo para saber de las partes y en ocasiones, basta con conocer partes para conocer la totalidad como muestra aleatoria del universo. ¿Qué leemos para conocer a Cervantes? Una sola obra, hija, una sola obra.
–Es cierto.
¿Qué crees que Calderón sería en la actualidad? –preguntó Mayoral.
Maya estaba perdida y tenía dudas de qué hacer o cómo contestar. Perturbada le dijo:
–No sé, presumo que escritor.
–¿Te parece? Yo no lo sé. El tiempo y el lugar te dirigen, te dictan, eres su esclavo, su veleta.
–¿A qué te refieres? –preguntó Maya, ya inquieta porque Mayoral estaba divagando.
–Es que eres lo que eres porque estás donde estás rodeándote de lo que te rodeas –dijo Mayoral.
–Así lo dijo Ortega.
–Y del destino, ¿qué piensas del destino?
–No hay destino Mayoral, tan solo acción, tiempo y espacio.
–Por eso, por eso te hacía el cuento…
–¿Hablas del asesinato?
–Sí. ¿Qué hacía yo en aquel lugar ese día?
–Estabas allí porque tenías que estar en algún lugar y ese día estabas… Mayoral, por favor, vamos a seguir con el relato que estabas en la parte más emocionante.
–Por eso, por eso. La arcilla de tiempo y lugar es la que te da forma y te endureces en la caldera ardiente del andar.
Maya enmudeció porque el diálogo era innecesario, sin sentido, incrustado donde no debía estar, ni siquiera se relacionaba con el relato y Mayoral, que miraba hacia la nada, hablaba disparates inconexos, oscuros, sin profundidad ni entendimiento como si estuviera en otro lugar. No se atrevió a decir palabra. Por primera vez estaba asustada. Mayoral volvió a callar. Al regresar del silencio, le dijo:
–Como te dije, seguimos mañana.
Aunque Maya se extrañó con el “como te dije” porque no le había dicho nada, con algo de alivio comentó: “Sí, sí, mañana es otro día.”
Mayoral se levantó, la miró como a una niña y se fue mascullando en voz baja: “Portafolio, portafolio, portafolio…”
XIII DIVAGACIONES
Cuando el día se rindió a la eterna caricia del tiempo que con suavidad crepuscular encendía la noche, como diría Eugenia, Ana, al igual que lo hacía desde que eran pequeñas, fue a darles las buenas noches. Encontró a Marcela acurrucada y dormida con su ya vieja Canela, conejo peluche de largas orejas que desde niña atesoraba. A su lado sobre la cama, había varios bocetos a lápiz en los que se apreciaba a un individuo con una botella levantada sobre la cabeza. La miró como a una neonata de abundante cabellera azabache y la besó. Tenía los mismos ojos infinitos de su abuela que dormidos parecían una promesa de amor cercados por la hermosa túnica de piel trigueña del color de Monserrate. Las mejillas, que según decía su tío desde que era pequeña, eran de él, no por parecido sino por reclamo de titularidad amorosa, eran las mismas suaves, abundantes y perfectas de Ana. Marcela decía que Canela era un amor desinteresado porque tan solo requería su presencia para estar viva, por lo que nunca la había abandonado. Algo parecido reclamaba Eugenia de su peluche Lucía. Ambas estaban grandes, pero una brizna de nostalgia las ataba a su genial niñez como dejo dulce del inmediato pasado.
Al salir al pasillo, Ana observó que Eugenia, acostada bocabajo en la nube de su cuarto, aparentaba estar leyendo. La niña miel de inmensa mirada de ojos diminutos, era en extremo sensible, igual que su tía Angelina, de la que había heredado hasta las alergias y, como ella, desde pequeña inventaba y escribía historias. Sus más famosos escritos de la niñez fueron la nota necrológica que redactó al fallecer su pez Bombi y el poema Yo puedo escribir. Aunque Ana no lo decía, un pequeño cosquilleo se le posaba en el corazón cada vez que escuchaba que las nenas eran como hijas de las tías, una para cada una de ellas, y fingía indiferencia si sus hermanas las reclamaban como suyas porque era como perderlas un poco. Paulino, que era como era, le decía que cuando sus hijas crecieran, iban a ser igual a ella.
A Ana le preocupaba que Eugenia, desde que apareció la novela del abuelo, la había convertido en su tema único y en forma obsesiva la abrumaba con preguntas. Para no perturbarla en la lectura, se dispuso con sigilo a retroceder.
–Entra mamá, no te vayas.
–Creí que leías y que no me habías escuchado.
–No leía. Tan solo hojeaba algunas páginas de unas partituras que Marcela me dio esta tarde.
Ana se asombró porque leía algo distinto a la novela.
–Sigue, hija, que tu hermana debe tener algún proyecto.
–Es que vamos a hacer una presentación para un programa de Hildita, la maestra de música, y quiere que me relacione con la música de un tango. Creo que se llama Por una cabeza o algo así porque no lo tengo completo aquí y de estas páginas no surge el nombre.
–Estudia hija, estudia. No te acuestes tarde que mañana tienes que ayudarme con algo que te va a encantar.
–¿Con qué? Recuerda que nos debes el libro del tribunal del Escambrón, como tú le llamas, que cuenta la historia oficial del asesinato.
Ana hizo un gesto para sí y pensó “ahí viene la novela de nuevo”, y sentándose en la cama, le dijo:
–De eso se trata el “algo” de mañana.
–¡Por fin! Oye mamá, no te vayas. Quería preguntarte, ¿abuelo te hablaba de esas personas que están en la novela?
–¿De qué personas?
–De Mayoral, Maya, Sal, Lorenzo, Salvadora, Vizconde, Benjamín, Mayo, Cacho, del profesor, de todas esas personas y nombres que menciona.
–No son personas, son personajes. El único que es real en la historia es Jorge Luis Chaar Cacho.
–Sé la diferencia mamá.
–De Chaar, el abuelo no hace un cuento ni una novela, sino que cuenta a su modo un evento real que él escuchó porque estuvo en el juicio y lo tiene grabado y copió a verbatim en la novela lo que el tribunal publicó. Los demás personajes, ninguno es auténtico… Bueno, te voy a confesar un secreto: toda esa dulzura, ojos inmensos, sensibilidad, bondad y belleza de Maya, no tengo duda de que son de mamá. Tu abuelo la adoraba y sin quererlo o con intención, hizo a Maya igual a ella.
–¿Y por qué casi no la menciona en la novela?
–Si no la incluyó como un personaje, estoy segura de que la quiso proteger no arrastrándola a las posibles críticas de la obra. Así la mantenía segura y al darle a Maya su belleza y nobleza, la incluía sin hacerla formar parte.
–No se me ocurrió.
–Los otros, con excepción de Chaar, como ya te dije, salieron de la fragua de su imaginación. Fue la forma que tuvo el Viejo para contar un suceso que, en su época, fue un desgraciado evento muy comentado en la comunidad. Todos los que le dan vida a otras personas en el arte, hacen lo mismo: se inventan personajes, los crean, los empatan, como lo hizo Shelley cuando le dio vida a Frankenstein. No copian personajes iguales a los que han conocido o vieron porque eso sería hacer una biografía y no una novela. En la única ocasión en que papá hacía eso era en las pequeñas cuñas que escribía para la radio en las que con pocas palabras intentaba describir a alguna persona.
–Sí, mamá, escuché algunas que abuela tenía. Esas fueron las que tití Monserrate se llevó para duplicarlas.
–Quizá tu abuelo creó algunos personajes inspirado en algún amigo o en alguien que conoció mientras estudiaba o trabajaba. Es posible que haya barajado varias personalidades para lograr una, pero nunca me habló de ellos, ni conocí a nadie que se pareciera, con excepción de un muchacho del pueblo que tenía un trasunto con la personalidad de Mayoral. Es de Mayoral del único que sabemos algo, y es por lo que Paulino comentó cuando dijo que había trabajado con el papá del Viejo, o sea, con el bisabuelo de ustedes. ¿No te has dado cuenta de que todos los personajes son personas comunes?
–¿Comunes? ¿Frankensteins comunes?
–No. Lo de Frankenstein te lo mencioné por los empates de personalidades que el Viejo hacía para lograr una. Los personajes del Viejo sí son comunes. Ya verás que en el camino encontrarás personas que son iguales a los que el Viejo creó y sentirás que las mismas aguas regresan a lo más alto para volver a mover el molino de la vida. La eternidad nos repite y es por eso que en cualquier esquina nos tropezamos con personas iguales a los que se fueron. Decentes, listos, borrachos, beatas, santos, inteligentes, apasionados, furiosos, racistas, humildes, ateos, artistas, viciosos, habilidosos, embusteros, estudiosos, vagos, manipuladores, sabios, corruptos, honrados, egocentristas, comelones… Todos los que ves desde esta casa hasta el infinito en el tiempo y el espacio, somos iguales, aunque algunos creen ser más iguales que los demás. La esperanza de la humanidad es que evolucionemos para ser mejores, pero es una esperanza trunca porque nos repetimos y regresamos iguales. La bondad no se hereda y siempre regresamos con la vocación eterna de agarrar un mazo para prevalecer y dominar.
–¡Por Dios, mamá! ¿Qué pesimismo es ese? ¿No crees en la evolución?
–Nada de pesimismos. Somos como los papeles en los que el Viejo imprimió lo que ustedes llaman “la novela”. Todos somos reciclados y regresamos impresos en uno de los lados de la página eterna de la existencia porque la vida se repite por siempre. Alguna peculiaridad o excentricidad no hace diferencia y, a los que son distintos, la naturaleza se encarga de igualarlos. ¿Recuerdas la curva normal que estudiamos en el curso de estadística, aquella que era asintótica en el eje de X y que subía en el de Y?
–Imposible olvidarla. Bastante trabajo que me dio.
–Todos estamos en la copa grande del sombrero y los que están en el ala o las esquinas, aunque dependamos de ellos para evolucionar, los eliminamos o excluimos por ser minorías. En todos los lugares, a cualquier país que vayas, no importa la región, el clima o el tiempo, la gente es igual, al menos, muy similares.
–Hay diferencias mamá, creo que hay diferencias.
–No hija, no. No confundas las diferencias culturales con las personales. Somos nuestros propios semejantes porque no existe diferencia entre el otro y yo. Puedes hablar un idioma distinto o tener algunas costumbres particulares, pero en lo demás, no nos diferenciamos. Es por eso que los personajes de la novela no son nada espectaculares ni distintos. Todos los pueblos están llenos de locos, de muchachas como Sal y otras como Maya y de Lorenzo y del profesor ni se diga, que esos que aparecen como rigurosos y exigentes son los más comunes de los comunes. Así es la naturaleza humana, así somos, así nacimos y así vivimos. Gozamos, sufrimos, reímos, rabiamos, amamos y odiamos, herimos y salvamos, curamos, envidiamos, compartimos, competimos, rezamos, afirmamos y negamos, cantamos y lloramos. Como antes te dije, puede ser en otro idioma, en otra latitud, pero todo es igual.
–¿Qué es esa sarta de disparates, mamá?
–Nada hija, nada. Es que todo el asunto de la llamada novela me pone triste y pensativa. He caminado bastante y he visto más que tú y en todos los lugares siempre veo a mi gente repetida en otra latitud con sus virtudes, debilidades, vicios, penurias y riquezas y esa lucha denodada por la subsistencia, por tener una manta, comida, salud, techo, trabajo, estabilidad. He visto tanta desigualdad y miseria, que pierdo toda esperanza. Creo que parte de lo que el Viejo quería perpetuar era eso.
–Ay mamá, no creo que sea así. Las diferencias y las injusticias, de acuerdo a lo que nos has enseñado y por lo que hemos estudiado, se deben al capitalismo. Por lo que he leído, abuelo, que discursea mucho, no hace referencia a nada de eso. De lo que te preguntaba era de los personajes. ¿No conoces a ninguno de ellos?
–Además de lo que te comenté del parecido de Maya y mamá, lo demás son lejanas y forzadas semejanzas con personas conocidas. El personaje Mayoral tiene rasgos de un muchacho que hace unos cuantos años caminaba por la calle Betances entre el Cuartel de la Policía y la cafetería La Nueva Esperanza. También acostumbraba a pararse frente al Café Tropical, que era una fonda que estaba al final de la calle Hostos, antes de doblar para la casa grande, cerca de las oficinas comerciales de la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados.
–Conozco el lugar. Ese es el edificio de doña Mercedes, cerca de la casa grande.
–Ese mismo, la viuda de Figueroa. Por un tiempo, cuando ese muchacho estaba bastante bien de la cabeza, se detenía al lado del despacho en la calle Betances y, si ese día estaba cuerdo, esperaba a que papá bajara y le buscaba conversación. Digo que se parecía al personaje Mayoral porque en ocasiones estaba lúcido y en otras estaba perdido por completo. Era un muchacho encantador, inteligente, simpático, guapo y buena gente, pero algunas veces, no era muy normal. Sabíamos cuando estaba en momentos de demencia porque esos días llevaba gafas tornasol de un solo gancho, como las que llevaba Mayoral cuando se vio por primera vez en la vitrina, y vestía pantalón corto y camisa de camuflaje. También, al igual que Mayoral cuando se descubrió, cargaba periódicos y papeles en bultos de tela o de esos plásticos que se usan para hacer compras. Se paraba en cualquier lugar y en silencio miraba hacia el frente y se mantenía derecho con paso de marcha como si fuera un militar, pero sin caminar, tan solo acompañado de su bulto de papeles. Descansaba sentado en el piso y luego volvía a marchar sin moverse del lugar. Recorría una fantasía caminando en la imaginación hacia un horizonte lejano e incierto y así permanecía por horas.
–¿Por muchas horas?
–No sé cuantas, pero muchas. Algunas veces lo veíamos en el mismo lugar toda la mañana, o la tarde. Es posible que el Viejo, que le tenía cariño y pena, haya robado trozos de la personalidad de ese joven y se los diera al Mayoral que trabajaba con el papá de él o fue a la inversa porque no conocí al verdadero Mayoral. No sé de cuál de esos dos el Mayoral de la novela tiene más. Tus tíos y yo hemos hablado del asunto y los cuatro coincidimos en que ese muchacho tiene que ser parte del personaje Mayoral.
–¿Yo lo conocí?
–No lo recuerdo bien, pero creo que murió antes de que nacieras. Aunque ni tú ni tu hermana me lo han preguntado, y esto lo quería hablar con ambas, me molesta la forma en que el narrador, el omnisciente, se refirió y describió a Sal porque tiene una fuerte carga de prejuicio.
–Tití Angelina nos mencionó algo de eso.
–No me lo explico porque cada vez que el Viejo escuchaba a alguien refiriéndose a la mujer en la forma en que el narrador lo hizo con Sal, se molestaba y recitaba la redondilla de Sor Juana Inés de la Cruz: «Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis…» y hablaba de Marcela la Bella, la que según el vulgo de aquella época lejana había sido la causa del suicidio de Grisóstomo tan solo por ser hermosa y el tonto haberse enamorado de ella.
–Sí, sí, recuerdo el desquiciado enamoramiento de Grisóstomo y la exageración de la belleza de Marcela la Bella. En las novelas se hiperbolizan las virtudes y los vicios y la de abuelo no es la excepción. Es importante verla como novela, no como biografía ni nada parecido. Los autores tienen prejuicios y preferencias como cualquier otro mortal y las cosas que dicen no necesariamente son ciertas. Tan solo aplauden o censuran según lo que mejor crea que va con su creación.
–Oye, pareces especialista en novelas.
–No debes decirme eso porque fueron ustedes las que me las pusieron al frente y me invitaron a leerlas, tantas, que en ocasiones los autores y las tramas se me confunden.
–Hija, no he dicho que el Viejo debió aplaudir el comportamiento de Sal.
–Lo sé, mamá.
–A él le molestaba que se hablara de la mujer en esa forma y en el tono fuerte y destemplado que acostumbraba a usar, le decía rata y tusa al hombre que contara sus aventuras amorosas y se enfurecía. Decía que los varones que hablaban de sus aventuras sexuales dudaban de su hombría porque a cada paso la tenían que reafirmar y proclamar. No sé por qué se esmandó con Sal y escribió unas cuantas oraciones de más. Creo que exageró hasta el ridículo. No sé si la Sal de la novela tiene alguna relación con una pariente lejana de la que me hablaron. Apenas la recuerdo, pero me pareció escuchar un tintineo cuando leí lo que escribió.
–Oye mamá, es una novela, tan solo una novela. Además, me acabas de decir que abuelo producía los personajes en la fragua de la imaginación y ahora me hablas de una pariente lejana, o sea, de un personaje real. Me confundes. ¿Es que el narrador era abuelo? ¿No es el narrador parte de la invención? Y si es así, ¿por qué esperas que el que narre sea igual al que lo creó?
–No es que Sal sea real. Te dije que podía tomar partes de alguien o historias diversas y empatarlas para crear una nueva. Por ejemplo, la pariente de la que te hablo y Sal, según la novela, vivían en el mismo barrio y es posible que sobre su cimiento, Sal fuera edificada. Recuerdo que en la familia se comentaba que su color estaba en guardarraya con el negro, que era alta y muy hermosa y que mientras estudiaba en la universidad, su comportamiento fue escandaloso, según lo que ellos entendían por escándalo. De eso no existían detalles específicos, sino bembeteos y asuntos imaginarios en los que se resumían todas las degeneraciones sexuales estudiantiles: que tenía más de uno, que salía con cualquiera, que uno la engañó y ella también lo engañó con el novio de la que usó para engañarla, que se iba de vacaciones en búsqueda de amantes en vez de estudiar y muchas cosas más.
–No lo sé. ¿En serio recuerdas que se comentaba todo eso?
–Lo recuerdo porque en la familia, aunque no en casa, los comentarios se repetían bastante, tal vez para llevarnos el mensaje de la incorrección de su comportamiento. Era como el modelo de un mal ejemplo. Pero no digo que fuera ella, aunque tiene un gran parecido. Por eso es que los que saben de literatura dicen que el lector escribe más que el escritor. De esas Sales puede haber muchas, pero yo, como la que recuerdo parecida a ella es esa que te menciono, pues la relaciono.
–¿Sabes algo más de ella?
–Sé que era bastante mayor que el Viejo. Si es la que creo que es, tuvo una hija en la universidad y regresó con ella o la parió acá, no estoy segura. Eso también coincide con la Sal de la novela. Había comentarios familiares que no los recuerdo bien. No la conocí, aunque escuché los chismes y, como te dije, quizá papá utilizó parte de su historia para darle vida a Sal. ¿Es que Sal no se te parece a la que te acabo de mencionar?
–Por lo que me dices, sí. El barrio, los estudios, la universidad, el parto, pero no sé mamá. Creo que la Sal de la novela es el recipiente que abuelo usó para depositar muchos vicios o conductas de las muchachas de una época sumados a los prejuicios de él. Como dijiste, puede haber muchas que sean iguales.
–Lo que recuerdo bien es que el Viejo, en más de una ocasión, dijo que la parienta era mendaz. Nunca hablaba de su comportamiento desinhibido, sino tan solo de sus mentiras. En las conversaciones que escuché decía que era una embustera que le había mentido a su esposo. Parece que el asunto grave eran las mentiras y no los comportamientos pasados. Nunca entendí y la verdad es que no sé a qué se refería, pero me daba la impresión de que no era un asunto de cuernos, sino de tomaduras de pelo pero en verdad, no sé qué era. Si Sal salió de su parienta, es obvio, como diría Paulino, que el Viejo se inventó los detalles de su vida licenciosa o copió lo que escuchó, ya que no la vio ni compartió con ella en la universidad porque, como te dije, era bastante mayor que él.
–¿Tú la conociste?
–Te dije que no, aunque tengo dudas. No sé si es la que recuerdo, aunque es posible que la haya visto y no supiera que era ella. Tengo un recuerdo muy remoto de una mujer alta. Estaba demasiado vieja y no tenía los encantos de la juventud, por lo que no puedo decir si era ella. Es posible que el Viejo, para convertirla en un personaje de la novela, haya depositado en Sal todo lo que decían de la parienta, ridiculizándola hasta el absurdo.
–Eso fue lo que te dije, mamá. Utilizó a Sal como depositaria de la casquivanería y el guille de revolucionaria, inteligencia y libertad de la muchacha de la época.
–La pregunta que me hago, además del asunto de la mentira, que el Viejo las odiaba y las denominaba como chiquitolinas, es por qué hizo eso a modo de diatriba. No fue cuestión de exponer los prejuicios de la época porque todavía esa es una conducta que podemos ver con alguna frecuencia. Pero, si lo que quería era exponer prejuicios, no lo debió hacer a través del narrador.
–Y dale con el narrador. Mamá, el narrador es otro invento. No tenía que ser abuelo.
–Sí, pero pudo utilizar a algún personaje de los que había creado para que dijera lo que dice el narrador. Doña Isabel, la dueña del hospedaje o don Eddie, su esposo, que según la novela estaban viejitos y conservadores, eran los más adecuados para eso. Don Eddie dice algo de Sal, pero no mucho.
–Si no era el narrador, era un personaje, que es lo mismo. Ambos salen de la pluma del autor. Parece que dices que el narrador y los personajes son de dos autores distintos. Además, ¿no te das cuenta de que dices cómo debió escribir la novela?
–No es eso. Aunque la posibilidad es remota, tal vez el Viejo cargaba algún prejuicio familiar en contra de la pariente y la ajustició en el relato. Pero insisto, es inexplicable que hable de Sal en la forma en que lo hizo, sin que importe la veracidad del asunto y que él sea el narrador. Eso a nadie le importaba. Él no era así o al menos sé que no quería serlo y si lo era, lo disimuló bien.
–Y vuelves con el narrador. Tienes un enorme enredo y mucho sentimiento con eso.
–Sí, porque es la única parte de la novela en la que no veo a papá.
–Quién sabe lo que pasaba por su cabeza cuando escribió esa parte. ¿Es que no acabas de decirme que en la novela no hay personas sino personajes? Para mí, Sal es un tipo de muchacha que siempre ha existido y que seguramente el abuelo quería describir. ¿En tu casa se hablaba de la pariente?
–No, no, tan solo lo que ya te dije. Escuchaba algunas cosas cuando visitábamos a su familia. En casa se habló poco del asunto. Bueno, no tan poco porque recuerdo cosas y si las recuerdo es porque se habló bastante. Sé que el Viejo sabía detalles que nosotros no comprendíamos. Aunque eso no lo justifica, insisto en el asunto porque esa parte de la novela me molesta y la considero innecesaria. Alguna razón que no comprendo debe haber tenido el Viejo para el discurso y él era de los que decía que en las novelas no se debía discursear ni amonestar. Fíjate que si lo de Sal se elimina, la novela no se altera en nada porque no hace falta ni añade algo especial o importante. ¿Para qué lo dijo si eso no tuvo ningún efecto posterior en la obra?
–Por lo que entendí, tuvo efecto posterior en la novela y al final la salvó. ¿No te has dado cuenta de que la salvó? Lo que ocurre es que eso pasa en la mayor parte de las novelas. Hay muchas partes que las puedes eliminar y no se altera nada. Viajes, descripciones, personajes, las ya casi obligadas escenas al desnudo o de relaciones íntimas en las películas. Todas se pueden eliminar y nada cambia.
–Eso mismo decía el Viejo.
–Por el motivo que sea, el autor las quiso escribir. El lector no debe tratar de explicar los motivos ajenos, aunque parte del propósito artístico de una obra es que el lector la interprete. Eso es distinto a que el lector la intente reescribir. De lo contrario, cada lector tendría que escribir su propia novela y entonces habrá otros que no querrán que aparezcan cosas o que se añadan otras y nunca terminaríamos.
–Tienes razón. Me apena que ahora no hay forma de saber la verdad del asunto porque cuando pudimos, nadie se interesó en preguntarle sobre su familia y sobre otros temas que nos pudieran explicar su proceder. Es que para nosotros esa no es una novela cualquiera. Ahí hay mucho del Viejo, de nosotras, del pueblo, de incidentes y de personajes que no son del todo inventados.
–Ese es el problema mamá, eso mismo es. Volvemos a lo mismo. Me acabas de decir que todo es una invención, una historia producto de la imaginación y ahora te contradices. No es que en la novela haya mucho de abuelo o de ustedes. La novela fue escrita por él y ya. En la novela no hay mucho de él, ni de nosotras, ni del pueblo, ni de incidentes y menos de personajes reales o ficticios o una mezcla de ambos. Eso dice tití Angelina y coincido con ella. ¿Cuáles son los incidentes esos que mencionas? ¿De qué verdad hablas? Eso no es una crónica ni una historia, ni noticia, ni nada parecido. Eso es una novela. Imagínate que vives en otro país y alguien llega con la novela y te la regala. Al leerla, ¿te preguntarías lo mismo que te preguntas ahora por ser hija del autor? Estoy segura de que no.
–Es cierto, pero nada se escribe en el vacío. De algún lugar surgen las cosas.
–Piensa que en la novela no hay nada de la familia ni hay nada que explicar. Todo eso está en tu cabeza. El autor se murió y muy lejos habrá alguien que la lea, si es que se publica, y le dará la interpretación que quiera, que no tiene que ser la tuya, y hasta tal vez piense que el Viejo escribió sobre la familia del que la esté leyendo, por allá en un país remoto. Déjala así y no te rompas la cabeza con asuntos irremediables. No descubrimos la novela para buscarnos un problema familiar con ella.
–Sí, pero…
–¡Escucha, mamá, por favor! La novela no tiene nada que ver con nosotros ni con nadie en la familia, excepto que la escribió abuelo. Así me lo dijiste en una ocasión. Eso no es un mapa de un tesoro escondido que todos quisiéramos interpretar porque conocemos sus señas. No quiero ni pensar en lo que los demás familiares y amigos que conocieron a abuelo especularán sobre los personajes y las historias. Es mejor que la novela no caiga en sus manos porque terminarán poniéndole nombres a los personajes y hasta recordarán o se inventarán incidentes parecidos aunque al Viejo no se le pasaron por la cabeza al escribirla. Todo el mundo escribe su propia novela mientras las lee. Creo que así debe ser y que entre otras cosas, para eso se escribe, para producir pensamientos, pasiones y reacciones.
–Recuerda que dicen que las novelas siempre son biográficas.
–Sí y no. Eso dependerá más del lector que del autor.
Riéndose, Ana le dijo:
–Hablando pareces una vieja.
–Siempre nos dices lo mismo y es porque salimos a ti y nos criaste así. Así lo dicen los tíos. Tú lo sabes.
–Pero lo digo porque es cierto. Bueno, de todos modos ya te he dicho que los personajes de la novela de papá no son importantes, por lo que coincido contigo en lo que has dicho. Lo importante es el relato del evento, del momento histórico.
–Ya me has dicho que es un “momento histórico” y para que lo sepas, no me gusta que utilices esa expresión. Todos los momentos son históricos. Esas expresiones de locutores, reporteros de emisoras radiales y políticos, me atormentan.
–Ay nenita, no me vengas con eso, que te pareces a tu maniático abuelo. ¿Por qué no eliminas el “como tal”, el “literalmente” y otras que dices cincuenta veces al día?
–Falso mamá. No me molestes. El que utiliza esas expresiones es tío. No te hagas la loca y olvídate de los personajes por ahora. Sabes que lo que queremos es que nos consigas lo que nos prometiste: lo que escribió y decidió el tribunal sobre la muerte de don Flores Rivera Mercado. Ibas a buscar la historia y nunca lo hiciste.
–No había tenido tiempo, pero en eso las dos me ayudarán temprano en la mañana. Voy a limpiar y a organizar el armario del pasillo y aprovecharé para sacar los libros del Viejo. Ya verás que la conseguiremos. Las despertaré temprano. A dormir.
A Eugenia se le iluminó el semblante y con alegría le dijo que sí, que la ayudaría y que se acostaría rápido para robarle unas horas a la espera, igual que en víspera de Reyes.
XIV EL CASO
En la mañana, Marcela despertó a Eugenia al entrar al cuarto tocando al violín el tango Por una cabeza.
–Lo estudié anoche y es un tango hermoso, pero me llama más la atención el milagro de que estés despierta tan temprano –le dijo Eugenia.
–Ningún milagro. Mamá rebusca en el armario del pasillo y, con el revolú que tiene, se despierta cualquiera. No solo hace ruido, sino que habla sola y describe todo lo que ve o se pregunta de dónde salió eso o qué hace tal cosa aquí y comentarios así. Está loca de remate.
–Déjala quieta.
–Dices “déjala quieta” porque también hablas sola.
–Ay Marcela, no empieces a fastidiar tan temprano. ¿Ya comenzó a trabajar? Ella busca el libro del tribunal que habla de la muerte de don Flores Rivera Mercado, el que contiene la versión oficial del asesinato y anoche me dijo que nos despertaría para que la ayudáramos.
Eugenia fue al baño mientras Marcela guardó el violín y tarareando la misma melodía se dirigió al pasillo. Al llegar comenzó a bajar pesadas cajas llenas de libros que requirieron el esfuerzo de ella y de su madre. Minutos después, Eugenia se les unió. Bajaron todas las cajas. Una vez terminaron, Ana les pidió que buscaran en el lomo de los libros las fechas de 1978 a 1981 y los índices de esos años porque era para esa fecha más o menos que ella recordaba que el tribunal había publicado el caso. La sentencia era Pueblo v. Chaar Cacho, y les explicó que todos los casos criminales tienen de una parte al Pueblo y de la otra al acusado. Minutos después, Marcela gritó: ¡bingo! Lo había encontrado: Pueblo v. Chaar Cacho, tomo 109, página 316 de las Decisiones del Tribunal Supremo de Puerto Rico, opinión del Tribunal escrita por el juez Dávila.
Antes de que leyeran el caso, Ana les recordó que esos libros contenían los casos que publicaba el tribunal del Escambrón. Los casos publicados eran los que llegaban ante ese foro, el cual era el último eslabón en la cadena apelativa en Puerto Rico de los casos que se veían en los demás tribunales de instancia. Les explicó que ese tribunal casi siempre veía y decidía los casos de los grandes bufetes no importa la intrascendencia de lo que plantearan ya que, según ella, era un tribunal clasista, aliado de los grandes intereses, aunque para dar otra impresión, en ocasiones le hacía justicia a algún pobre. De paso, les explicó que ese tribunal no tenía nada de supremo porque quien decidía en Puerto Rico sobre todos los asuntos importantes era el Tribunal Supremo estadounidense, por lo que el nombre le quedaba grande, aunque sus jueces creían ser lo último de los muñequitos, tenían nombramiento vitalicio, guardaespaldas, paga desmedida, automóviles, privilegios y pensiones que sus viudas heredaban. El comentario contra los jueces era una repetición que abrumaba a las muchachas porque desde pequeñas les decía lo mismo en la escuela doméstica en la que las educó. Añadió que si no se trataba de un asunto ideológico, los oficiales jurídicos del tribunal hacían la determinación final del caso en controversia, lo estudiaban, redactaban y lo entregaban a los jueces que estaban allí por su afiliación política y ellos, con algunos retoques, lo publicaban con su firma como la verdad jurídica de la controversia planteada. Parafraseando a Ulman les dijo que “Los jueces del Escambrón son los únicos escritores que tienen garantizada la publicación de los disparates que escribe otro y que ellos firman como suyos hasta que cumplan los 70 años o hasta que se retiren”. Les pidió que leyeran desde la página 317 hasta la primera oración del segundo párrafo de la página 321 porque de ahí en adelante se incluían asuntos técnicos de derecho que eran más para abogados que para ellas.
Eugenia, que era niña y adulta como su hermana, intentó arrebatarle el libro a Marcela pero no lo logró. Ambas subieron al cuarto de Eugenia con lo que parecía un juguete nuevo compartido. Sentadas una al lado de la otra hojearon la sentencia y la leyeron en voz baja a la misma vez:
El apelante fue acusado de asesinato en primer grado y de tres delitos de apropiación ilegal agravada. Renunció a su derecho a juicio por jurado. Terminada la prueba de cargo, el apelante sometió su caso sin ofrecer prueba de defensa.
La prueba relacionada con la acusación de asesinato en primer grado estableció los siguientes hechos. Don Flores Rivera tenía un apartamento en San Sebastián. El apartamento tenía rejas y él las mantenía cerradas, abriéndolas únicamente para recibir personas de confianza. El día de los hechos Don Flores Rivera había cenado en la casa de una de sus hijas y luego se retiró a su apartamento. El acusado intentó localizar a Don Flores Rivera y al ser informado que éste se encontraba en San Sebastián, el acusado expresó su intención de ir a verlo.
Edwin González Cortés declaró que vivía en San Sebastián en un apartamento y que Don Flores Rivera vivía en otro apartamento del mismo edificio. Ambos vivían en el segundo piso. El día 16 de diciembre de 1975 se encontraba en su apartamento acompañado por Israel Román. Cerca de las siete de la noche oyeron unos gritos como de una persona que gritaba duro, quejándose. Ambos salieron al pasillo del edificio y observaron que los gritos se originaban en el baño del apartamento de Don Flores Rivera. La ventana del baño estaba semiabierta y pudo observar al acusado abriendo la puerta del baño y saliendo. Se colocó cerca de la entrada del apartamento y observó salir primero a una persona desconocida y luego al acusado. Llamó al acusado pero éste no le contestó. Entró al apartamento acompañado de Israel Román y encontraron a Don Flores Rivera acostado boca abajo en el piso en un charco de sangre. Salieron para avisar a los familiares pero éstos ya estaban llegando al lugar. Había conocido al acusado por algún tiempo por haber firmado una escritura ante él y haberse ofrecido a ser su testigo en un caso de licencia de portación de armas.
Juan I. Medina declaró que el 16 de diciembre de 1975 él era policía estatal y estaba de turno en el cuartel de San Sebastián. Comenzó a trabajar esa noche a las 7:30 P.M. Antonio Acevedo fue a informarle que habían asesinado a Don Flores Rivera. El Sargento Vega y el policía Sánchez salieron para el sitio donde ocurrieron los hechos. A los pocos minutos llegó el acusado al cuartel sudoroso y jadeando y le pidió agua. El acusado le dijo que había observado a las personas que agredieron a Don Flores Rivera y al ver lo que estaba ocurriendo abandonó el lugar y fue al cuartel de la policía. Mientas hablaba con el acusado notó que el reloj y los espejuelos de éste tenían manchas de sangre. Le preguntó al acusado sobre las manchas de sangre y éste, sin ofrecer explicación alguna fue y se limpió las manchas.
Jesús Mojica Quiñones declaró que para la fecha de los hechos él era agente del Negociado de Investigación Criminal en Aguadilla. Siguiendo instrucciones del Fiscal Román se dirigió hacia el apartamento de Don Flores Rivera. Al llegar, entró al apartamento de Don Flores Rivera y luego de hablar con el Fiscal Nolla inspeccionó el área completa de la casa. Observó que en la mesa de la cocina se encontraba un litro de whiskey marca White Label ligeramente usado, dos vasos plásticos desechables y un vaso de cristal con agua. No se veían señales de lucha en el cuarto. Vio el cadáver en un charco de sangre en el baño.
Luis A. Román declaró que hace aproximadamente cinco años que ocupa el puesto de Fiscal Jefe en Aguadilla. La noche de los hechos, cuando le informaron sobre el asesinato, se dirigió directamente a la residencia de Don Flores Rivera acompañado por el agente investigador y el fotógrafo. Llegaron a dicha residencia como a las nueve de la noche. Tomaron una serie de fotografías. En el piso del baño, cerca de la puerta, había dos huellas en sangre de tacos de zapatos. Luego del baño, inspeccionaron todas las habitaciones del apartamento. El apartamento tenía una sola puerta de entrada y salida. Después de terminar su investigación se dirigió hacia el cuartel de San Sebastián. Al llegar al cuartel se encontró con Chaar Cacho quien le indicó que había estado en el apartamento de Don Flores Rivera esa noche y sería su testigo estrella. Decidió tomarle una declaración jurada a Chaar Cacho quien no se opuso. Cuando iba a comenzar a hacer preguntas, Chaar Cacho no lo dejó seguir sino que insistió en narrar él lo ocurrido. Mientras Chaar Cacho le narraba lo sucedido él observó una manchas de sangre en las botas y los pantalones de éste. Le preguntó a Chaar Cacho cómo se había manchado con sangre. Al escuchar esa pregunta Chaar Cacho se levantó y rehusó seguir declarando. Instruyó a un agente que llevara a Chaar Cacho a su casa y le ocupara la ropa que tenía puesta. A insistencias de Chaar Cacho envió a un policía a buscar el jeep de éste que se había quedado estacionado frente al apartamento de Don Flores Rivera y a traerlo al cuartel.
Raúl Marcial Rojas declaró ser director del Instituto de Medicina Legal. Declaró que fue consultado por el Doctor Mariano Sorvill en relación con la autopsia practicada al cadáver de Don Flores Rivera. Surge del protocolo de autopsia la existencia de contusiones múltiples sobre la región frontal, una herida delante de la oreja derecha, hematomas en ambos ojos, una herida sobre la ceja izquierda, una herida punzante en el hemitórax izquierdo y una herida incisa localizada en la región parietal derecha. También surge del protocolo que estaban fracturadas las costillas tercera, cuarta y sexta en ambos lados. La causa de muerte fue el efecto conjunto de los múltiples traumatismos severos y las hemorragias.
Ana Mercedes Martínez declaró que era tecnóloga médica del laboratorio criminal de la Policía de Puerto Rico. En relación con los hechos ocurridos el 16 de diciembre de 1975 había realizado algunos análisis en el laboratorio. Recibió de manos del Fiscal Nolla unas piezas de evidencia y Leida Rodríguez, otra tecnóloga médica, recibió otras piezas de evidencia. La muestra de sangre del Señor Flores Rivera identificada con el número 3329-ML75 era de tipo O. Que en el Exhibit A del pueblo (identificado adecuadamente como el pantalón que vestía el acusado la noche de los hechos) determinó la presencia de sangre humana de tipo O. En el Exhibit O del Pueblo (identificado adecuadamente como el papel toalla utilizado por el acusado al lavar sus espejuelos y reloj en el cuartel) pudo determinar la presencia de sangre de tipo O. En el Exhibit I del Pueblo (identificado adecuadamente como las botas que usaba el acusado la noche de los hechos) pudo determinar la presencia de sangre humana. Que la bota derecha tenía sangre en la parte interior y en la superficie. La bota izquierda tenía sangre en la parte interior y en toda la suela y el taco.
El tribunal declaró culpable al apelante y lo condenó a cadena perpetua en el caso de asesinato en primer grado y a cumplir una pena de tres a ocho años de presidio en los casos de apropiación ilegal agravada.
Luego de leer el caso, Eugenia y Marcela le pidieron a Ana que dejara de trabajar en el armario reclamándole su atención inmediata porque tenían algunas interrogantes. Sentadas las tres en la escalera de madera que comunica al primero y segundo piso, la enloquecieron con preguntas: ¿Por qué en la novela Mayoral no le había dicho a Maya lo que acababan de leer? ¿Es que no sabía que la historia estaba publicada? ¿A eso era que se refería Angelina al invitarlas a que buscaran lo que el tribunal decidió en el caso y se olvidaran del resto? ¿Qué importancia podía tener para el Viejo narrar todo lo demás y hacer un cuento tan largo si lo que quería era que se supiera lo del asesinato? ¿Para qué narrar el asesinato si ya estaba narrado y publicado por el tribunal? ¿Por qué contar ese asesinato si el abuelo había participado en tantos asuntos iguales o más interesantes que ese y ninguno estaba escrito? ¿Por qué tanto trabajo?
Ana les contestó:
–Ya ustedes leyeron la novela y parece mentira que al leer el caso, no se hayan dado cuenta de lo que quería el Viejo. Denme el libro, que voy a buscar algo.
Marcela le entregó el tomo 109. Ayudada por el dedo índice Ana lo leyó hasta que llegó a la página 317 y les comentó:
–Aquí está subrayado con tinta roja por el Viejo y dice: “El apelante fue acusado de asesinato en primer grado y de tres delitos de apropiación ilegal agravada”. Eso de apropiación ilegal agravada es lo que todo el mundo llama, robo.
Buscó otras páginas y continuó:
–Fíjense que el acusado tan solo apela la convicción por el asesinato. Eso tuvo el efecto de limitar al tribunal para que no hablara de las apropiaciones ilegales, de los robos. Aquí dice: “El apelante no hace apuntamiento alguno en relación con su convicción en los casos de apropiación ilegal agravada”. O sea, Chaar Cacho no dice nada sobre su convicción por varias apropiaciones ilegales que ya les dije que se conocen comúnmente como robos. ¿Es que no se dieron cuenta de que el relato del tribunal se limita al asesinato? ¿No se percataron de que el asesino no apeló las apropiaciones ilegales? Eso tuvo el efecto de dejar al tribunal con el relato escueto de la muerte.
–Pero de eso se trataba el caso –comentó Eugenia.
–No, no solo se trataba de eso. Para Mayoral, digo, para el Viejo, lo más importante era establecer el móvil del asesinato para que nadie dudara de la convicción. En la apelación, el convicto no explicó ni habló nada de las apropiaciones. Daba la impresión de que había un crimen sin motivo y eso siempre debilita un fallo condenatorio, en este caso, de asesinato. El Viejo lo que quería era relatar el móvil del asesinato a través de un testigo que estuvo en el juicio. Según la novela, ese testigo no solo declaró, sino que le constaban todos los hechos porque los escuchó por haber estado todo el tiempo en el salón de sesiones, primero como testigo y luego como parte del púbico que acudía todos los días al juicio. Si la historia del asesinato se dejaba en la forma en que el tribunal la expuso en esta decisión, cualquiera podría decir que se equivocaron en la apreciación de la prueba del asesinato y que tomaron una mala determinación al confirmar el fallo de culpabilidad. Pero, si se decía el motivo por el cual Chaar Cacho lo mató, entonces nadie cuestionaría su culpabilidad. Incluso, en ausencia de un móvil, cualquiera podría hacer un libro o publicar alguna tontería que refutara el fallo con teorías baladíes para exculpar al convicto.
Sorprendidas, las muchachas se miraron, sonrieron y acordaron volver a leer el relato completo que hizo Mayoral.
XV EL JUICIO
Estando en la casa grande, las muchachas comenzaron a hacerle preguntas a Paulino, que, aunque les decía que lo enloquecían con su insistencia en lo mismo, le gustaba ver a sus sobrinas sondeando en el pasado familia.
–¿Tú recuerdas el caso del asesinato de don Flores? –le preguntó Eugenia.
–¿Es que han cargado hasta acá con la maldita novela? –preguntó Paulino.
–Ay tío, Eugenia trajo su copia porque sabíamos que estabas aquí y queríamos preguntarte algunas cosas.
–¡Ustedes están más locas que el tipo de la novela que se rompía las botellas en la cabeza! –y con el evidente propósito de molestarlas continuó– A esa edad deben estar pendientes de enamorarse, ir a fiestas, escuchar música, leer revistas de farándulas, vestir bien, pintarse las uñas. La verdad es que a Ana se le fue la mano con ustedes. Dios quiera que no pretendan hacer las cosas propias de su edad cuando tengan la mía porque se van a ver bien ridículas. Afortunadamente mis hijas todavía no saben leer porque ustedes ya la hubiesen enredado en la novela y estarían por ahí como almas en pena.
–Ya verás que cuando crezcan les vamos a dar una copia y les explicaremos lo que no entiendan y, déjate de machismos y majaderías, que lo haces para reventarnos la vida: ¡Misógino! –le gritó Marcela.
–Ay chus, qué finoda. ¡Qué machismos ni machismos ni esa otra cosa que dijiste! Ustedes están obsesionadas con la novela como si no existiera nada más en el mundo –y dirigiéndose a Marcela– ya tu madre me dijo que te la pasas haciendo bocetos de Mayoral como si lo hubieras conocido. ¿Saben las cosas que han dejado de leer por estar pegadas del asunto ese?
–Uno lee lo que le gusta y quiere, y no hables de los bocetos porque ella siempre ha dibujado y lo dibuja todo, igual que tití Monserrate –comentó Eugenia– lo que pasa es que tenemos algunas dudas con las fechas y…
Marcela la interrumpió.
–En primer lugar tío, eres un jodón que te gusta molestarnos. Además, tenemos dudas porque, en las novelas, a los hechos verídicos se les añaden cosas y se les quitan otras y los novelistas son expertos fabricando enredos, diciendo falsedades e imaginándose historias y no tenemos muy claras algunas partes del asunto de los motivos del asesinato.
–Lo del asesinato está bastante claro porque el Tribunal lo explicó bien, pero con lo del robo tenemos dudas porque hay conceptos y trámites legales hechos en los bancos que no los entendemos del todo –dijo Eugenia.
–Eso de asuntos legales se lo deben preguntar a su madre que es la que es abogada. Las conozco como si las hubiese parido. Ustedes lo que hacen es hurgar en el pasado familiar, particularmente en el del Viejo, a ver qué pescan y de excusa dicen que no entienden algunas cosas o que algo no está claro. Ya todos les hemos dicho que la novela esa, que, por lo menos a mí me va a llevar al manicomio, no tiene nada que ver con nosotros ni con los Viejos.
–No te hagas el bobo para que te roguemos y acaba y habla –le contestó Marcela.
–¡Madre mía! Yo nací en el 79 y el asesinato fue como cuatro años antes. Tan solo tengo un remoto recuerdo de las conversaciones de mi padre con mamá comentándole asuntos relacionados con el juicio pero no sé si era de los robos o del asesinato. Ese era un tema frecuente en las conversaciones en la casa.
–¿Y mamá, recordará detalles? –preguntó Eugenia.
–¿Pero, cómo peguntan eso si la han explotado y la pobre mujer está a punto de reventar? Yo no sé, pero siendo la mayor de los cuatro hermanos, debe recordar más. Además, ustedes conocen la súper memoria que tiene y como sabe de derecho, puede tener más información y explicarles las cosas mejor. Ya leí la novela, y tengo que aceptar que ustedes tenían razón y en verdad es una novela, y el Viejo copió la parte del asesinato según surge de la decisión del Tribunal. Eso no está novelado, eso es una cita del caso. Lo recuerdo bien porque lo leí hace muchos años, más bien el Viejo me obligó a leerlo.
–Es que todo el enredo con Mayoral y Maya y lo demás que pasó en el juicio nos confunde –dijo Marcela.
–¡Qué confusión ni confusión! Ahí todo está claro. De lo que leí, lo único que él no escribió es la cita del tribunal sobre el asesinato. Lo demás es lo que él escuchó y vivió cuando fue de novelero a ver el juicio en el que acusaban a Chaar Cacho por asesinato y apropiación ilegal. No sé por qué están confundidas porque El Viejo no se parecía en nada a Mayoral, ni a Mayo, ni a los abogados ni al juez ni a nadie. El único parecido es el de Maya y mamá que es dulce como era ella y llora con la misma frecuencia. Todos esos personajes son un invento, por lo que no deben estar buscándole cinco patas al gato.
–¿Y por qué relatarlo así y no hacerlo de otra forma?
–¡Ay Eugenia, por favor! Ya eso lo hemos hablado y tu madre y tías les han explicado. Si no lo contaba así no había novela y si lo contaba de otra forma, siempre habrías tenido la misma pregunta. Si no lo contaba como lo contó, lo que tenía que hacer entonces era una hoja suelta que citara lo que dijo el tribunal y se acabó –contestó Paulino que, haciendo un guiño, salió de la casa a continuar con las tareas del patio.
–¡Ese tío está desajustado! –dijo Marcela.
Completada la limpieza de la biblioteca de la casa grande, trabajo que Ana les asignó, fueron al balcón de entrada a esperar a que Paulino terminara, y aprovechando la espera, Eugenia comenzó a leer en alta voz. Marcela, sentada en la mecedora que su abuela usaba para dormirlas cuando eran pequeñas, la escuchaba.
Lorenzo dejó a Maya en la casa y fue a estacionar el vehículo. Maya entró apresurada y luego de darle un ligero saludo a Salvadora, se fue a su cuarto. Su madre, que no estaba acostumbrada a recibirla así, la siguió. La encontró sentada en la cama con la cabeza agachada, dándole vuelta a un mechón de pelo como lo hacía desde niña, con libros, grabadora y notas en la falda y le preguntó qué pasaba. Esquiva, Maya le respondió que todo estaba bien.
–No todo está bien. Dime qué te pasa –dijo Salvadora, y se sentó a su lado.
–Nada, mamá.
Maya sabía que Salvadora no iba a detenerse hasta que le hablara.
–Es el relato, mamá.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa con el relato, con el loco?
–Ay, por favor, no hables así, mamá. No pasa nada.
–Dime qué es ese nada que no está pasando.
–Es que está lento y temo no tener la totalidad de la historia a tiempo. Hoy quiero organizar y comenzar la redacción con las pocas notas que he tomado y volver a escuchar las grabaciones. El tiempo de la entrega se acorta. Él comienza a narrar bien y te diría que muy contento, pero llega el momento en que se le va el pensamiento, se queda en Babia y se marcha.
Salvadora, que se había sentado a su lado, no habló. Sabía lo responsable que era su hija con sus tareas y que le habían enseñado, su padre con mayor vehemencia, que los términos y las fechas se respetan. La acarició al igual que a la niña de antes y se levantó, limitándose a decirle:
–Trabaja, hija, trabaja y no te preocupes, que terminarás y entregarás a tiempo.
A los pocos minutos Lorenzo llegó taciturno, nostálgico. Se acercó a Salvadora, la besó y le preguntó por Maya.
–Dime qué les pasa –le dijo Salvadora.
–Nada mujer, es el negocio.
–No, Lorenzo, el negocio no es. ¿Me ocultan algo?
–¿Cómo que “me ocultan algo”? No, Salvadora, no, es que…
–Dime Lorenzo. ¿Es la nena? ¿Es el loco?
–Bendito, Salvadora, ya te he dicho que “el loco” tiene nombre.
–Sí, sí, pero llegó rara y después de preguntarle, me explicó que estaba preocupada por el relato ese que le hacen porque no le queda mucho tiempo y teme que se haga tarde para entregar el trabajo, pero estoy segura de que hay algo más. La dejé en el cuarto, pensativa, dándole vueltas al pelo. Estaba inquieta y se proponía organizar sus notas, escuchar las grabaciones y redactar.
–No, no hay nada más… Es que no sé, Salvadora.
–¿No sabes qué?
–Desde que Mayoral comenzó el relato lo he visto cambiar, asunto que no es difícil notarlo, porque si lo conocieras te darías cuenta de que toda su figura y expresiones son un discurso. Algunas veces lo veo peor y otras mejor, pero distinto. Eso sí, llega aseado y hasta usa otra ropita que, aunque es vieja, para nosotros es nueva porque antes llevaba la misma u otra con pocas variaciones. Siempre llega sobrio, pero es evidente que continúa bebiendo. Hoy estuvieron reunidos poco tiempo y él salió de la oficina embelesado. Repetía una retahíla de palabras que parecían un rezo, no sé.
–¿Y ella?
–Ella estuvo toda la mañana en el escritorio hasta la hora en que cerré y salimos para acá. En varias ocasiones, desde que él se fue, me asomé a la oficina. No leía ni escribía ni hacía nada, tan solo permaneció pensativa. Me asusta que Mayoral no le termine la historia y Maya pierda su año y no se pueda graduar.
–¿Tú crees que eso pueda pasar?
–Hablamos por el camino y dijo que se le ha hecho tarde para comenzar con otra historia y por lo que pude notar, ella no quiere otra, quiere esa, la de Mayoral. La sentí angustiada, por la historia y por Mayoral. Le ha tomado cariño y sé que se preocupa por él. No sé por qué se preocupa más.
–No la entiendo. ¿Cómo es eso de haberle tomado cariño a un loco borracho?
–¡Por favor, no sigas con esas expresiones! No es malo que le haya tomado cariño. Ella es una niña cariñosa y compasiva. Así la criamos y ahora no le podemos reprochar lo que aprendió de nosotros, en particular, de ti. Por favor, no empieces con tus manías.
–No son manías, Lorenzo, son realidades y ya no es una niña. Para dejarla sola con el hombre ese que hace el relato dijiste que ya no era una niña y ahora la tratas así.
–Sé que no es una niña y no está sola, esta conmigo. Está segura y bien y eso es lo importante.
–No está tan bien como dices porque sé que algo les inquieta a ambos. Cuando llegó la noté rara. La seguí a su cuarto, le hablé y acabo de decirle que se calme, que terminará a tiempo. ¿Pero, qué pasa Lorenzo, dime, a qué te refieres cuando dices que la sientes angustiada por la historia y por el señor ese?
–Y vuelves con lo mismo. El señor ese tiene nombre, Salvadora, y me inquieta todo. Tú sabes que en el negocio se escuchan los comentarios del pueblo.
–Ajá, ¿y qué dicen los comentarios? ¿Qué es lo que escuchas?
–Los clientes, al ver pasar a Mayoral, aunque siempre los saluda con respeto, como ya te he dicho, dicen que al salir de la carnicería toma más licor que antes y lo notan más confundido. Además, veo que su deterioro es rápido, acelerado. Está… no sé, lento, más pausado al hablar, pierde el equilibrio y tiene alguna dificultad al caminar. Se lo había comentado a Maya y me dijo que no, que lo veía más juvenil, más despierto. Pero hoy, desde que salimos de la oficina a buscar el carro y en todo el trayecto hasta que llegamos, no me habló. Ya cerca de la casa le pregunté qué le pasaba y con lágrimas aguantadas y voz quebrada se limitó a decir: “Tienes razón, papá, Mayoral no está bien”.
Salvadora calló. Pensativa y sin comentarios, se fue a su habitación. Al pasar por el cuarto de Maya, escuchó una grabación. Caminó muy lenta y alargó el oído. No pudo evitarlo y regresó. Al entrar, Maya, asustada, apagó la grabadora.
–¿Esa es la voz del señor?
–Sí, mamá, disculpa, le bajaré el volumen.
–No es nada, hija, es que…, nada, nada, sigue con tu trabajo.
–Pero, ¿ibas a decirme algo?
–No, nada, hija, nada.
Salvadora se marchó y Maya, para evitar molestarla, se puso audífonos y continuó. La casa quedó en silencio por varias horas y, ocultando sus colores y desvaneciéndose en la noche, se fue a dormir.
Al amanecer, el trino lejano de un ruiseñor se colaba por las ventanas tejiendo una dulce melodía a dúo con el pito de barco de la Central Plata. El aroma a café y algunos sonidos en la cocina se unieron a las notas de las mañanitas que despertaron a Maya, que, para poder estar temprano en la carnicería, quiso irse con su padre. Para evitar que Lorenzo se impacientara con su hija, que no caminaba a su paso, Salvadora le retuvo la entrega del termo de café y movió su mano haciéndole una delicada señal para que se calmara y la esperara por varios minutos.
–¿Terminaste de escuchar la grabación? –le preguntó Salvadora.
Extrañada por ser la primera vez que Salvadora en alguna forma se refería a su trabajo, le contestó:
–Sí, mamá, es que son varios casetes y los escucho muchas veces porque hay datos que se me escapan y los paso por alto, como si no los hubiese escuchado. Algunas partes me parecen tan interesantes que me quedo pensando y el relato sigue y no me doy cuenta de lo que ha dicho.
Sin mirarla y haciéndose la desentendida, Salvadora le preguntó:
–Solo por curiosidad, ¿guardas las grabaciones?
–Sí, mamá. Hasta que no termine el trabajo no las borraré. Eso te lo aseguro.
–Sí, sí, es que debe ser información importante para la historia que escribes. Pero aunque termines y no las necesites, no las debes borrar. Es parte de la documentación del trabajo y es muy valiosa.
–Bueno, no lo había pensado así. Además, no tengo la necesidad de borrarlas. Al fin y al cabo, no son tantas.
Maya, que sabía que su padre esperaba por ella, no habló nada más y se apresuró a salir de la casa tirándole un beso a Salvadora que, con un gesto cursi de caricia suave en su mejilla, se lo quitó y lo llevó al corazón. En el camino, Lorenzo le dijo:
–Por primera vez desde que comenzaste la entrevista, tu madre está contenta y te pregunta algo del trabajo. ¿Lo notaste?
–¡Seguro que lo noté!
–Ayer hablé con ella y ha cambiado de actitud. Al menos, no estaba alterada, aunque sí preocupada.
–Es que me vio ansiosa y anoche, al pasar por mi cuarto, creo que escuchó parte de la grabación. Me asusté y rápido la apagué para que no se molestara. Quizá con lo que escuchó pudo percibir que Mayoral estaba bien y eso, junto a lo que le dijiste, la puede haber tranquilizado.
–Puede ser. ¿Sabes si escuchó mucho?
–No, creo que poco, pero por poco que haya escuchado, estoy segura de que en algo afectó su ánimo. Es que el que lo escucha jamás podría imaginar que es el borrachito que se rompe la botella en la cabeza. Imagínate, después de que mamá no quería que hablara con él, yo no sé cómo, ahora me dijo que guardara las grabaciones aunque haya terminado el trabajo.
Lorenzo rió y le dijo:
–A que tu madre termina escuchándolas.
–¡Ay papá!, no seas sinvergüenza.
–Nada de qué preocuparse, hija, hoy es otro día. Ya verás que terminarán a tiempo.
–Sí, espero que terminemos hoy o mañana. Anoche no dormí bien. Pensé mucho en Mayoral y su salud y me levanté preocupada. Es que no puedo hacer nada por él y me entristezco. Por fortuna, mamá está bien y eso me tranquilizó.
–No seas boba Maya, ya verás que todo se resuelve y terminas el proyecto. Él estará bien.
–Papá, ¿crees que se incomodará si le digo que no tengo mucho tiempo?
–Se lo puedes decir con cuidado.
–Lo haré. Sé cómo hacerlo.
Grande fue su sorpresa y alegría al ver a Mayoral esperándolos sentado en el escalón de la carnicería. Mientras Lorenzo abría la puerta del negocio, Maya se apresuró a saludarlo dándole los buenos días y extendiéndole la mano como era su costumbre. Mayoral se la tomó, levantó la cabeza, y mirándola a los ojos, con tono de plegaria le dijo:
–Ayúdame a levantarme. Maya sintió el repentino golpe de la petición que era más que un lamento y no pudo evitar que dos lágrimas urgentes se asomaran. No le contestó porque no podía. Cambió la mirada ahogada hacia Lorenzo, que pudo ver su pena y, con mínimo esfuerzo, lo ayudó a levantarse. Él le dio las gracias y ella, sin mirarlo, apresuró el paso hacia la oficina secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Apesadumbrada, entró, acomodó sus cosas, y poco tiempo después llegó Mayoral sentándose frente al escritorio en la misma silla plegadiza del día anterior. Con voz recobrada le dijo:
–Maya, nunca se pide por la mañana. Dicen mis amigos de la Loma que el que pide por la mañana, roba por la tarde, pero un favor no se le niega a nadie, ni a mí.
–Dime Mayoral, dime.
–Por favor, dile a don Lorenzo que se serene, que esté tranquilo. Voy a cumplir mi palabra y tendrás la totalidad de la historia entre hoy y mañana. Pidámosle a mi recuerdo que sea noble con nosotros y lo demás es un cuento.
–Vale, Mayoral, ¿te dijo algo?
–Sí y no. Abrió un termo y me dio café, que me pareció el mejor que he tomado y, mientras compartíamos, me preguntó si me faltaba mucho del relato porque te notaba intranquila. Le dije que no. Le juré que me mantendría vivo mientras no terminara y que se despreocupara. Me contestó que él estaba seguro de que lo lograríamos.
Maya pensó que ya el padre se le había adelantado para evitar que se sintiera incómoda con su pedido, y le dijo:
–¡Oye! Yo también digo lo mismo: que el mejor café del mundo lo hace mamá. No le hagas caso a papá con eso de los apuros. Es que él se inquieta. Sé que terminaremos y de no lograrlo, te lo agradezco igual. Lo del juramento no es necesario porque no dudo de que quieras ayudarme, aunque me siento bien porque aseguras que terminaremos y eso te da un motivo para vivir. Después de que terminemos, nos inventaremos otro.
–¿Qué es eso de “que nos inventaremos otro”? ¿Otro qué? No inventes Maya, no inventes. Vamos a trabajar. Saca la pluma, prende la grabadora y comencemos.
Maya miró hacia el bulto.
–¡Madre mía! Olvidé la pluma, la olvidé. ¿Puedes creer que la olvidé? O tal vez no le gustan los apuros mañaneros y se bajó del bulto. Anoche escribí con ella.
Mayoral quedó serio y ella, mintiendo, le dijo que lo de la pluma era broma, que no se le había quedado y que, para adelantar el trabajo, la había dejado en la casa porque ese día tan solo quería escucharlo y grabar, como la primera vez. Él reaccionó y sonreído, le dijo que sí, que escuchara y grabara. Añadió que en alguna forma la pluma, que volvió a decir que era hechicera, para él era un talismán que lo inspiraba a trabajar. Extrañada, Maya se limitó a decir “Vale, espera un momento.” Se levantó y fue a la tienda a pedirle a Lorenzo que en el momento en que pudiera, le buscara la pluma. Lorenzo sabía cuál era porque era como una parte del hogar. Por muchos años la había visto de prendedor en la ropa de Salvadora y en la de Maya desde que comenzó en la universidad. Maya regresó, encendió la grabadora y Mayoral comenzó.
–Después de lo que te conté del portafolio, pasaron pocas cosas importantes y finalmente llegué al tribunal. El primer día fue algo así como mi recibimiento triunfal. Te digo eso porque yo era un testigo que fiscalía se había encargado de convertir en alguien importante en el proceso. La prensa estaba presente y las luces de las cámaras fotográficas, que por poco me dan en la cara, me molestaban como a los artistas. Entrando al salón atestado de público, por poco me saco una carcajada al leer un rótulo que estaba pegado en la puerta de entrada. Me retrataron leyéndolo y parte del rótulo se podía ver en las fotos que publicó la prensa.
–¿Qué era tan gracioso?
–Imagínate, nada más y nada menos decía lo siguiente: “Está terminantemente prohibido hablar, fumar, leer, gomas de mascar, sombreros o gorras, pantalones y faldas cortas, blusas escotadas, recostarse, tejer o coser, camisetas y blusas sin mangas, chancletas, estar de pie, ingerir alimentos, bostezar, tener las gafas en la cabeza, estirarse o dormirse”. ¿No es gracioso?
–Mucho, pero sigue con el juicio. ¿Oye, pero cómo es que lo recuerdas?
–Porque cada vez que iba lo leía esperanzado de que lo hubiesen cambiado. ¿Quiénes se creen ser esa gente? Parece que, en lo que se refería a los varones, lo habían escrito para mí. La primera vez que lo leí pensé “aquí no quepo”, y me dieron deseos de irme. Le pregunté a un señor que me estaba mirando: ¿quién sería el idiota que escribió eso y se atrevió a ponerlo en la entrada de una sala de un lugar público aunque sea un tribunal? El caballero miró a todos lados y se alejó como si hubiese escuchado una mala palabra.
Maya, con algo de premura, desatendió el comentario del rótulo y volvió a pedirle que continuara.
–El salón del Tribunal no me impresionó. Ya había estado en lugares iguales: bancos a ambos lados del salón, una pequeña palizada para separar a los del frente con los de atrás, conatos de silencio salpicados de murmullos, seriedad, solemnidad y poca luz. La diferencia era que en la corte todos los que estaban al otro lado de la empalizada parecía que estaban vivos y en salones iguales que he visitado, al otro lado lo que había era un muerto con cura y monaguillos.
–¿Qué dices, Mayoral, que te pareció una funeraria o una iglesia?
–Era igual. Mientras más miraba más semejanza tenía y cuando la parte del frente fue ocupada por un juez de pelo blanco con cara de aborrecido que vestía un ridículo mameluco negro con mangas largas y puños bordados, me pareció ver llegar al cura Candela con todo y su tufo a ron entrando a la funeraria del pueblo para la misa que le hicieron a mi amigo el Turco. Era igual, sí, igual: todos se ponían de pie al ordenarlo alguno de sus monaguillos con una campanita de vender mantecados. Al menos, la falsa seriedad era idéntica.
–Nunca he visitado un salón de un tribunal. Algún día lo haré. Sigue, por favor.
–¿Que nunca has ido?
–No, nunca.
–Entonces, ¿no sabes que a los jueces hay que decirles todo el tiempo “honorables”, “vuestro honor” y todas esas cosas?¿Sabes cómo visten?
–Eso lo sé. Usan toga negra. También he escuchado cómo los nombran y así debe ser. Es lo correcto.
–¿Te has preguntado para qué usan esa vestimenta y por qué es negra?
–No sé, debe ser por la tradición.
–Le pregunté a un alguacil y me dijo que la toga era negra por luto a una reina inglesa que murió hace unos cuantos siglos atrás.
–¡Diatre, ese es el luto más largo del mundo!
–No pongo en duda lo que me dijo porque, por lo que observé, la ridiculez es un don particular de esa gente. A mí me parece que la ropita esa es para taparlos lo más posible. Es como un escudo que además de protección, intenta darle un aire de distinción y superioridad. Es un chiste, un verdadero chiste. ¿Y tú crees que los deben estar llamando honorables para aquí y honorables para allá? ¿No dice la Constitución que en este país no habrá títulos nobiliarios?
–Sí, Mayoral. ¿Y qué tiene que ver eso con la forma en que te diriges a un juez?
–Es que creí que honorable era la forma de denominar a los hijos de los vizcondes y barones y aquí no hay ni unos ni otros.
–Se dirigen a ellos en esa forma por respeto, no por títulos nobiliarios.
–Para demostrar respeto no hay que ensalzar. Por lo que vi en el juicio, eso de la adulación es hipocresía y ridiculez, ambas cosas muy peligrosas. Si tú lo hubieses visto. Con una zalamería increíble, al Tribunal Supremo lo llaman “nuestro Tribunal Supremo” como si fuera un bebé que nos pertenece. La primera vez que escuché el cariñoso “nuestro” en voz del fiscal, me dio un inmenso deseo de llorar.
–Ay por Dios, Mayoral, no exageres.
–Es que es cierto. Lo peor es que parece que nadie se percata de que ese continuo halago a los jueces y a los tribunales es un evidente soborno a la justicia porque la intención de tanta zalamería es que la balanza se incline a nuestro favor demostrando un respeto falso. El respeto no se demuestra así. El respeto se demuestra con la acción, no con la adulación. Se alaba al juez, que es quien decidirá el caso, y el hombre, que es un mortal cualquiera, mientras más lo adules, más condescendiente será contigo, por aquello de pagarte tu buen trato. Y si el tipo es un megalómano, puede que con esa zalamería se quite la venda de los ojos e incline la balanza en la dirección equivocada.
–¿Qué es todo eso Mayoral?
–Es que esa caricia continua al ego del juez lo puede llevar a concederte lo que pides sin importarle las razones que pueda tener quien no lo ensalza. ¿Quién lleva la ventaja en un proceso judicial, el que le dice “señor” al juez, o el que le dice “vuestro honor”, “honorable” y otras exquisiteces más? Además, el tipo hasta puede llegar a creérselo.
Desorientada y perturbada por el aparente conocimiento que Mayoral tenía del tema, Maya comentó:
–Siempre he escuchado que hablan del honorable para aquí y el honorable para allá, pero como te dije, me parece que es por respeto, por cortesía.
–Si es cuestión de respeto y cortesía, seamos respetuosos y corteses con todos en el tribunal y digamos “honorable testigo”, “vuestro honor secretaria de sala”, “su señoría alguacil”, “respetable conserje”. ¿O es que en un tribunal honorable hay algunos personajes que no lo son por lo que no tenemos que ser respetuosos y corteses con ellos?
–Está interesante, pero por favor, vamos a seguir.
–Disculpa, pero es que en el juicio vi tanto esfuerzo por querer comprar el favor del juez con el halago, que me molesté. Pero está bien, sigo porque tengo muchas cosas en la cabeza y si abro el grifo del magín, no terminamos nunca.
–No hay problema, luego hablamos de eso.
–Poco después comencé a testificar. No bien el juez se sentó, que fue cuando el alguacil le dijo al público que se podía sentar, el muy honorable me miró con desprecio e increpándome me dijo: “Oiga señor, deje de darle vueltas al mechón de pelo y siéntese derecho”. Obedecí porque el honorable aquel parecía que había peleado con la mujer por la mañana y estaba que botaba fuego. Al comenzar a declarar me ordenaron… porque allí la norma es ordenar y suplicar.
–¿Qué es eso de ordenar y suplicar?
–Hija, los jueces ordenan, que es la forma más bruta de solicitar que se haga algo y los abogados suplican que es la forma más rastrera de pedir porque parece que están ante un dios en una misa dominical… No sé por dónde iba.
–Decías que antes de que comenzaras a declarar, el juez te regañó.
–No solo me regañó a mí. También regañó a todo el público.
–¿Cómo que regañó a todos?
–Es que cuando entró, por aquello de demostrar poder, con una cara tan falsamente grave que producía risa, dirigiéndose a los abogados les dijo que ese día iban a trabajar hasta que se terminara el caso, sin importar la hora. Todos en la sala rieron y al magistrado, que era cantinflesco por demás, se le pegó un exagerado vellón y con la autoridad que le brinda el mallete dijo con mal humor que no se rieran, que eso no daba gracia y que él hablaba muy en serio. Por lo que vi y luego escuché en el pasillo, eso sí le produjo risa a todos, incluyendo al alguacil y a la secretaria de sala. Un señor dueño de un garaje de venta de gasolina que esperaba a que un testigo al que le decían El Feo declarara, dijo que el juez se le parecía a un tal Eugenio, un comediante español que hacía reír con su seriedad y que tenía más de charlatán que de juez. Después me enteré de que la ambición eterna del acomplejado aquél era ser parte del Tribunal Supremo, pero, tras ocupar otro cargo público al que fue nombrado por su activismo político, se metió en líos con un presidente del senado que le dijo la verdad: usted no sirve ni para juez de valla.
–Está bien, ya me imagino lo que pasó en sala ese día y qué clase de tipo acomplejado y mediocre era el juez pero por favor, continúa con el juicio.
–Bueno, después del regaño, levanté la mano y juré decir la verdad. No sé por qué hay que levantar la mano para asegurar que se va a decir la verdad, pero la levanté. Eso es otro chiste. ¿Es que si no levanto la mano no diré la verdad? ¿Por qué no pedir que se levante un pie o que te agarres una oreja o que te dobles o algo igual de absurdo?
–Es verdad, pero sigue, por favor.
–Después del juramento con mano levantada y todo, el fiscal comenzó a hacerme preguntas. Ese era otro fiscal, no el fiscal que investigó el caso en el cuartel. Olvidé decirte que antes de acudir al primer día de juicio, un policía, por órdenes de ese fiscal, no del primero, me llevó ropa nueva a mi madriguera: guayabera blanca de manga larga y pantalón azul. Ambas prendas me quedaban grandes. Supuse que al crecer me servirían.
–¿Qué dices?
–Es broma Maya. Es para asegurarme que estás despierta.
Sonreída, pero sorprendida y alegre por el comentario, ya que Mayoral había hablado de carcajadas por el rótulo y ahora bromeaba, Maya le dijo:
–Sigue Mayoral, por favor.
–Del fiscal no quisiera comentarte. Era jovensón y tenía guille de genio y de lindo. Un enfermito narcisista que se la pasaba mirándose en el cristal que daba hacia la playa y lo reflejaba. Cada vez que hablaba se volvía hacia el público en búsqueda de aplauso para su gran alocución como los bebés cuando hacen muequitas. Bastante calvo, blanco coqueteando con la jinchera, de cara redonda que le quedaba grande a la nariz, tenía un airecillo de guapetón y de sabérselas todas, igual al otro que me tomó la declaración. Era tan artificialmente formal, insípido y planchado que cada vez que lo miraba tenía que contener la risa.
–Oye Mayoral, la verdad es que ese hombre te molestó.
–No, no. Es que me he topado con esos dos que, si son una muestra al azar del universo de fiscales, que creo que es un universo pequeño y uniforme, entonces se puede concluir que todos son iguales.
–¿Qué es eso de muestras, de azar, de universo? ¿Estudiaste estadísticas?
–¿Esta… qué? No Maya, no. Lo que pasa es que parece que ese cargo tan grande que les dicen que tienen como representantes de todo el pueblo, los hace creer que son la última alcapurria de la vitrina de Cuchilandia y hasta el andar les cambia.
–Mayoral, Mayoral, es que tuviste mala suerte. Soy amiga de una muchacha que el papá es fiscal y es el más decente del mundo.
–No digo que todos son iguales ni que sean acomplejados, pero si son como los dos que he conocido, tenemos problemas en este país. El problema es que cuando decimos que hay excepciones, todo el mundo se quiere apuntar en ellas. Es mejor decir que todos son iguales y el que no lo sea, que lo demuestre.
–Puedes estar seguro de que no es así. Lo mismo pasa con los abogados, médicos, ingenieros o con cualquier grupo de personas. Siempre hay todo tipo de comportamiento y no se puede juzgar a todos por uno o por dos. Eso no es justo para los demás.
–Tuve mala suerte y a mí me tocaron los dos peores porque la verdad la verdad, bien la verdad, es que ese fiscal, al igual que el otro, era una colección de complejos. Del que te hablo, engolaba la voz y al pararse se arreglaba el gabán acomodándolo y halándolo hacia abajo como si fuera una mini-falda y caminaba en la punta de los pies intentando flotar, mirando a todos por encima del hombro. El tipo era la antítesis del personaje destacado en la comunidad del que te habló tu profesor para el cuento.
–Deja a ese hombre quieto ya y sigue. Parece que le tienes manía a los jueces y los fiscales.
–Eso es cierto y a alguien se lo tengo que decir. Sería bueno contarte otras cosas pero sigo. En la mañana, por órdenes del fiscal, un policía me buscaba amenazándome.
–¿Cómo que amenazándote?
–Me decía que no me emborrachara hasta que terminara de declarar, porque si lo hacía, me encerraban. Por las tardes, ya entrando la noche, y con la mala fe más grande del mundo, me dejaban en mi rancho y me daban dos pesos para comer, que te imaginarás para qué los usaba.
–¿Para qué? No, no, déjalo ahí, sigue, sigue.
–El día antes del juicio, un policía me llevó a la oficina del fiscal y ensayamos lo que iba a declarar porque aquel idiota creía que yo era igual a él. En la puerta de su oficina habían colocado un rótulo que decía: “Aquí procesamos a Charles Manson”, que si mal no recuerdo, alguien allí comentó que era un famoso criminal estadounidense.
–Recuerdo haber leído… o creo que lo escuché, que el tal Manson tenía tatuada una suástica en la frente y que, además de criminal, era compositor, músico o algo así.
–Aunque no me ofendo con regularidad porque la vida toda es una ofensa y uno no puede vivirla enojado, el primer día del juicio, antes de entrar a sala, y en un cuartucho de fiscalía, el lindín de fiscal con calva brillosa y olor a perfume barato, en la forma más descarada del mundo, me preguntó si me había bañado…
–¿Qué es eso? ¿En verdad te preguntó eso? Ya veo por qué no lo soportas.
–Sí, Maya, me preguntó eso, pero no me quedé da’o.
–¿Qué hiciste?
–Nada, Maya. Mejor no te lo digo porque es una grosería. Vamos a seguir.
–No importa, dime.
–No te rías. Me ofendí tanto que…
–Acaba y dime.
–Lo miré, me puse de pie, subí el brazo derecho y le dije: “Compruébelo usted mismo”. Un policía barrigón, que siempre lo acompañaba como guardaespaldas, me agarró por el hombro y me empujó hacia la silla y el lindín me dijo que no me pusiera graciosito y me pidió que me quedara tranquilo. Levantándose ofendidito, se planchó la chaqueta con la mano y coquetamente se marchó. Yo creía que al quedarme solo, el policía me iba a dar una golpiza, pero no bien el fiscal cerró la puerta, por poco se desternilla.
Maya rió en grande y entre risas le dijo:
–¿Cómo es posible que te haya hecho eso? ¡Con razón hablas tan mal de él!
–No hablo mal, Maya, digo la verdad.
–¿Y qué pasó luego?
–Como te dije antes, ese primer día de juicio, contesté lo que me preguntó el fiscal, según la verdad que conocía. Era lo mismo que declaré en el cuartel y que luego habían transcrito como declaración jurada el mismo día del hallazgo del portafolio. Me parece que la declaración jurada era para que no le fuera a cambiar el libreto al fiscal.
–¿Ese era el motivo o era que la ley lo exigía?
–No sé, pero me atrevo a jurar que era para amarrarme porque parece que el ladrón juzga por su condición y dudaron de mi seriedad. Es posible que pensaran que podía cambiar el testimonio. Por lo que pude entender, y lo entendí porque el abogado defensor me cayó encima como apaga fuego, lo importante del asunto, o sea, lo que el fiscal quería probar, era que el portafolio estaba abandonado en el lugar en que lo encontré, que estaba cerrado y que lo encontré por casualidad.
–Pero eso fue lo que sucedió y el fiscal quería que lo contaras como ocurrió.
–Si, pero el abogado quería que dijera que estaba abierto y que lo encontré en otro lado, o que se lo llevé a la Policía y que ellos lo abrieron e hicieron fiesta con su contenido. Por eso digo que fue el abogado el que me hizo comprender la importancia de que el portafolio estuviera abandonado, que lo encontré por casualidad y que estaba cerrado. Eso no me lo había explicado el fiscal lindo porque de seguro pensó que no lo entendería.
–Quizá no lo sabía.
–Es posible, porque no demostraba ser muy inteligente que digamos.
–Continúa, por favor.
–Después de que terminé de contestar las preguntas del fiscal, le tocó el turno de preguntas al abogado de la defensa, que ya te dije que me cayó encima como apaga fuego. Desde que comenzó, me arrinconó preguntándome para atrás y para adelante, y yo bien serio y sin fallar. En uno de esos ir y venir del interrogatorio y para confundirme, de repente me preguntó mi nombre. Sin pestañear, y más ligero que lo que él me preguntó, le disparé: ¡Portafolio!
–¿Por qué contestaste eso?
–Porque la pregunta era para molestarme y según yo, lo que hice fue burlarme de él. Pero el letrado se las sabía todas y eso que contesté precisamente era lo que él quería que contestara, o sea, metí las patas. Con las otras preguntas que me hizo me di cuenta de que no era cuestión de velocidad y que no vi la curva con lo de mi nombre. Definitivamente eso me trajo algunas complicaciones. Cuando contesté ¡Portafolio!, el público, a pesar de que estaba bajo amenaza, como siempre está porque los hacen sentir que son menos que los que están en el estrado y que si hacen algo indebido se los comen, se rió. El fiscal, con actitud de enfado, tiró el bolígrafo sobre la mesa con tanto coraje, que rodó hasta el piso.
–¡Válgame!
–Entonces el abogado, haciéndose el que estaba molesto y ofendido, le pidió al juez que regañara al fiscal y el juez, al que le gustaba eso del regaño, lo complació añadiéndole a la amonestación una amenaza con piquete sobrecorrido de desacato penal en la banda de abajo.
–¿Qué es eso?
–Una expresión del juego de billar, pero olvídalo que no es importante. Después de que el abogado se las jugó todas para hacerme quedar mal, al fiscal le correspondió otro turno de preguntas. Haciéndose el tonto y para arreglar la cosa, me preguntó por qué había dicho que me llamaba Portafolio. Esa pregunta no la había ensayado con él, pero me boté con la respuesta.
–¿Qué le contestaste?
–Le dije que hacía un tiempo en los periódicos había salido publicada la noticia, y se comentaba en todos los lugares que frecuentaba, que Chaar Cacho, sospechoso de haber matado a don Flores Rivera, llegó al cuartel con un portafolio que ese mismo día desapareció por arte de magia.
–Eso fue lo que ya me contaste.
–Pero esto que te digo es nuevo. Todos pensaron que el asesino había lanzado el portafolio al margen de la carretera 111 en el trayecto de San Sebastián a Aguadilla cuando la Policía lo llevó hasta su casa para que se cambiara y entregara la ropa ensangrentada. Entonces, para buscar el portafolio, y a petición del Departamento de Justicia y de la Policía que apelaron a la generosidad del pueblo a través de la WLRP, Radio Raíces, se formaron brigadas voluntarias y caricaturescas que eran cadenas de eslabones humanos que recorrieron todo el camino desde El Pepino hasta la casa del criminal.
–¿Hasta Aguadilla?
–Sí. Muchos ciudadanos, en respuesta al llamado, se unieron a la búsqueda y por varios días salían titulares con fotos de los exploradores en poses de averiguaos metidos en cuanta cuneta y desaguadero había en los márgenes de la carretera. Vizconde, Benjamín, Cheo Cabrita y Papelito, que eran mis panas más cercanos, pensamos en unirnos a la búsqueda. Nada más con pensarlo, nos dio un mal de risa que no podíamos aguantarnos. Además, estábamos ocupados en nuestras líquidas tareas habituales.
Turbada porque no entendía bien el enredo, Maya le preguntó:
–Mayoral, ¿todo eso que me cuentas fue lo que declaraste en juicio a preguntas del fiscal?
–Bueno hija, no tan así. Esa última parte no la declaré. Te la declaro a ti, que eres más importante que el fiscal lindo y el juez vestido de murciélago. Además, contándote la historia te veo tan encantada que me parece que le hago un cuento de un príncipe bueno a una bebé de inmensos ojos asombrados.
Maya sintió un vuelco en el corazón porque no esperaba el comentario. Estaba contenta por el repentino cambio de Mayoral. De serio y apesadumbrado, y aunque respetuoso, se mostraba demasiado parlanchín.
–Lo que conté bien contado fue la verdad: que encontré el portafolio y que nadie lo examinó hasta que llegó un fiscal. Eso fue lo que en esencia declaré en sala. Lo demás es más bien lo que pasó. Como te dije, los aspirantes a niños escuchas rastreadores no encontraron el portafolio y ahí es que aparezco en el cuartel gritando que lo encontré. Esa parte ya te la he contado. El asunto del portafolio desaparecido había sido la conversación más importante del pueblo por varios días, por lo que cuando lo descubrí, fiscalía me convirtió en héroe de la persecución del crimen. Eso me recuerda al poema Pueblo de Palés.
–Espera, espera, ¿a quién dijiste?
–No sé, creo que escribía, pero déjame seguir. Después de lo que pasó en el cuartel, y antes de comenzar el juicio, el fiscal no me dejaba hablar en ningún lugar y si lo hacía, lo tenía que hacer frente a él, como las esposas de antes que tenían que hablar frente a sus maridos.
–¿Eso es así?
–¿Qué, lo de las esposas?
–Sí.
–No lo sé, pero lo escuché. Pero olvídate de eso. Me dio la impresión de que el fiscal cogía pon conmigo en eso de la publicidad porque no me perdía ni pie ni pisá’. En varias ocasiones, fui al tribunal y el caso se suspendió. Entonces los periodistas, que de alguna forma se enteraban que estaba por allí, aprovechaban la suspensión y me entrevistaban. Sabía que era el fiscal el que citaba a la prensa para que ellos lograran que dijera cosas que seguramente él no se atrevía a preguntarme y los muy zánganos, con tal de tener una primera plana, acudían a su llamado para alcahuetearlo. Tremendos genios, los dos. Como sea, salí en par de reportajes televisados con mi guayabera blanca, que ya parecía una pieza de evidencia del caso.
–Eso es cierto. En una clase me hablaron de esas llamadas de los fiscales a los periodistas y de la práctica de soltar a los acusados y testigos por los pasillos de los tribunales para que los periodistas les hagan las preguntas que ellos no pueden hacerles y los graben y les tomen videos. Uno de los profesores me contó, que cuando trabajaba en un periódico, algunas veces lo volvían loco con las llamadas y a uno de sus amigos lo amenazaron con arrestarle a un hijo si no iba a los pasillos del tribunal a preguntarle a un sospechoso.
–Diantre, niña, no pensé que se atrevieran a llegar tan lejos.
–Al menos, eso fue lo que me dijeron.
–En una ocasión, en un risible espectáculo mediático, hasta escolta tuve. Olvidé decirte eso cuando te dije que habían pasado pocos incidentes desde que encontré el portafolio hasta que fui a declarar. En el proceso aprendí que los fiscales convierten en héroe a su testigo, que muchas veces es un coautor del delito, y lo sobreprotegen para que todos crean que el acusado, que por lo general está muriéndose del miedo, les puede causar daño y así indisponerlos con el juzgador, ya sea el jurado o el juez. Eso es un juego de niños tontos. Lo malo es que el juzgador se lo cree.
–¿Crees que se lo creen o es que le hacen el juego al fiscal?
–Las dos. Recuerda que la mayor parte de los jueces cantan en el mismo coro que los fiscales.
–¿Qué es eso?
–Que están en el mismo candungo.
–No entiendo.
–Déjame explicarte lo que entendí de lo que la gente comentó en uno de los recesos, en voz baja, pero que es un secreto a voces. A los jueces, aunque forman parte del poder judicial, los nombra el gobernador, por lo que dependen de él para seguir en el puesto. A los fiscales, que son parte del poder ejecutivo y postulan ante el juez, también los nombra el gobernador. El gobernador es elegido por un partido político, por lo que los nombramientos que hace son políticos, o sea, de personas que son de su partido. El asunto es que a ambos, jueces y fiscales, les paga el gobierno. Cuando el gobernador va a renominar a un juez, ¿a quién tú crees que le preguntará por su comportamiento, si es buena gente o no y si trata bien a los de su partido?
–No sé y la verdad es que no comprendo nada de nada.
–Chica, a los políticos, a los colaboradores económicos de su partido y al Departamento de Justicia, que es el jefe de los fiscales. Recuerda que los gobernadores no están ahí para velar por los derechos de los ciudadanos sino para el guiso, la corrupción, el ego y la reelección. Ellos investigan con su gente y si estos le llevan chismes del juez diciéndole que es recto en su proceder al adjudicar los casos, asunto que debería ser bueno pero que para los fiscales es malo, el juez, a pesar de que se debe de abstener de realizar gestiones indebidas para lograr ascensos o para obtener una renominación, comienza a tener problemas y se vuelve loco buscando ayudas políticas para poder continuar en su trabajo y que le sigan pagando y diciendo honorable. O sea, que si trabajan sin pensar en la política o en las presiones de los fiscales, tienen problemas serios.
–¿Lo que tú dices es que esos jueces la cargan a favor del fiscal? Ay chico, Mayoral, ahora entiendo menos.
–Ellos lo niegan a brazo partido, pero eso es lo que dicen, aunque de vez en cuando, y cuando es demasiado evidente la no culpabilidad del acusado, a regañadientes, le dan el chance. Imagínate, que un abogado de pasillo dijo que hasta hace diez o doce años, los jueces actuaban simultáneamente de jueces-fiscales. O sea, que podían tener cabezas distintas, pero se movían en una misma dirección, como los siameses.
–Vamos a seguir con lo que pasó en el juicio porque tienes un enredo de cosas que no las comprendo y en verdad, tengo algunas dudas con eso.
–Antes de que te conviertas en abogada, trata de aclararlas porque te puedes sorprender, pero, sigamos.
–Dale pa’lante.
–Pasaron esas cosas que te he narrado. Desde aquel día del macanazo en el cuartel, cogí a pecho lo del portafolio y de ese momento en adelante, en mis estados normales de borrachera continua, me pasaba diciendo portafolio y cantaba al portafolio, escribía grafitis del portafolio en letras hermosas con un atomizador color vino en cuanta pared había, dibujaba portafolios y dicen que hasta le declamaba poemas al portafolio. Fue tanto el portafolio que todos comenzaron a llamarme Portafolio o Porta. Maya, toda esa parte de mi testimonio, que queda enredado en lo que te dije antes, le pegó un tremendo vellón al abogado defensor.
–¿Era un solo abogado?
–Era un solo abogado que daba por diez. No sé si te lo había dicho, pero era todo un caballero. Era bastante mayor, alto, calvo y tenía una voz gruesa, bien timbrada y armoniosa. En su próximo turno de preguntas, con voz meliflua, suave y fina, me insinuó que yo era un ebrio y quiso burlarse de mi memoria, pero no me pudo sorprender. Aunque me quería hacer papilla, lo hacía con tanta simpatía que no me sentía mal. Parecía que me insultaba y me vejaba, pero jamás me había sentido tan bien con un insulto, porque Maya, aquel varón era un poeta, dueño de la elegancia, de la perfecta dicción y del verbo encendido.
–¿Sentirte bien con un insulto?
–Bueno, bien bien no, pero eran insultos finos. Imagínate, que para preguntarme si me rompía botellas en la cabeza dio un rodeo grandísimo y luego de pasearse pensativo y muy orondo por la sala me espetó un: “Oiga don Mayoral, dígame por favor si es cierto o no que al usted ingerir bebidas espirituosas acostumbra asestarse con envases vítreos en el caletre”.
–Diantre, Mayoral, ¿cómo recuerdas eso? ¿Tú lo entendiste?
–La duda ofende, hija, la duda ofende. Claro que lo entendí. Imagínate si lo entendí que le contesté: “Si en forma copiosa uso ese compuesto orgánico formado por átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno, tengo tendencia a cascar en mi testa algunos frascos hialinos cilíndricos que con el diferencial en presión se quiebran.”
–¡Demonios! ¿Qué es eso?
–Eso mismo que, cuando me emborrachaba, me rompía botellas en la cabeza.
Maya rió como nunca, tanto, que Mayoral tuvo que detener el relato.
–El abogado y yo, con una tenue sonrisa, nos dejamos saber que nos entendimos a la perfección. Parece que el juez no, porque nos miró mal y el abogado le dijo que me había preguntado si me rompía botellas en la cabeza y que yo le había contestado que sí. El juez, para disimular que estaba en el limbo, lo instruyó a que hiciera preguntas que se pudieran entender, que fueran claras y a mí me ordenó que, si no entendía la pregunta, lo dijera para que el abogado la hiciera de otra forma.
–El abogado, ¿logró sorprenderte o que te contradijeras?
–Jamás de los jamases. Después del incidente de la botella noté que caminaba con más cautela. Yo se las bateaba todas aunque luego, como te dije antes cuando contesté lo del nombre, el asunto de mi memoria y recuerdos, se complicó.
–¿Por qué?
–De repente, el abogado me volvió a preguntar cómo me llamaba. El fiscal objetó porque ya me había hecho esa pregunta, que era repetitiva. El abogado convenció al juez diciéndole que yo había provocado la pregunta ya que al preguntarme mi nombre había declarado que me llamaba Portafolio y al comenzar a contestar las preguntas del fiscal había dicho que me llamaba Mayoral y ahora él no sabía cuál era el verdadero nombre. Con ese argumento mongo, pero bien dicho, el juez lo autorizó a que me preguntara. Ahí fue que comprendí por qué antes me había preguntado el nombre repentinamente y la metida de pata que di al contestarle ¡Portafolio!
–¿Qué le contestaste?
–Que me llamaba Mayoral. Me preguntó el apellido y le contesté la verdad, o sea, que según había declarado al contestar las preguntas del fiscal, no estaba seguro de mi apellido, pero que creía que era Ruiz y por aquello de que no jugara al inteligente conmigo, le añadí: “No estoy seguro del nombre ni del apellido”. El abogado se sonrió. No se burló. Me preguntó dónde y cuándo nací, quiénes eran mis padres, si tenía hermanos o alguna parentela, dónde había estudiado y en qué lugares había vivido y todas esas cosas tontas que son requisitos para existir y ser una persona normal.
–¿Y qué contestaste?
–A todo le dije que no recordaba. Ese fue el momento en que intentó hacer una fiesta conmigo. Para demostrar que estaba indignado, y cuestionar la veracidad de lo que ya había contestado, montó un teatro para impresionar preguntándome cómo era posible que no supiera cosas personales, sencillas y fáciles de recordar. Con mucha tranquilidad y sin demostrar que estaba molesto, le dije que no sabía nada de lo que me preguntaba aunque eso no variaba el hecho de haber encontrado el portafolio en la forma en que lo declaré porque era una verdad absoluta.
–¡Eso te quedó bueno!
–Imagínate si me quedó bueno, que el fiscal se rió y el juez lo miró con cara de enfado y a mí, citando unos casos o doctrinas que no entendí, que era lo que hacía para impresionar a todos como tipo inteligente, me dio instrucciones para que me limitara a contestar lo que me preguntaban porque de lo contrario me podía imponer un desacato y que yo no estaba allí para discutir con el abogado, ordenándome que lo respetara.
–¿Te asustaste?
–Para nada. El abogado le dijo al juez que no se sentía ofendido conmigo y me alabó un poco. En ese momento, con gran dramatismo, fue hasta su escritorio y sacó de no sé dónde unos papeles, bastantes. Luego se los mostró al fiscal, se los dio a la secretaria de sala, la que le escribió algo que no sé que era, y finalmente me los entregó a mí. Me pidió que los mirara y los miré. Después, que los hojeara y los hojeé. Por último me preguntó qué eran esos papeles. Le contesté que no sabía, que parecían asuntos relacionados con algo médico. Muy circunspecto me preguntó si tenía alguna dificultad para leer.
–¿Por qué dices “muy circunspecto”?
–Porque lo que en verdad me preguntó fue si sabía leer. Lo hizo de esa forma para que no me sintiera mal.
–¿Tú crees eso?
–Sí. Al contestarle que sabía y podía leer, me pidió que examinara con detenimiento los papeles que me había entregado. El fiscal protestó. Dijo que no los había identificado y que por ese motivo, no tenía derecho a examinarlos. El juez le dijo “no ha lugar” y me ordenó examinarlos. Comentó que ese era el motivo por el cual me los habían entregado, para identificarlos y que para identificarlos, había que examinarlos. Aunque no entendía aquella papelería porque eran garabatos, me hice que los leía con calma y me reía por dentro porque no entendía un pepino angolo de lo que había allí.
–¿Y por qué aparentabas leerlos o examinarlos?
–La idea era tomar aire, como lo hacen los boxeadores cuando se agarran al contrincante para recuperase. De todos modos, lo único que pude leer bien fue lo que estaba impreso y algunos nombres porque lo demás, que estaba escrito a mano en letra cursiva, no lo entendía ni el médico chino. Terminé de leerlos sin leerlos, y me preguntó si reconocía esos papeles y contesté que no. En ese momento, y con algo de desilusión, me los pidió, se los entregué y el juez les hizo una señal al fiscal y al abogado para que se acercaran al estrado.
–¿Dónde hablaron?
–Allí mismo en la sala. Se acercaron al estrado, que es ese sitio alto en el que se sienta el juez y conversaron en voz baja. Entonces el juez me ordenó que me levantara de la silla, pero que no me fuera de la sala. Me levanté y un alguacil me llevó a los bancos de madera, no a los que usa el público, sino a los del frente que son los que utiliza la Policía para hacerle presión al juez y al jurado.
–¿Por qué dices eso?
–Porque es cierto. Esa es una de las cosas que vi allí. No es cierto que todos los que van ante el juez son iguales. Los policías, que son parte del poder ejecutivo, tienen un trato preferente. Por eso se sientan en los bancos del frente y en ocasiones en espacios reservados detrás de los fiscales y estacionan sus vehículos en el área de los jueces y empleados del tribunal.
–¿De veras?
–Así es. Ya cerca de las doce del mediodía el abogado le pidió al juez que para la continuación del caso en la tarde, quería que se sentara a declarar un médico de quien no entendí bien su nombre, pero que al escucharlo, sentí un tintineo en la cabeza. Al recesar a las doce, nos pidieron que nos pusiéramos de pie porque el juez se iba a retirar. El muy gallito lo hizo sin avergonzarse de ver que la gente estaba de pie porque él se iba.
–¿Qué hiciste?
–Nada, pero me puse de pie. En ese momento, el fiscal se viró hacia mí y me miró atravesado como si me estuviera regañando. Parecía que, al contestar algunas preguntas de la defensa, quería que recordara lo que para mí no existía. Más que nadie, sé lo que es que me miren mal. A pesar de que el juez me ordenó que compareciera en la tarde, lo más que me motivó a quedarme fue la curiosidad que me picaba y además, no tenía con quién regresar a El Pepino.
–Pero, ¿te quedaste en la sala?
–No, no. No dejan a nadie en sala a la hora del recreo. Salí y con mucha calma me tomé un café puya malísimo en una cafetería que tenía un gracioso nombre: El Judicial. Por el comportamiento de la gente, el negocio parecía una prolongación del juzgado porque cuando llegaban los que salían del tribunal, mantenían las mismas caras serias y lucían como si todavía el juez los estuviera velando. Luego regresé a los bancos en horas de la tarde y el alguacil de sala llamó a la contemplación porque el juez entraba.
–¿Cómo que llamó a la contemplación?
–Es que dijo algo así como «oíd, oíd» y fue entonces que se formó un barullo de gente parándose con premura y, después de que el juez habló unas cuantas cosas y preguntó si el acusado estaba presente, si se había llamado el caso, si todos los testigos habían asistido y otras boberías parecidas, de la parte de atrás del juzgado, que es donde almacenan a los que van a testificar, salió un testigo trajeado y caminó en pasarela mientras arrastraba un maletín negro sobre ruedas, de esos que se usan para llevar cosas importantes.
–¿Ese era el médico?
–Creo que sí. Caminó y a mitad de sala, como si buscara a alguien con la mirada, se fijó en mí, se detuvo, me saludó con sonrisa sincera y se sentó a declarar. Créeme que me sorprendió.
–¿Por qué te miró?
–Desconozco. Después de decir el nombre, el abogado le preguntó qué clase de doctor era o qué especialidad tenía. Explicó que era psiquiatra, pero que ya no ejercía la profesión porque desde hacía un año aproximadamente trabajaba de administrador en un hospital para locos.
–¿Dijo “para locos”?
–No, dijo de psiquiatría, pero eso es lo mismo. En ese momento, el fiscal se levantó y le expresó al juez que él estipulaba la capacidad del testigo para ser perito en asuntos de medicina. El abogado quería cualificarlo como perito en psiquiatría y el fiscal, después de oponerse por no sé que motivo, aceptó que se cualificara como psiquiatra, aunque me parece que lo hizo para adelantar el caso y no perder el tiempo. Entonces el abogado se antojó de que no solo quería que se cualificara como perito en psiquiatría, sino como perito en psiquiatría forense, que según lo que entendí es un psiquiatra especializado en decir embustes en sala. No sé si lo sabes: en esos juicios se discute por cualquier tontada y los psiquiatras forenses tienen fama de buscones y de embusteros oficiales que van a decir mentiras a favor del que les pague.
–¿Tú crees?
–Claro que lo creo. No tengo dudas. Los psiquiatras forenses son abogados frustrados o médicos fracasados, por lo que no son ni lo uno ni lo otro, pero haciéndose los serios, por dinero logran impresionar a los jueces mediocres.
–¿De dónde sacas eso?
–De lo que escuché en los pasillos y por lo que luego leí. Dicen que los jueces menos inteligentes son locos con ellos y les creen todo lo que declaren aunque saben que les tienen vendida el alma al diablo. Alguna explicación debe haber, pero la importancia que les dan a esos peritos es inversamente proporcional a sus talentos como juzgadores.
Maya, que en ocasiones no podía entender cómo era que Mayoral se expresaba de esa forma, movió la cabeza con movimiento de negación que ya era parte de la reacción a sus comentarios y le preguntó:
–Pero, ¿se discutió por eso?
–Bueno, por lo de psiquiatra forense sí, y el fiscal, que se sospechaba que le querían pasar gato por liebre, por poco se queda con la sala. No sé en qué terminó el asunto, porque lo otro que recuerdo es que el abogado le preguntó a qué se dedicaba el hospital que él administraba y cómo se llamaba. Le contestó que era un hospital de psiquiatría y que se llamaba Clínica Psique, indicándole la dirección en Bayamón. Oye, ¿verdad que Psique era la esposa de Eros, el hijo de Afrodita?
–No sé Mayoral, no sé.
–Olvídalo. Como te decía, el psiquiatra había sacado lo que traía en el bulto sobre ruedas…
–No, eso no me lo habías dicho.
–Es que el psiquiatra había traído unos cartapacios con papeles y los colocó sobre la mesa que estaba a su lado derecho.
–¿Para qué eran los papeles?
–No lo sé, pero el abogado los tomó e hizo lo mismo que cuando me mostró los papeles a mí. Se los mostró al fiscal, que los miró sin darle importancia, se los llevó a la secretaria de sala, la que los marcó y volvió a entregárselos al testigo preguntándole qué era eso. El hombre contestó que era un expediente médico de un paciente que había estado en la clínica.
–¿Qué paciente?
–No recuerdo que dijeran el nombre porque en ese momento, el excelente abogado, que te repito que era el más elocuente e inteligente del mundo y que alguien comentó que era de origen árabe y por su físico y apellido lo parecía, detuvo el interrogatorio y dirigiéndose al juez le pidió que por favor, me pusieran bajo las reglas.
–¿Qué significa eso?
–Por lo que hicieron, lo que el abogado había solicitado era que me llevaran de regreso al cuarto de los testigos.
–Pero ya tú habías declarado. ¿Ibas a declarar nuevamente?
–Creo que sí. Parece que el asunto era algo importante porque el fiscal con guille de mamito se levantó como un resorte y se opuso diciendo un reguerete de cosas. El juez le pidió a ambos que se acercaran al estrado y se pusieron a cuchichear no sé qué.
–¿Y qué pasó?
–Desconozco qué hablaron. Estaban lejos y no se escuchaba, pero tenía que ver conmigo porque, después del cuchicheo, el juez me dijo que quedaba bajo las reglas del tribunal y le ordenó al alguacil que me llevara al cuarto de los testigos. Parece que no querían que escuchara la declaración del psiquiatra.
–Pero, ¿por qué?
–No lo sé, pero delante de todos en la sala me levanté y, al pasar frente al testigo, me siguió con la mirada muy atento y de nuevo se volvió a sonreír como si saludara a un amigo. Yo hice lo mismo y, cargando con aquella sonrisa extraña y ajena, me fui con la sensación de haber visto a ese hombre en algún lugar.
–¿Lo conocías?
–No lo sé… Mientras esperaba a que me llamaran, volví a cabalgar por el sendero corto de mis recuerdos y no lo encontré en ningún recoveco de la memoria. No lo recordaba en la iglesia, ni en el almacén de Santana, ni el negocio de Dimo, ni en las otras barras del pueblo, ni en ninguna calle o callejón de El Pepino aunque no sé si compartió mi inconsciencia en alguna de las cunetas de mis ebrios recorridos.
XVI EL PSIQUIATRA
Después de regresar de la casa grande, ya de noche, las muchachas subieron al entrepiso del cuarto de Eugenia con la intención de seguir con la lectura.
–Déjame este capítulo a mí, que la última vez que lo leíste, por poco no lo terminas por el llantén que tenías –dijo Marcela.
–¡Dale! La verdad es que la otra vez me mató –comentó Eugenia y Marcela comenzó a leer:
Mientras Mayoral estaba en el cuarto de los testigos, el interrogatorio continuó:
–¿Quién es ese paciente al que se refiere el expediente que tiene en sus manos y que usted declaró que estuvo en la clínica? –preguntó el abogado.
–Su nombre es Mayo Arocho Ruiz –contestó el testigo.
–¡Objeción! –dijo el fiscal y añadió –¿Qué tiene que ver Mayo Arocho Ruiz con este caso? Ese señor no ha sido anunciado como testigo ni tiene relación con este juicio.
El abogado argumentó que tenía que ver con el caso, que él no tenía que anunciarle su prueba al fiscal a menos que fuera de coartada o de locura y que si el tribunal lo dejaba continuar, en corto tiempo establecería la relación entre Mayo Arocho Ruiz y el proceso que se seguía en contra de su defendido. El juez, que era medio malcriado, con aire de molestia, declaró no ha lugar a la objeción y sin ningún cariño le ordenó al abogado que continuara, advirtiéndole que era mejor que estableciera la relación de la que hablaba.
–¿Qué surge de ese expediente que tiene en sus manos?
–¡Objeción nuevamente! Esa prueba es impertinente. ¿Qué tiene que ver ese expediente con el asesinato? –dijo el fiscal.
–Es pertinente, compañero. Según lo que discutimos esta mañana al acercarnos al estrado, quiero descalificar por falta de capacidad mental al testigo que declaró antes y que se identificó como Mayoral Ruiz, todo ello según lo que el Tribunal Supremo se ha empeñado en llamar las Reglas de Evidencia. Después de que el doctor termine de declarar, solicitaré que se elimine la totalidad del testimonio de Mayoral de la grabación y que no se utilice nada de lo que ha dicho en sala para llegar a alguna determinación en el caso. De la misma forma y por el mismo fundamento, solicitaré que se reconsidere la determinación sobre el portafolio admitido y todo su contenido y se declare con lugar la solicitud de supresión de prueba o de evidencia que se presentó hace dos meses y que se discutió antes de comenzar a escuchar a los testigos. El portafolio y lo que carga en sus entrañas, esto es, los recibos y copias de escrituras y pagarés, son fruto del árbol ponzoñoso por haber sido obtenido en violación a las disposiciones constitucionales del debido proceso de ley y de la decencia y rigurosidad mínima en la obtención de prueba de parte del ministerio fiscal –dijo el abogado.
Luego de reírse, el fiscal argumentó:
–¡No, no! Se descalifica en un evento separado según disponen las Reglas de Evidencia, que es como correctamente las llama nuestro Tribunal Supremo, y no dentro del proceso. Además, esa solicitud es tardía e improcedente y la determinación previa sobre la admisibilidad de la evidencia es la ley del caso. El compañero pudo ir en certiorari y no lo hizo.
–No, su señoría. No fuimos en certiorari porque no estábamos obligados a hacerlo. Eso no significa que no podamos repetir nuestra solicitud de supresión, mucho más si tenemos nuevos fundamentos que surgieron por sorpresa dentro del mismo proceso y que a nuestro juicio, son contundentes. Eso está decidido y es norma jurisprudencial. Si me permite, la cita del caso que lo resuelve es…
El juez, que había sido un mal fiscal y un político peor, pero que se vanagloriaba de conocer algunos casos por su nombre, intervino y con cinismo comentó:
–Licenciado, licenciado, a mí no me gusta que me den clases de derecho porque de esto, yo sé un poquito.
Añadió que no era necesario citar el caso porque lo conocía y que la descalificación por falta de capacidad mental, en ese proceso en particular, no se podía hacer en una vista separada, ya que del testimonio de Mayoral en sala fue que surgió la duda sobre su capacidad cuando contestó que se llamaba Portafolio, nombre distinto al que dijo bajo juramento al comenzar el proceso. Indicó que a preguntas de la defensa, el testigo contestó que no sabía cuándo ni dónde nació, desconocía su apellido exacto, de quién era hijo, dónde vivía, no conocía de hermanos ni tampoco de otros familiares. Concluyó que por eso le permitía al abogado que presentara su prueba de descalificación del testigo porque era una excepción en la cual no había que seguir el procedimiento que establecen las Reglas de Evidencia. Aclaró que, por ser nueva prueba, no se podía argumentar que la norma de la ley del caso le aplicaba. Resultó extraño y fuera de lugar, que comentara que él no era el juez de un caso de familia en el que no permitió la descalificación de un testigo pagado. El abogado continuó.
–Antes de la interrupción del fiscal…
–¡Objeción!, no interrumpí, tan solo objeté.
–Interrumpió con la objeción, compañero –dijo el abogado defensor.
Molesto, el juez ordenó al abogado que continuara y que evitaran las discusiones entre ellos instruyéndolos a que, si objetaban una pregunta, lo hicieran en tiempo y se limitaran a expresar el fundamento de la objeción y que sería él quien decidiría.
–Diga qué surge del expediente –requirió la defensa al testigo.
–Bueno, no es que surja, más bien esta es la totalidad del expediente psiquiátrico del señor Mayo Arocho Ruiz.
–La contestación no es responsiva –dijo el Fiscal.
–Con lugar –comentó el juez– e instruyó al testigo a que declarara tan solo lo que se le preguntaba.
–Retiro la pregunta y formulo otra. Usted conoce a Mayo Arocho Ruiz desde que ingresó a la clínica, me supongo –dijo el abogado.
–Pregunta sugestiva y compuesta. Hace dos preguntas en una y le sugiere la respuesta al testigo –dijo el fiscal.
–Tiene razón el fiscal –decidió el juez.
–Cambio la pregunta ¿Conoce a Mayo Arocho Ruiz?
–Pregunta sugestiva –objetó el fiscal.
–No ha lugar a la objeción, conteste, testigo –ordenó el juez.
–Sí, señor, lo conozco.
–¿De quién es ese expediente médico?
–Es de él, de Mayo Arocho Ruiz.
–¿Cuándo usted conoció al señor Arocho?
–Hace 12 o 13 años.
–O sea, desde que ingresó al hospital.
–No señor, lo conocí antes.
–Si es así, ¿cuándo y dónde lo conoció?
–Objeción –dijo el fiscal– es compuesta.
–Con lugar a la objeción –dijo el juez.
–Reformulo la pregunta –dijo el abogado– repito, ¿cuándo lo conoció?
–Repitió la pregunta –dijo el fiscal.
–No ha lugar –dijo el juez y ordenó al testigo que contestara.
–Hace 12 o 13 años.
–¿Dónde lo conoció?
–En la Universidad de Puerto Rico. Entramos juntos en el año básico en 1966 y ambos formábamos parte del grupo de los 100. Nos hicimos grandes amigos, éramos como hermanos y compartíamos con frecuencia, aunque Mayo, además de los estudios, se dedicaba a las actividades políticas y yo le dedicaba más tiempo a la biblioteca.
–¿Qué era o es el grupo de los 100?
–Desconozco si existe todavía, pero para aquella época, éramos los estudiantes que comenzábamos el primer año con las calificaciones más altas y la puntuación más elevada en el examen de admisión. Nos mantenían en un solo grupo en un adiestramiento especial para que fuéramos más o menos autodidactas y echáramos a un lado la educación guiada por un profesor en el salón de clases. No sé si éramos 100, pero así nos llamaban.
–Señor juez, eso es impertinente a la centésima potencia.
–No ha lugar y limite sus comentarios. Para lo que la defensa quiere hacer, es pertinente. De nuevo le advierto al señor abogado, y quiero que lo tenga claro, que es mejor que establezca la relación entre estos expedientes y Mayoral porque se podría entender que usa tácticas dilatorias creando confusiones innecesarias y eso no lo voy a permitir en mi sala.
–Sí, su señoría, así lo haré.
–Continúe –ordenó el juez.
–¿Continuaron en el mismo grupo?
–Tan solo en las clases de cálculo porque él continuó en filosofía, ya que quería estudiar Derecho, y yo me fui a premédica. Aunque no compartíamos con tanta frecuencia, seguimos siendo amigos. Comencé a llamarlo “licenciado” de cariño y él me decía “doctor”. Yo lo procuraba porque, aunque él estaba en filosofía, me ayudaba con algunas de mis clases, en particular, con las de cálculo.
–Continúe, testigo.
–Además de haber obtenido una de las puntuaciones más altas en todo Puerto Rico en el examen de ingreso a la universidad y con un promedio perfecto, Mayo aprobó su primer año con cuatro puntos. Era la persona más inteligente, talentosa, ingeniosa, humilde, buen amigo y solidario que he conocido. Sus compañeros de estudio decíamos que tenía mente fotográfica porque lo que leía, lo podía repetir casi idéntico a como lo había leído. Todo el que lo conocía terminaba queriéndolo. No sé por qué, pero Mayo inspiraba confianza y, a pesar de ser conversador, parecía triste.
–¡Bendito juez!, eso no tiene ninguna relevancia con este caso. Además, lo que dice es un cuento, un recuento, una historia. No contesta una pregunta y los testigos contestan preguntas, no hacen cuentos ni relatos. Se hace una pregunta, que es el ofrecimiento de la evidencia, y una contestación, que es la evidencia. Esa es la regla. No se le puede pedir que haga la historia de su vida para ver si en el relato dice algo que le beneficia al acusado. Es asunto de pertinencia y de ir al grano. Si fuera como pretende la defensa, no terminaríamos nunca. Fíjese que lo único que el compañero ha preguntado es si continuaron en el mismo grupo y el testigo hace una biografía de una persona que no tiene nada que ver con este proceso.
–No ha lugar y evítese el “bendito”. Continúe, testigo, y procure contestar lo que se le pregunta, no me haga historias.
–Pero su señoría, yo…
–Dije no ha lugar y por favor siéntese, señor fiscal.
El testigo continuó.
–Como le decía, Mayo era una persona triste, muy triste. Siempre creí que esa gran simpatía que generaba, era para no sentirse solo. Parece que temía que los que estábamos a su alrededor lo abandonáramos. Tenía un gran don de gentes y nos agradaba escuchar sus sabias y apasionadas conversaciones y su forma particular de ver el mundo, de retar los absurdos de la sociedad, de…
El testigo enmudeció y, quedando la sala en silencio por varios segundos, el abogado le preguntó:
–¿Se siente bien?
–Sí, sí, disculpe –comentó el testigo con voz afectada.
–¿Qué pasó con su amigo? Continúe, por favor.
–Aunque no era tan frecuente, por los compromisos políticos que tenía y por su responsabilidad con los estudios, como antes le dije, me ayudaba. Luego dejamos de tomar las clases de cálculo juntos, pero compartíamos en ocasiones. Lo veía en actividades estudiantiles en el campus o distribuyendo alguna hoja suelta que redactaba sobre algún asunto de importancia. No coincidíamos ni en clases ni en las facultades en las que se impartían, ya que quedaban distantes. Grande fue mi alegría al volver a relacionarme con él con más frecuencia, como en el primer año.
–¿Qué pasó entonces? –preguntó la defensa.
–Fue en agosto de mi último año de premédica…
–¡Objeción! –dijo el fiscal.
–¿Cuál es el fundamento de la objeción? –preguntó el juez.
–La contestación no es responsiva. El abogado preguntó “¿Qué pasó entonces?” y el testigo dice que fue en agosto –argumentó el fiscal.
–No ha lugar. Usted no lo ha dejado que termine. Continúe testigo.
–Como le decía, en agosto de mi último año de premédica, yo vivía en un hospedaje que tenía servicio de almuerzos para estudiantes que no se hospedaban allí y que llegaban de todo Río Piedras. Era como una fonda. Mayo estaba con una linda muchacha universitaria que hacía varios años almorzaba en el hospedaje. Creo que se habían enamorado… bueno, eran novios y un día, al comenzar ese semestre, llegó con ella a almorzar. Luego continuó frecuentando el lugar acompañado de ella.
–Honorable juez –dijo el fiscal– ¿nos va a hacer ahora la historia de la novia?
–Señor fiscal: eso no es una objeción. Eso es una pregunta y no me gusta su tono. Repito: si va a objetar lo hace a tiempo y con el fundamento correcto. Diga, ¿cuál es su objeción ahora?
–Es que todo esto es absurdo. Nada de lo que dice el testigo tiene que ver con este caso. Pero, está bien, honorable, retiro el comentario.
El juez le ordenó al testigo que continuara.
–Mayo y yo almorzábamos juntos y luego hablábamos, más bien él hablaba por un buen rato. Como le dije, todos lo querían y desde que llegó al hospedaje, los que no lo conocían, se hicieron sus amigos. Él los ayudaba con algunos proyectos y asignaciones y aunque no lo decíamos, esperábamos a que llegara y nos sentíamos alegres cuando lo veíamos.
–¿Qué pasó después? ¿Siguió compartiendo con él?
–¡Objeción! Es compuesta y la segunda sugiere la contestación–intervino el fiscal.
–Con lugar a la objeción. Reformule la pregunta –ordenó el juez.
–¿Qué pasó después si es que pasó algo? –preguntó la defensa.
–En el primer semestre dialogábamos y también al comienzo del segundo semestre. Al comenzar el segundo semestre, en una manifestación estudiantil, la Policía lo arrestó y se lo llevó hasta el cuartel que quedaba cerca de la plaza de Río Piedras. Según se supo después, lo querían obligar a que dijera que otro amigo, al que le decían Juan Junior y que había recibido un tiro en una pierna, era uno de los que estaba con él antes del arresto. Él se negó. Según contó un agente de inteligencia que depuso…
–¡Objeción! –gritó el fiscal.
–Diga el fundamento –dijo el juez.
–Es prueba de referencia. El testigo está declarando lo que contó un agente de inteligencia y él no puede decir lo que dijo otro, sino lo que a él le consta de propio y personal conocimiento –fundamentó el fiscal.
–Tiene razón el letrado, pero eso que cita el testigo no tiene relación alguna con los eventos de este caso, por lo que no hace prueba en contra de nadie. O sea, es de uso no testimonial y se puede entender como una expresión introductoria. No ha lugar a la objeción. Continúe, testigo –dijo el juez.
–Que conste en autos mi objeción –dijo el fiscal.
–Así se hará constar –contestó el juez.
–Estaba diciendo que un agente de la División de Inteligencia de la Policía que declaró en la investigación del asesinato de Antonia, la joven universitaria asesinada por la Policía, en la que salieron a relucir muchas de las atrocidades de las que en esa época se cometieron en contra de los independentistas, contó que ese día en que arrestaron a Mayo, lo torturaron para obligarlo a mentir. Eso fue cuando el general Palerm quería quemar vivos a los que estaban dentro del comité del MPI.
El testigo permaneció en silencio por algunos segundos y el juez lo instruyó a que continuara.
–Sí, su señoría. ¿Podría tomar agua? –preguntó el testigo.
–Breve receso en sala en lo que el testigo toma agua –ordenó el juez.
El alguacil salió y regresó con un vaso de agua que se lo entregó al testigo que permanecía sentado en la silla. Luego de tomar el agua, el juez le preguntó si podía continuar.
–Sí, su señoría. Como decía, ese día no lograron que Mayo mintiera aun habiéndolo retenido por varias horas en el cuartel. Entonces, le propinaron un macanazo que le rajó la cabeza y, ensangrentado, lo tiraron a la calle. Mayo llegó al hospedaje agarrándose la cabeza y gritando de dolor. Lo llevé a curar a la casa de un amigo de mi padre que era médico porque si lo llevaba al hospital lo arrestaban, pero…
–¿Qué ocurrió si ocurrió algo?
El testigo se acomodó en el asiento, sacó un pañuelo y continuó.
–Más o menos en febrero, o a la mitad de ese último semestre de bachillerato, a la hora del almuerzo, la novia de Mayo entró al comedor con un ataque de nervios. La dueña del hospedaje, que se llamaba doña Isabel, se la llevó a su habitación para calmarla. Todos nos quedamos asombrados, extrañados. Doña Isabel, que era la que servía el almuerzo, no trabajó, por lo que nadie almorzó ese día. Algunos se marcharon y los que quedamos nos fuimos al balcón, que era el lugar del hospedaje en el que los estudiantes compartíamos y dialogábamos y nos pusimos a hablar de lo ocurrido. A todos nos llamó la atención que Sal, que así le decían a la novia, había llegado sola, sin Mayo, corriendo, desesperada y ahogada en llanto. Ellos siempre andaban juntos, en particular, a la hora del almuerzo. Eran inseparables.
Mientras el testigo declaraba, el fiscal, que permanecía sentado, miraba a todos lados queriendo dar la impresión de no estar escuchándolo.
–¿Qué otra cosa pasó? –preguntó la defensa.
–A los pocos minutos de estar allí escuchamos un tumulto. Al mirar, vimos a un hombre que caminaba desnudo en medio de la calle Humacao. Decía cosas sin sentido mientras la muchachería se mofaba y algunos le tiraban papeles y agua. Al acercarse lo identificamos: era Mayo.
El testigo suspiró y volvió a quedar mudo, con semblante de tristeza.
–Por favor, continúe –dijo el abogado en voz baja.
–Al verlo, corrí a mi cuarto, tomé una sábana y entre varios compañeros y yo lo alcanzamos, lo cubrimos y lo cargamos hasta mi habitación. Él estaba perdido, sudoroso, pegajoso y pintado con algo que, aunque no identifiqué bien qué era, se parecía a la pintura que usaba para hacer murales y grafitis políticos. No bien lo llevamos al cuarto, llegó una ambulancia con una sirena estrepitosa y dos o tres personas desconocidas nos pidieron que saliéramos. Entraron en la habitación, se lo llevaron y nunca más supimos de él.
El testigo no pudo continuar. El abogado le pidió al juez un receso para que se calmara. El fiscal se opuso argumentando que el testigo declaraba asuntos impertinentes al proceso y que consumía mucho tiempo sin aportar nada. El juez accedió a la solicitud de receso, concedió una hora para que el testigo nuevamente se sentara a declarar y le advirtió al abogado que, si no podía hacerlo cuando regresaran del receso, lo descalificaría.
XVII MAYO AROCHO RUIZ
–Ahora viene la parte mala –dijo Eugenia.
–Lo sé. A mí también me impresionó mucho, pero ahí va –comentó Marcela y continuó con la lectura.
Una hora después, reanudaron los trabajos. El doctor regresó a la silla de los testigos y el proceso continuó.
–Buenas tardes, testigo. Al recesar en la mañana usted nos estaba narrando lo que ocurrió en el hospedaje. ¿Qué pasó después de que lo llevaron a su cuarto? –preguntó el abogado.
–Es repetitivo, objetó el fiscal.
–Es introductorio, –dijo el juez y ordenó que continuara.
–Llegó una ambulancia con unas cuantas personas, se lo llevaron y no supimos más de su paradero. Unos decían que lo habían desaparecido, que lo habían matado, y otros que estaba fuera de Puerto Rico con unos parientes. Se tejieron muchas teorías sobre su paradero. Sus compañeros lo buscaron y nunca me perdonaré que, por no usar parte del tiempo de mis estudios, fue muy poco lo que ayudé en la búsqueda. No sé qué pasó ni dónde estaba porque, como le dije, nunca más se supo de él hasta que, una vez graduado, fui a hacer mi especialidad en psiquiatría.
–Honorable juez, ¿es que vamos a continuar escuchando ese relato inconsecuente? –preguntó el fiscal.
–Diga el fundamento de la objeción –requirió el juez.
–Es que esto ha tomado un giro novelesco, sin sentido.
–Le repito: diga el fundamento de la objeción y si no lo tiene, continuaremos.
–Adelante honorable, sigamos, pero que conste que nos opusimos –dijo el fiscal con ironía.
–Eso es lo que vamos a hacer, vamos a continuar a menos que usted quiera que haga público y vierta para la grabación lo que hablamos en el estrado cuando les pedí que se acercaran –comentó el juez y añadió un condescendiente y sarcástico “gracias”, que era la forma burlona que usaba para humillar a los testigos y abogados.
–Disculpe, su señoría –dijo el fiscal.
–Continúe, señor abogado –ordenó el juez.
–Usted contestó que nunca más supo de su amigo desaparecido hasta que comenzó a estudiar psiquiatría. ¿Cuándo fue eso?
–Terminé mis estudios de medicina general en mayo de 1974 y ese mismo año comencé a hacer mi especialización en psiquiatría en la Clínica Psique en Bayamón.
–¿Y qué pasó?
–Como parte de las terapias, en la clínica hacíamos diversas actividades para que los pacientes que podían, que era la mayoría, socializaran, se divirtieran, compartieran con sus familiares y amigos. Eso lo hacíamos algunos fines de semana, los días feriados y en fechas especiales. A mí me tocó supervisar una de esas actividades, que creo fue la del día de los padres.
–¿Qué ocurrió?
–¡Objeción!, honorable. El fundamento es que el interrogatorio se ha tornado impertinente hasta lo absurdo. Insisto, señor juez. No sabemos para dónde se dirige ese interrogatorio. Nada de eso tiene que ver con lo que nos ocupa en este proceso –argumentó el fiscal.
–Señor juez, es que insistimos en que tenemos que establecer el vínculo entre este testigo y Mayo Arocho Ruiz y también con Mayoral para poder descalificar a Mayoral por falta de capacidad mental –dijo el abogado.
Muy ansioso, el doctor interrumpió:
–Disculpe señor juez, tengo que hacer un comentario.
–No, no, –comentó el fiscal– señor juez, ordénele al testigo que se abstenga de hacer comentarios, que nadie le ha hecho ninguna pregunta.
–Con lugar –y dirigiéndose al testigo, añadió– Por favor testigo, limítese a contestar las preguntas que se le formulen y no haga ningún comentario.
–Es que… –comentó el testigo.
El juez golpeó con el mallete, símbolo de miedo, a la vez que en tono malhumorado se dirigió al testigo:
–¡Por favor doctor! Le repito que se mantenga en silencio.
–Bien –respondió el testigo bajando la cabeza.
El juez prosiguió:
–Señor fiscal: el abogado de defensa tiene la intención de descalificar a Mayoral por falta de capacidad y utiliza a un testigo para establecer lo que él pretende. Por última vez: recuerde lo que hablamos en el estrado. Deje que continúe. Eso es problema de él porque si percibo que las preguntas no están relacionadas con lo que se quiere traer ante la consideración del tribunal, le ordenaré al abogado que descontinúe el interrogatorio apercibiéndolo desde este momento de severas sanciones y eliminaré de la grabación toda la declaración del doctor. Continúe testigo –ordenó el juez malhumorado.
–Yo lo que quería comentar… –dijo el testigo que de inmediato fue interrumpido por el abogado.
—Por favor testigo, conteste tan solo lo que le pregunto. Ya usted escuchó al juez. No me diga lo que quería comentar. Tan solo quiero establecer cuándo fue que usted volvió a ver a Mayo Arocho Ruiz y usted me habló de una actividad social en la clínica. Dígame qué pasó ese día en esa actividad.
–Objeción –dijo el fiscal– pregunta compuesta.
Sin que el abogado defensor pronunciara palabra, el juez le dijo: “No ha lugar”.
–Continúe testigo –le pidió el abogado.
–Ese día tuve que atender… sí, ahora recuerdo bien, fue el día de los padres. Como dos horas después de haber comenzado la actividad, más o menos a las diez de la mañana, se formó un revuelo porque había un paciente herido en uno de los cubículos de la entrada. Fui al lugar a atender la urgencia y me encontré con un hombre bañado en sangre en estado de inconsciencia. Algunos de sus compañeros dijeron que había levantado un extintor de fuego y se había golpeado en la cabeza mientras se quejaba de que su hija no lo había ido a ver. Una de las enfermeras me informó que era cierto que no lo habían ido a ver, pero nunca nadie lo visitaba. Desde que fue recluido en el año ‘70, aunque no era violento, había instrucciones de mantenerlo aislado, excepto en las pocas actividades de confraternización. Lo subimos a una camilla y lo llevamos a primeros auxilios. Le pedí a la enfermera que le lavara la herida para tomarle unas suturas y controlarle el sangrado, y luego referirlo a radiografía. La herida no era grave y el sangrado disminuyó. La enfermera le descubrió el rostro al quitarle el velo de sangre. Entonces lo reconocí: era Mayo, mi amigo Mayo Arocho Ruiz…
Al testigo se le quebró la voz y no pudo continuar. Luego de esperar unos segundos, el juez, impaciente, le preguntó:
–¿Qué ocurre testigo? Continúe, por favor.
–Disculpe, por favor disculpe… –dijo el testigo y permaneció callado por varios segundos.
–¿Puede continuar? –preguntó el juez.
–Si, su señoría, es que me impresioné mucho cuando lo vi y en ese momento recordé que Mayo siempre hacía referencia a un pasaje de El Quijote en el que…
–Diga, diga –insistió el juez.
–Objeción –gritó el fiscal.
–No ha lugar –dijo el juez sin mirarlo pidiéndole al testigo que continuara.
–Mayo decía que cuando Don Quijote regresó de su primer viaje, unos campesinos, por algo que no recuerdo, lo molieron a palos. Un amigo del lugar en el que vivía el personaje…
–¡Objeción, objeción! –dijo el fiscal en alta voz– Esto resulta ser innecesario y raya en lo absurdo. ¿Qué tiene que ver Don Quijote con este caso? –preguntó el fiscal.
El juez, con evidente molestia, colocó los brazos sobre el estrado, entrelazó los dedos de ambas manos y levantando el tono de voz, le dijo:
–Señor fiscal, por favor, cálmese y no grite. El testigo no ha declarado nada que beneficie al pueblo o al acusado. Tan solo se refirió a un incidente relacionado con la persona que mencionó. Y señor fiscal, por favor, mantenga la compostura. No estamos en un laboratorio mezclando ingredientes o haciendo cómputos matemáticos. Esto es un tribunal que no tiene fórmulas químicas ni leyes físicas ni cómputos aritméticos. Todos sabemos que este proceso no es en contra de Don Quijote, ni él es testigo, ni está presente. La referencia a él y su entendimiento es más bien de formación cultural. No todo es derecho. Aunque puede plantear el asunto de la pertinencia, tengo la discreción de escuchar al testigo si con ello su testimonio se explica y completa. Para su tranquilidad, repito, si este magistrado se percata de que el testimonio del doctor tiene la intención de atrasar el proceso o de traernos prueba inadmisible a través de subterfugios, puede estar seguro de que, aunque usted no objete, no lo permitiré, y de permitirlo por inadvertencia, lo eliminaré de la grabación una vez usted lo solicite. ¿Está claro?
–Sí, su señoría –contestó el fiscal bajando la voz.
–Adelante, testigo –ordenó el juez.
–Como antes decía, recordé que Mayo siempre mencionaba un pasaje en el que Don Quijote regresó de uno de sus viajes, creo que del primero. En el camino, unos labradores, por algo que no recuerdo, lo molieron a palos. Un amigo de su pueblo lo encontró ensangrentado y, cuando le limpió el rostro, se dio cuenta de que era su amigo. A ese buen samaritano fue que Don Quijote le dijo “Yo sé quién soy y sé qué puedo ser” o “que puedo ser…” La historia era algo así, pero… por favor juez, quisiera un receso –dijo el testigo secándose los ojos.
El magistrado se percató de que el testigo estaba muy atribulado y decretó un receso de quince minutos. Antes de salir hacia su oficina, dirigiéndose al testigo, le dijo que él recordaba el pasaje y que estaba seguro de que Don Quijote creyó que el labrador que lo había ayudado era el marqués de Mantua. El doctor, a pesar de que se le informó que podía salir de sala, se quedó en la silla de los testigos. El público, mudo, permaneció sentado en los bancos como si vigilaran su llanto. Poco después, el juez regresó a sala y el interrogatorio continuó.
–¿Se siente bien? –preguntó el juez al testigo.
–No muy bien pero puedo continuar –contestó el doctor.
–Dígame testigo, ¿qué condición tenía Mayo Arocho Ruiz? –preguntó el abogado.
–En ese momento no lo sabía. Luego me enteré de que su diagnóstico era de amnesia lacunar, más bien selectiva. Le aclaro que él no era mi paciente.
–Explique, por favor.
–Era amnesia tipo orgánica, o sea, la que se produce por traumas, golpes, enfermedades o por uso de algunas drogas o por una combinación de éstas. Eso es lo que surge de la lectura que hice varios días después de las confusas notas del médico que lo atendía y que están en su expediente, aunque yo creo que su amnesia era retrógrada, más bien global. Ese día en que se causó daños, fui a verlo en varias ocasiones. Por largos ratos permanecí a su lado, pero estaba sedado y no me pude comunicar con él. Cuando me proponía examinar su expediente, la administración del hospital me dijo que estaba en bóveda ya que eran documentos altamente confidenciales y que tan solo su psiquiatra podía autorizarlo. Por varios días estuve llamando a su doctor, que resultó ser un psiquiatra estadounidense adscrito al fuerte Buchanan, y nunca estaba disponible. Creo que fue al tercero o cuarto día que logré comunicarme con él y le pedí el permiso para ver el expediente. Al principio se mostró muy renuente, pero al informarle lo del golpe en la cabeza, aceptó que lo viera.
–¿Lo pudo examinar?
–Sí, sí. Lo examiné. Nunca había visto un expediente igual.
–¿Por qué dice eso, doctor?
–Entre otras cosas, en la primera página su nombre estaba escrito como Mayo Arocho Ruiz. En la segunda hacía referencia a Mayo A. Ruiz y luego a Mayo Ruiz. En las demás páginas el nombre estaba tachado, en otras aparecía borrado y en las últimas no tenía nombre. La fecha en que había sido recluido solo decía “Feb. 1970”. Las notas, que estaban redactadas en inglés, eran contradictorias e ininteligibles. Tampoco había datos de la persona que lo había llevado hasta allí ni ninguna referencia de dirección, parientes o modo de identificarlo. Del expediente surgía que se había golpeado en la cabeza muchas veces y se había causado daño.
–Lo de acortar su nombre, ¿podría explicarse porque así se hace en inglés?
–Eso puede ser una explicación, pero tal práctica no es común en un expediente médico, mucho menos tacharlo, borrarlo y hasta eliminarlo.
–¿Y por qué se golpeaba?
–Si en verdad era él el que se golpeaba, cosa que siempre he dudado, podría tener varias explicaciones, entre ellas, intentos de suicidio, castigar lo que para él era la parte del cuerpo que no le funcionaba ya que no recordaba, golpear algún recuerdo o borrarlo, aclarar sus pensamientos u otros motivos que no tuve la oportunidad de estudiar. El expediente era tan particular… no sé, era extenso y como le dije, tenía tantas tachaduras, borrones y hasta diagnósticos que se contradecían.
–¿Por qué usted dice que dudaba que él se hubiese golpeado si hace un momento declaró que en la actividad del Día de los Padres él se lastimó con un extintor?
–No sé… es como si fuera un comportamiento aprendido. En verdad no tengo claro el asunto. Lo que pude entender es que las veces en que se causaba daño parecía estar relacionado con una supuesta hija. Según surge del expediente médico, él peleaba consigo mismo porque su hija se le iba, se le borraba en la memoria. Lo de la hija está aquí en el expediente y, entre otras cosas, en sus delirios gritaba que la niña se le ahogaba y se le envenenaba y entraba en estado de desesperación y se ponía muy ansioso. También mencionaba a alguien a quien llamaba Antonia. No surge claro si esa era la hija de la que hablaba, aunque siempre he creído que se refería a la estudiante que fue asesinada por la Policía a los pocos días de él desaparecer. A mí no me constaba que tuviera una hija. Todo eso surge de una de las notas del psiquiatra que lo atendía y que dice…
El testigo hojeó el expediente que había llevado a sala y que había sido admitido como prueba. Abrió un cartapacio que estaba marcado y leyó:
–“Los empleados de mantenimiento y algunas enfermeras dijeron que en ocasiones se golpeaba y gritaba: ¡No te vayas, hija, no me dejes, quédate, quédate…, vomita, vomita, Antonia, Antonia!”.
El testigo no pudo continuar leyendo y calló. En muda solidaridad, todos en la sala permanecieron en silencio. Luego de varios segundos el juez le preguntó si necesitaba otro receso y el testigo contestó que no, que no lo creía necesario.
–¿Qué pasó con el paciente? –continuó el abogado.
–No pude regresar a la clínica hasta dos días después. Llegué con la ilusión de verlo, y para mi sorpresa, su psiquiatra lo había dado de alta.
–¿Qué hizo usted? –preguntó el abogado.
–¡Por favor, juez! –exclamó el fiscal.
El juez, que no disimulaba que estaba cautivado con el relato, comentó:
–Deje que termine su declaración, adelante testigo.
–Pero juez…
–Ya decidí que el testigo continuará declarando. Es mejor que acate mi determinación y permanezca sentado y no insista más porque entenderé que está retando mis órdenes. ¡No ha lugar a su objeción, no ha lugar! Si quiere apelar mi determinación, ese es su derecho. Adelante, testigo, adelante.
El fiscal se fue a su escritorio moviendo la cabeza en negación y el testigo continuó.
–Regresé a la oficina de su psiquiatra y luego de esperar por más de dos horas, me recibió en su despacho. Sus respuestas fueron muy evasivas y era evidente que no quería brindarme información. Por último le pregunté por qué lo había dado de alta y me contestó que ya no había nada que hacer por él, que su condición era incurable y, poco cortés, me dijo que ese era su paciente y que podía hacerlo y se levantó para despedirme. Me molesté y fui a investigar dónde se encontraba. Un empleado de limpieza me informó que llegaron unas personas desconocidas, se reunieron con el director y al poco rato lo llevaron hasta la salida. Allí permaneció por algún tiempo como si estuviera orientándose mientras varios de los empleados lo custodiaban con la mirada. Luego levantó la mano en gesto de despedida y comenzó a caminar por la carretera número dos en dirección oeste. Una enfermera… una enfermera que vivía en Vega Baja contó que varios días después lo vio caminando de noche bajo un fuerte aguacero. Lo llamó y no la escuchó. No lo pudo ayudar porque iba en dirección contraria y se le hizo difícil virar. Cuando lo logró, ya había desaparecido. Al otro día, junto a mi esposa, recorrimos todo el camino que lo podía conducir a San Sebastián…
–Objeción, su señoría. Sé que el tribunal ha declarado no ha lugar a mi objeción en varias ocasiones, pero insisto en que la declaración del testigo no tiene pertinencia alguna con este caso –dijo el fiscal.
Antes de que el abogado respondiera, el juez medió:
–Es cierto que ya lo ha planteado, señor fiscal, y por eso no me explico por qué insiste tanto si ya le he declarado no ha lugar a esa misma objeción. Aténgase a lo resuelto que el que está atrasando el caso es usted.
–Que conste en la grabación del proceso que objeté a tiempo y con el fundamento adecuado.
–Señor fiscal, usted sabe que siempre anotamos sus objeciones. Por favor, continúe, señor abogado –dijo el juez.
–¿Por qué usted dice que recorrió todo el camino que lo podía conducir a San Sebastián?
–Porque él era de ese pueblo y del expediente surgía que había vivido con unos parientes que eran de un barrio al que llamaban Calabazas.
–Siga, por favor –le pidió el abogado.
–Mi esposa y yo llegamos al barrio y preguntamos en varios negocios, cafeterías, en tres o cuatro iglesias, en el centro comunal, en el parque y en otros lugares. Nadie lo conocía. Tan solo un anciano en silla de ruedas, que ese día se encontraba en el sector El Cruce, comentó que era posible que fuera el sobreviviente de los envenenamientos. Le pregunté a qué se refería y me dijo que…
–¡Objeción! –dijo en voz alta el fiscal– Eso es prueba de referencia piramidal. ¿Es que ahora el testigo va a declarar no solo lo que le dijeron a él sino lo que le dijeron al que se lo dijo a él?
–Señor juez, no vamos a establecer la veracidad de ningún hecho relacionado con este caso, tan solo es un relato que no tiene la intención de probar nada en particular sobre la culpabilidad o inocencia del acusado. Eso lo garantizo –dijo el abogado.
–Eso es peor –intercedió el fiscal– Eso sí que no es pertinente y es una pérdida de tiempo. ¿Dónde está la economía procesal?
–Señor fiscal –dijo el juez malhumorado– le repito, usted tan solo da el fundamento de la objeción y yo resolveré. El Tribunal declara no ha lugar a su objeción y vuelvo a instruir al abogado a que lo que diga el testigo en esta etapa no puede contener expresiones exculpatorias. De tenerlas, queda advertido de que se excluirá de la grabación y no formará parte de los autos. Testigo, continúe con su declaración.
Con gesto de desagrado, el fiscal se sentó y el testigo declaró:
–El anciano me contó que hacía muchos años un ingeniero y próspero contratista vivía junto a su esposa y tres hijos menores, dos niñas y un varoncito, en una hermosa casa en El Pepino. Al enterarse de que su esposa le era infiel, que luego se comprobó que era falso, enloqueció y tramó acabar con su familia envenenándolos a todos y se suicidó con el mismo veneno. Según el relato del anciano, convenció a su esposa de que todos tenían que tomarse un purgante para los parásitos. Ajena al propósito criminal, y muy complaciente, la esposa accedió. Como si fuera un juego, el muy desquiciado los puso en fila y, para darles el ejemplo, aparentó tomar un pequeño primer sorbo. Luego le dio a beber a su esposa y por último a los tres niños que esperaban ansiosos porque les había dicho que era un dulce refresco. Menos el más pequeño que tan solo tenía cuatro años y vomitó el veneno, su madre, sus dos hermanitas y su padre, murieron. Una nota encontrada en la mesita de noche de la habitación matrimonial, explicaba la locura: “Este es el castigo del pecado”. La nota fue encontrada adherida a una pluma que él le había regalado a la esposa. Varios días después, fueron sepultados en el cementerio de Las Marías, lugar de origen de las familias del matrimonio. Una tía, que según se comentó, tuvo la imprudencia de llevar al niño sobreviviente al funeral, se llevó al huérfano, testigo de ver a sus padres morir junto a sus hermanos en una macabra escena de dolores, gritos, despedidas y abrazos de la madre que desesperada veía cómo sus crías viraban sus ojitos mientras convulsionaban. Me impresionaron tanto los detalles que me dio el anciano que es imposible olvidarlos.
La sala estaba en total silencio y el juez le pidió al testigo que continuara.
–Algunas personas escucharon lo que el anciano me relataba. Uno de los presentes dijo que en el barrio se comentó que el muchacho que se salvó era bien inteligente y que se había ido a la universidad y nunca más regresó y que creía que vivía en Las Marías pero que estudió en El Pepino. No sabía si ese era Mayo porque desconocía su pasado, pero al igual que a otras personas a quienes había preguntado por su paradero, les di una tarjeta con mi nombre y dirección para que se comunicaran conmigo si tenían alguna noticia de él.
–¿Se comunicó con usted el anciano u otra persona? –preguntó el abogado.
–No.
–¿En esas búsquedas, encontró usted a Mayo? –preguntó el abogado.
–No.
–¿No lo ha vuelto a ver?
–Sí –contestó el doctor.
–¿Dónde? –preguntó el abogado.
El testigo calló por un momento y respiró profundo. Lacrimoso y en voz baja contestó:
–Aquí en sala.
–¿Dónde? –preguntó extrañado el juez.
–Aquí, señor juez –declaró el testigo.
–Sí, pero dónde –insistió el juez mirando hacia el público.
–Es el testigo que pusieron bajo las reglas y que pasó frente a mí antes de que yo comenzara a declarar.
–¿Usted se refiere a Mayoral? –preguntó el abogado.
–No, el que salió de aquí no se llama Mayoral, se llama Mayo Arocho Ruiz.
Hubo conmoción en sala y el abogado preguntó:
–¿Está usted seguro de que hablamos de la misma persona?
–Sí –contestó el doctor.
El juez soltó el lápiz sobre el estrado y confundido, miró al fiscal y a la defensa. Luego de un breve y silencioso interregno en el que pareció que el reloj se había detenido, el abogado habló:
–Señor juez, solicito respetuosamente que se traiga a sala al testigo que fue juramentado como Mayoral y que está bajo las reglas.
Con semblante de confusión, el juez accedió:
–Señor alguacil, traiga al testigo.
A los pocos minutos, el testigo fue presentado en sala y el alguacil le pidió que se parara frente al doctor. En silencio, lo hizo. Miró al doctor y, con la quietud de una estatua, permaneció allí por varios segundos. El doctor lo miró, bajó la cabeza, la colocó entre sus manos, y comenzó a sollozar. En ese momento, el juez le hizo una señal al alguacil y Mayoral fue llevado al salón de los testigos.
–Doctor, ¿quién es ese hombre que acaba de estar frente a usted? –preguntó el abogado.
El testigo permaneció en silencio moviendo la cabeza como si negara lo que estaba pasando. Pasados unos segundos el juez en voz baja, le dijo:
–Conteste, por favor.
–Ese que estaba frente a mí es mi amigo Mayo, Mayo Arocho Ruiz.
–¿Está usted bien seguro? –preguntó el abogado.
–No tengo ninguna duda.
El doctor levantó la mano y pidió tiempo.
En el silencio absoluto que cubrió la sala, tan solo se escuchó el tenue sonido del reloj que colgaba en una pared del salón y que, como cómplice del dolor, pareció marcar el tiempo más lentamente. Pasados varios minutos, y ya recuperado, el testigo levantó la cabeza y miró al juez que, aprovechando el momento, le preguntó:
–¿No tiene dudas de lo que está afirmando?
–No señor juez, no tengo ninguna duda. Mayo era como mi hermano y aunque hayan pasado unos años y esté así, avejentado, es él, lo conozco. Ese es mi querido amigo: “el licenciado”.
Al escuchar el llanto de Eugenia, Marcela detuvo la lectura y comentó:
–No seas tonta, Eugenia, que todo esto es un invento de abuelo y ya lo has leído y escuchado varias veces.
–Lo sé, pero no lo puedo evitar.
Marcela continuó con la lectura.
El silencio volvió a tomar posesión de todo. La secretaria de sala y parte del público se enjugaban las lágrimas. Todos miraban al abogado esperando su reacción. Era evidente que estaba compungido y traslucía preocupación. Esperó más de un minuto y, con paso lento, se le acercó al testigo. Con voz firme y pausada, consciente de que ese era el momento para el estratégico golpe final, pero sin demostrar satisfacción al preguntar, se dirigió al doctor:
–Testigo, en su opinión, ¿tiene Mayo Arocho Ruiz la capacidad mental para relatar los hechos que percibió hace más o menos un año atrás, estando en la condición en que está y con el diagnóstico que tiene?
De inmediato, el testigo contestó:
–Sí, señor abogado. Por lo que surge del expediente y por lo que me consta por haber examinado el caso, le puedo contestar que sí.
El fiscal, que desde su última objeción aparentaba leer sin brindarle importancia a lo que declaraba el doctor, soltó los papeles, se puso de pie y asombrado, miró al testigo. El público en sala comenzó a murmurar. Luego de que el alguacil los amenazara con sacarlos al pasillo si continuaban murmurando o gesticulando, con entonación de desengaño y sorpresa, el abogado comentó:
–Pero, usted acaba de afirmar que estaba loco y padecía de amnesia… selectiva, retrógrada… además de que nunca lo ha examinado. No me explico cómo puede ser tan categórico en su declaración.
Sin dejarlo terminar, el fiscal, acercándose al estrado y levantando la voz intervino:
–¡Que no argumente ni discuta con el testigo! Esa es su prueba, ese es su testigo.
–Tiene razón el señor fiscal. Limítese a hacer preguntas, señor letrado, y no argumente ni discuta con el testigo –ordenó el juez.
–Adelante, continúe con su declaración –dijo el abogado al testigo.
–Aunque me parece innecesario para declarar lo que he dicho sobre su capacidad, no examiné a Mayo porque no me lo pidieron. Usted me dice que afirmé que estaba loco y padecía de amnesia. Eso no es correcto.
–¿Qué es lo que ahora usted dice que no es correcto? –preguntó el abogado.
–No es que lo diga ahora. Es que nunca dije que estaba ni que está loco aunque dije que padece de amnesia. Lo que pasa es que confundimos los conceptos y muchas veces decimos que los que tienen amnesia están locos. Loco, dice el pueblo, es el que tiene trastornadas sus facultades mentales o no actúa como los demás. Pero loco es una palabra que contiene una fuerte dosis de prejuicio, que descarta al ser humano porque algo en la mente le ha fallado. Eso no lo hacemos con la persona a la que le falta una pierna o un brazo, es ciega o tiene alguna condición física limitante. Pero si es una condición mental, tendemos a rechazarla, a asustarnos con su presencia y a no relacionarnos con quien la padece. Tan solo nos limitamos a llamarlos locos. Eso es tan cierto, que no nos agrada decir que tenemos a un pariente que tiene alguna dificultad mental porque todos entenderán que está loco y a los locos se les estigmatiza y se les desprecia y tememos que nos relacionen con ellos. Muchos les temen, se avergüenzan, se sienten incómodos y hasta se burlan de ellos, pero ante un loco nadie es indiferente como lo podemos ser ante una persona que le falta una extremidad. Tal vez por eso los locos viven solos y mueren solos o en aislamiento.
Todos en la sala, con gran atención, escuchaban al doctor que continuó diciendo:
–La amnesia no tiene que ver con la locura ni es locura. Como dije antes, el pueblo muchas veces clasifica como locos a quienes, por su comportamiento, demuestran ser distintos. Lo que Mayo atestó lo vio o lo percibió. Eso no tiene nada que ver ni guarda relación alguna con el hecho de no recordar una parte de su vida que se le fue antes de que viera o percibiera lo que declaró en juicio. Una cosa no tiene que ver con la otra. Por eso, señor juez, hace unos minutos quería hacer un comentario y no me dejaron. Escuché cuando el licenciado informaba al tribunal que tenía que establecer el vínculo entre Mayo y Mayoral para poder descalificarlo por falta de capacidad mental y fue en ese momento en que quise aclarar.
–Lo recuerdo, continúe –dijo el juez.
El fiscal, que no podía disimular la sorpresa, con sonrisa ladina, nuevamente se levantó y se acercó al testigo para escucharlo mejor.
–Lo voy a explicar en la forma más sencilla posible, sin utilización de conceptos médicos porque podría confundir. Les dije que Mayo era la persona más inteligente que he conocido. El problema de Mayo no es que no recuerde ni pueda relatar lo que pasó hace un año. El problema es que, según el expediente médico, él no recuerda nada de febrero de 1970 hacia atrás, aunque es posible que alguna fisura en el hermetismo del recuerdo, le permita recordar algunas cosas. También puede perder la conciencia en forma momentánea, como nos puede pasar a todos por múltiples razones, y entonces no recuerda lo que ha pasado mientras está en ese estado porque no tiene existencia o conciencia en ese tiempo. Aunque no es lo mismo, es parecido a lo que nos ocurre al dormir… al tomar en exceso o al tener un síncope. Dormidos, por así decirlo para simplificarlo, estamos inconscientes y lo que pasa a nuestro alrededor no lo podemos recordar al salir de esa inconsciencia, esto es, al despertar. En la amnesia alcohólica, ocurre lo mismo. La persona no recuerda lo que pasó en el estado de embriaguez, pero sí lo que hizo después. Eso es sobre la falta de recuerdos de incidentes recientes que es la que se parece al sueño o a la amnesia alcohólica. Sobre la otra condición que tiene Mayo, es de amnesia total, y como dice el expediente, incurable. Por el motivo que sea, su memoria se borró desde el 70 hacia atrás. En esa parte de su ser, en ese tiempo no existe nada, aunque su expediente dice que tuvo algunos destellos de ese pasado. Esos destellos o pequeños recuerdos, son expresiones que salen en sus conversaciones sin darse cuenta y cuando se les pregunta sobre el comentario o lo que dijeron, no recuerdan haberlo dicho. Todo lo demás, o sea, luego del 70, lo recuerda con perfección, con detalle y precisión y con la gran inteligencia que tiene, porque eso no se pierde con la amnesia, lo que recuerda lo recuerda sin equivocarse. Vuelvo a insistir en que ese expediente tiene muchas contradicciones. Dice que la condición es incurable, pero en otras partes aclara que recordó algunas cosas y que después decía que no las recordaba, no sé, es muy confuso. Lo que está claro es que ese olvido es selectivo, ya que es desde un momento específico… es retrógrado, no recuerda hacia atrás.
Al ver los rostros de incredulidad del juez, del fiscal y de la defensa, el doctor continuó:
–Mayo nunca le contará algo que no sea producto de su recuerdo. Lo que pasa es que sus memorias no son iguales a las nuestras que son de toda la vida y sin interrupción. Si no recuerda le dirá la verdad: que no recuerda. Y si le dice algo que sea del ‘70 hacia atrás, le dirá que lo que le cuenta alguien se lo contó o tal vez sea uno de esos chispazos de los que mencioné. O sea, lo que recuerda lo recuerda bien y lo que no recuerda porque no está en su memoria, es porque es el recuerdo de lo que le han contado. En ese caso Mayo diría algo así como: “Le voy a decir algo que no sé si es verdad porque me lo contaron” o una expresión parecida.
El juez entonces preguntó:
–¿Cómo es posible que a una persona que no recuerda no se le olvide hablar?
–Señor juez, eso siempre confunde. Lo que ocurre es que la parte del cerebro que regula el lenguaje y la que tiene que ver con la memoria son distintas. En el caso de Mayo, como pudieron escucharlo, aunque hago la salvedad de que no escuché su declaración, él puede hablar y si habla como lo recuerda, lo hace con mucha corrección y dominio del lenguaje. No puede recordar porque eso es asunto de la memoria. Esa pregunta, que es muy lógica, surge en todos los casos que conocemos y hasta en las historias y novelas en las que alguien tiene amnesia, siempre se hace.
–Pero doctor, ¿conoce usted lo que él declaró en este caso? –preguntó el abogado.
–No señor, pero si fue sobre algo que vivió en un momento en que estaba consciente, no puede dudar de que lo relató bien. Si lo vivió, lo declaró como lo vivió y lo escucho y dijo la verdad –contestó el testigo.
–¿Tiene alguna otra pregunta sobre algún otro asunto relacionado con el testimonio del doctor? –preguntó el juez al abogado de defensa que se había retirado a su escritorio.
–Sí, su señoría, le haré una sola pregunta, quizá la más importante en esta etapa.
–Adelante –dijo el juez.
–¿Pudo haber mentido el testigo?
–¡No! Mayo Arocho Ruiz nunca mintió… –comenzó a contestar el testigo que fue interrumpido por el abogado.
–Disculpe doctor, pero eso no es lo que le pregunté.
–¡Objeción, señor Juez! El abogado ha comentado lo que dijo el testigo y él no está aquí para comentar o contradecir, sino para preguntar. Si quiere que el testigo sea responsivo porque no contestó lo que se le preguntó, le tiene que pedir al juez que se lo ordene –argumentó el fiscal.
–Tiene razón el señor fiscal –dijo el juez pero el testigo se disponía a comentar algo relacionado con la pregunta que le hizo la defensa. Vamos a permitirle que se exprese. Adelante, doctor, continúe –dijo el juez.
–La contestación específica a su pregunta, la que brindo a base de mi conocimiento es: no. No pudo haber mentido porque Mayo nunca mintió y ese es un valor que hombres como él no lo pierden–bajó la cabeza y gimoteando añadió– Por no mentir cuando lo torturaron para que lo hiciera hace muchos años, es que se encuentra en ese estado, despojado de toda esperanza y ya no sabe quién es ni qué puede ser. No, Mayo no miente, eso lo aseguro.
Perturbado por la contestación, el abogado se retiró a su escritorio y el juez volvió a preguntar:
–¿Alguna otra pregunta?
–No señor. No tengo ninguna otra pregunta. Permítame hablar con mi cliente.
Luego de dialogar con el acusado, el abogado se puso de pie y dijo:
–Señor juez: en este momento informamos que luego de dialogar con mi representado, deseamos retirar la solicitud de descalificación del testigo.
–Se da por retirada. Tome nota, secretaria. Si el señor fiscal tiene alguna pregunta, puede hacerla en este momento –dijo el juez.
–No su señoría. El testigo era prueba de la defensa y ha dejado establecida la capacidad del nuestro, de Mayoral, digo, de Mayo Arocho Ruiz. Además, la defensa ha retirado la solicitud de descalificación y de supresión de evidencia, por lo que no es necesario contrainterrogar –y con aire de triunfo, se sentó sin decir palabra mientras el juez, con sonrisa burlona, lo miraba.
El juez le ordenó al testigo que se retirara. En ese momento, el testigo le preguntó:
–Señor juez, ¿podría hablar con Mayo?
–Lo lamento testigo, Mayo o Mayoral está bajo las reglas del tribunal y es testigo de fiscalía.
El fiscal se levantó e informó:
–No, su señoría, ya el ministerio fiscal terminó de interrogar a ese testigo. Él contestaba las preguntas del abogado y su interrogatorio fue interrumpido para traer al doctor a declarar. Le corresponde a la defensa determinar si continúa preguntándole porque yo no le haré ninguna otra pregunta, aunque, para propósitos de refutación, quisiera que permaneciera bajo las reglas.
–Si es que el testigo va a ser utilizado como prueba de refutación, no hay necesidad de que permanezca bajo las reglas. Basta con que esté disponible –comentó el abogado.
–Estoy de acuerdo –dijo el fiscal.
–De mi parte no le haré ninguna otra pregunta al testigo al señor Mayo Arocho Ruiz –dijo el abogado, que luego de que su cliente le pidiera que se acercara para hablarle, continuó– y si su señoría me permite añadir algo…
–Adelante.
–Honorable, no tengo dudas de que a todos los que estamos en sala nos agradaría que el doctor pueda ver a su amigo.
El público se emocionó, muchos hicieron comentarios y algunos se frotaron las manos en aplauso mudo. Ni el alguacil ni el juez llamaron a la atención.
–Si es así –dijo el juez– el testigo queda fuera de las reglas del tribunal aunque debe estar disponible si es necesario volver a interrogarlo –y dirigiéndose al doctor le dijo– Doctor, gracias por su comparecencia y puede dialogar con Mayo Arocho Ruiz, “el licenciado”. Todos deseamos que lo reconozca y que recupere a su amigo.
–Gracias, señor juez.
El juez decretó un receso y el testigo salió tan apresurado que olvidó llevarse el maletín negro sobre ruedas en el que cargó el expediente médico del que por primera vez le dijo “doctor”.
XVIII HIPOTECAS
La parte que mayor confusión le produjo a las muchachas fue la explicación que Mayoral le dio a Maya sobre la forma ingeniosa en que se cometieron las apropiaciones ilegales las cuales acordaron denominar robos, ya que era una palabra más conocida. Aunque se habían criado entre libros y papeles de derecho y conversaciones diarias de esos temas, no tenían del todo claro los conceptos. Acordaron pedirle a su madre que les leyera la parte en que Mayoral le explicaba a Maya para que les aclarara las dudas que surgieran del relato ya que de la primera lectura tenían algunas interrogantes.
–Mamá, creo que esa parte de la explicación del robo es la más floja de la novela porque no se entiende bien –dijo Marcela.
–¿Cómo que la más floja? O sea, ¿las demás eran flojas y esa parte es la más floja de todas? Su abuelo se debe estar revolcando en la tumba.
–Tú sabes a qué me refiero, mamá.
–Lo que pasa es que esa parte es enrevesada por el contenido técnico y por más que el Viejo intentó explicar los conceptos de derecho en forma sencilla, parece que no lo logró bien. ¿Ustedes lo entendieron?
Ambas se miraron y contestaron con un sí mermado.
–Bueno, a juzgar por ese gesto, parece que no entendieron nada.
Eugenia comentó que creían que lo pudo haber expresado mejor, que el relato estaba descuidado y que lo entendieron pero no estaban muy seguras de algunas cosas.
–Eso es cierto. Creo que el Viejo trató esa parte muy apresurado, como para no enredar mucho el asunto, y resultó lo contrario. Aunque no sé cómo podía hacerlo mejor, la forma en que lo redactó puede producir algunas interrogantes.
–Léela, por favor mamá, y si tenemos dudas, te pedimos que las aclares –la invitó Eugenia.
Con mucha parsimonia y expresión de cansancio, Ana co- menzó la lectura.
Lorenzo entró a la oficina con la pluma color vino en la mano.
–Disculpen la interrupción. Maya, aquí está tu pluma. Maya la tomó sin mirarlo y le dio las gracias. Lorenzo se retiró y Mayoral comentó:
–Bueno, hija, ya apareció la pluma. Ahora podemos adelantar porque siento que su hechizo me escribe en la página en blanco de la memoria.
–¡Que hechizo ni hechizo! Déjate de bromas y sigue, que no le has añadido mucho al relato y estamos atrás.
–¿Cómo que no le he añadido? He dicho un fracatán de cosas importantes y ahora viene lo mejor. Prende la cosa esa y toma nota que ahora no hay quién me detenga.
–Sigue, por favor.
–Me rompí la sesera que me quedaba pensando quién era aquella persona que me miró en la forma en que lo hizo y, aunque me parecía que lo había visto antes, no lo logré recordar. Diría que transcurrieron una o dos horas y el alguacil regresó al cuarto de testigos. Me dijo que el juez había ordenado que me presentara a sala. Salí acompañado del alguacil, llegué y me paré frente al testigo que era el doctor del que te hablé y que no pude recordar. Di dos o tres pasos y me le acerqué mirándolo a los ojos. El hombre también me miró y aunque no entendí, sé que me habló con la mirada. Luego, bajó la cabeza colocándola sobre sus manos. Me pareció que lloraba.
–¿Cómo que lloraba? ¿Qué estaba pasando?
–No sé, Maya, no sé. En ese momento, el juez movió la cabeza acompañado de un gesto con la boca y el alguacil me dijo que podía retirarme llevándome al salón de los testigos en el pasillo trasero de la sala. Hombre raro ese doctor. Pasó un buen rato, bastante, y el alguacil volvió a entrar. Con tono distinto al que siempre había utilizado para dirigirse a mí, menos serio, diría que más cordial, aunque quizá son manías mías, me dijo que el doctor había terminado su testimonio y que por ese día ya no me preguntarían nada más, por lo que me podía retirar aunque tenía que estar disponible porque era posible que me volvieran a necesitar.
–¿Qué hiciste?
–Al salir al pasillo externo, encontré al doctor sentado en un banco como si esperara por alguien. No bien me vio, se levantó, se acercó y sin mediar palabra y con sollozos, me dio un fuerte abrazo. Entonces me miró a los ojos y comenzó a llorar con tanto sentimiento que se me pegó el llanto y ambos terminamos abrazados mientras yo recordaba a Cardenio y el Caballero de los Leones cuando se abrazaron en Sierra Morena. Con voz poco inteligible, me dijo que me prometía que nos volveríamos a ver y se marchó dejándome con un desagradable sentido de ausencia de lo que nunca ha estado presente. Me quedé mudo porque te juro, hija, que a ese hombre lo he visto antes y me pareció una pequeña brisa del pasado perdido. Nada, se fue y nunca más supe de él y, que yo sepa, él nunca más supo de mí.
–¿Dónde fue que Cardenio y el Caballero de Los Leones se abrazaron?
–¿Quiénes?
–Nada Mayoral, dime qué pasó luego.
–Terminado el día de juicio no tenía con quién irme para mi pueblo por lo que regresé a sala. No bien había entrado, el juez ordenó que se levantara la sesión y que se continuaría al otro día. Todos desocupamos el salón y salimos. Estando fuera del salón me pasó algo raro, Maya, aunque es posible que me equivocara.
–¿Qué te pasó?
–Es que me sorprendí porque sentí que los que salieron del salón me saludaron con afecto y uno de ellos se turbó y me dijo otro nombre.
–¿Te dijo Porta?
–No, me dijo Mayo.
–¿Cómo? ¿Mayo? ¡No me digas que ahora somos tocayos!
–No se me había ocurrido. Es cierto, pero de Mayo a Mayoral, no hay tanto que caminar.
–Sigue el relato –le pidió Maya.
–Ese día, al salir de sala, un pariente del occiso don Flores Rivera Mercado, que nunca me había mirado porque era medio plastón, me preguntó si tenía transportación para San Sebastián. Le dije que no. Me ofreció pon y lo acepté. El carro olía a nuevo y tenía acondicionador de aire. Mantenía el volumen del radio muy alto y hablamos en el camino. Bueno, el que habló fue él, que gritaba más que el locutor de la emisora.
–¿De qué hablaba?
–De cuanto tema había. Estuvo todo el trayecto dándose coba. Sin que se lo preguntara, me informó que era profesor de una universidad y que era un lector voraz. Oye Maya, esa expresión no me gusta porque son echonerías y cada vez que la escucho me da la impresión de que se refiere a un lector que come mucho.
Maya miró a Mayoral, rió con sus lindos ojos, y él siguió su relato.
–El parlanchín era lo más buena gente y por más que hablara, no lo podía bajar del carro. Le reí las gracias y le contesté todas las preguntas que me hizo, que fueron bastantes. Sin decírmelo y en juego de detective listo, escarbaba en mi pasado como si supiera cosas que yo no sabía. El pobre no sabía que eso es como arar en tierra de secano. Era lo que en la Loma de Stalingrado le dicen “un averiguao” y me habló de tantas cosas sin sentido que no lo entendí. La sorpresa fue que me dijo que no faltaría a ningún día de juicio porque lo que le habían hecho a don Flores era una pocavergüenza y me preguntó si quería pon para el otro día. ¿Cómo que una pocavergüenza? Al hombre lo mataron y eso no es una pocavergüenza; eso es un asesinato.
–¿Le aceptaste el pon?
–Si, le dije que sí, que aceptaba el pon y acordamos que al otro día estaría esperándolo en la plaza frente a la iglesia católica a las ocho de la mañana. Aunque no lo creas, esa noche no ingerí nada de licor porque me fui a lavar la ropa para estar decente frente a aquella gente que con tanto cariño me saludó a la salida ese día. Me levanté temprano y con la ropa planchada por el viento y la gravedad que la estiraba mientras colgaba, me encontré con el amigo hablador del automóvil. Le di los buenos días y salimos para el tribunal. En el camino, no paró de hablar e insultar al gobernador al que le decían El Caballo.
–Ese era Romero, el asesino del Cerro Maravilla. Le decían caballo por falta de inteligencia y por bruto y él decía que era porque trabajaba mucho.
–He escuchado algo del asesino. Como te decía, el logorreico no se calló en ningún momento.
–¿El qué?
–El locuaz, el palabrero. El tipo hablaba en grande y volvió a mencionar una jeringonza que en ocasiones me pareció que se refería a mí pero no entendí nada. Al llegar, bastante temprano, algunos me saludaron en la entrada de la sala y de la nada apareció el fiscal impecablemente vestido de azul, hasta los zapatos, y con la calva más brillosa que nunca. Me pidió que lo acompañara y entramos en otra sala que estaba vacía. Con seriedad fantasmal y en voz baja, me comentó que era necesario que asistiera todos los días al juicio y que él haría los arreglos de transportación, alimentos y acomodo en sala en la banca de los policías. Aunque no sé cuál era el motivo, tenía que estar presente. Bueno, de todos modos me sirvió para conocer a esta nueva periodista, porque si no hubiese estado allí, lo que te podía contar era muy poco.
–Vamos a ver si eso de periodista se hace realidad, que en gran medida, depende de tu relato. ¿Pero, cómo es eso de tener que permanecer en sala aunque ya no eras testigo?
–Eso fue lo que me ordenó el fiscal, pero como te dije, no hay mal que por bien no venga, porque gracias a que estuve todo el tiempo allí, es que conocí toda la historia. Como fui el primer testigo y el fiscal me ordenó que no me fuera, tuve que escuchar a los demás.
–¿Eso se supone que sea así?
–No sé, pero le dije que sí porque sentí que no le podía decir que no y le pedí que si en los arreglos para ir al tribunal todos los días podía incluir algo de ropa, explicándole que, por estar allí no podía trabajar y no tenía dinero. Me preguntó si recibía los cupones de alimentos y le dije que usar cupones de alimentos para vestirme era un delito a menos que me vistiera con una chuleta.
–¿Cómo se te ocurre?
–Es que el “narciso” ese me sacaba de tiempo. Volvió a decirme que no me pusiera graciosito. Le dije que había conseguido transportación con un familiar del occiso. Alarmado, me preguntó con quién. Le dije quién era, salí y se lo señalé. Medio histérico, me preguntó qué me había dicho, si había preguntado alguna cosa sospechosa y qué le había contado. De maldad, le dije que le contaría todo lo que me dijo porque lo escuché bien mientras miraba a los árboles correr hacia atrás en la carretera y, cuando iba por la mitad del relato, me paró y me dijo que no le contara más. Por lo que me dijo, creía que la defensa había enviado a ese hombre para que me diera pon a ver si me sacaba algo de información en el camino. Ese fiscal era un paranoico. Me dijo: “Está bien, pero no te vuelvas a relacionar con él ni le aceptes nada”. De ahora en adelante la Policía te trae y te lleva. Con mal humor, me prometió que se encargaría de la ropa, parece que temía que el pariente de don Flores me la fuera a comprar. Al dar la espalda y comenzar a caminar hacia la sala, tipo macharrán con guardaespalda, le grité: “Incluye unos zapatitos número ocho también”. No sé si me escuchó, pero los zapatos nunca llegaron, tal vez porque las cámaras nunca enfocan tan abajo. Al poco rato, entré a sala.
Lorenzo, que traía un paquete en las manos, los interrumpió.
–Mayoral, te traje comida aunque no sé si lo que te traje te guste.
–No se tenía que molestar. Como de todo, aunque con esta indigencia dental, no puedo masticar bien algunas cosas.
–Espero tenga buen sabor. La preparó Salvadora, mi esposa –comentó Lorenzo y Mayoral, después de quedar algunos segundos en silencio, le contestó:
–Decía Teresa Cascajo, mujer del esclavo Sancho, que por el título de escudero no se daba cuenta de que lo era, “que el mejor aderezo es el hambre”.
Maya miró a su padre, luego cambió la mirada a Mayoral y movió la cabeza con gesto de incredulidad. ¿De dónde este hombre saca esa información si no recuerda nada? ¿Es que se leyó a Don Quijote en el manicomio o después de que salió? Pero antes o después, ¿cómo es que una persona que no recuerda, puede recordar y saber tanto? ¿Por qué dice esas cosas y luego parece no recordar haberlas dicho? –pensó.
–¿Y la niña, no come? –peguntó Mayoral.
–Ella se va conmigo a la casa porque, cuando está en El Pepino, la madre se muere si no comemos juntos. Regresaremos a las dos, por lo que tómate un descanso después de almorzar y luego continúan.
No bien salieron de la oficina, Maya le preguntó a su padre:
–¿Qué es eso de que mamá le preparó comida a Mayoral?
–Sorprendida, ¿verdad? La llamé y le dije que por favor me preparara una fiambrera con comida y no me preguntó nada. La fui a buscar y la traje. Ella tiene que saber para quién era.
–Seguro papá –comentó Maya con alegría.
Al llegar a la casa, Salvadora preguntó cómo le había ido. Maya, que estaba contenta, la abrazó y la besó y sonriendo le dijo: “Gracias mamá”. Salvadora la miró con ternura y Maya le contó que todo iba bien, que Mayoral avanzaba con el relato y que si adelantaban bastante ese día, terminaban en un día más. Con ojos acuosos que Salvadora conocía y que denotaban alegría, le contó lo impresionada que estaba con la inteligencia y conocimientos de Mayoral. Salvadora, aunque feliz por su hija, calló mostrándose indiferente al comentario.
A las dos de la tarde, Maya llegó a la carnicería preocupada de no encontrar a Mayoral, pero su preocupación era infundada porque no se había movido del lugar.
–¿Bueno el almuerzo?
–Sí, hija. Hacía tiempo no comía tan bien. Ese sazón me pareció… no sé, pero es posible que se parezca al de doña Maíta. ¿Lista para comenzar?
–Voy a grabar –y exhibiendo con gracia la pluma color vino– también voy a tomar notas.
Mayoral prosiguió:
–Te voy a contar lo que escuché en el juicio. Don Flores Rivera Mercado era un comerciante y agricultor de San Sebastián que para los años 70 tenía unos cuantos millones de dólares. Era padre de 21 hijos. Por motivos que nunca quedaron claros, dicen que el padre de su última esposa, esto es, la viuda, mató a machetazos a uno de los hijos de don Flores que no era hijo de su esposa. Eso fue para comienzos de la década del ‘70. Según salió a relucir en el juicio en el que fui testigo, el asesinato, como era de esperarse, trajo animosidad entre la familia de su esposa y los hijos de don Flores que no eran hijos de ella, y se llegó a comentar que hasta fuegos hubo en venganza por el asesinato. Nadie se explica por qué, pero don Flores decidió buscar a un criminalista para que defendiera al que mató a su hijo, que era su suegro.
–¿Cómo es eso?
–Bueno, no es tan inexplicable, porque como suegro, si lo quería mucho como debe ser, era su papá por afinidad.
–No seas cínico, Mayoral.
–La verdad es que eso era un lío de lealtades porque está bien duro pagarle a un abogado para que defienda al que mató a tu hijo. Allá ellos que son blancos y se entienden, porque yo lo que cuento es lo que escuché. Don Flores visitó al licenciado Baltazar Quiñones Elías en Aguadilla, uno de los mejores abogados de Puerto Rico. El licenciado Quiñones Elías, que para ese entonces defendía a uno de los hijos de don Flores de una acusación de asesinato en la que se le imputaba haber matado a los esposos Cacho en el pueblo de Manatí, le explicó que estaba atareado con la defensa de su hijo y que consideraba que no era ético defender a la persona que estaba acusada de matar al hermano de su cliente. Luego don Flores visitó a otros abogados criminalistas y por último, visitó al licenciado Jorge Luis Chaar Cacho, que era un criminalista muy destacado, y lo contrató.
–Perdona, Mayoral, no entendí. Estoy perdida. ¿Tú dices que don Flores contrató a un abogado para que defendiera al padre de su esposa que mató a machetazos a su hijo, o sea, al hijo de él?
–Eso mismo.
–Y el asunto de los esposos Cacho de Manatí, que debe haber ocurrido más o menos en esa época porque todavía estaban juzgando al asesino, ¿qué tenía que ver con la muerte del hijo de don Flores y con el abogado que él había conseguido de apellido Cacho?
–Nada, absolutamente nada. No te confundas. La muerte de los esposos Cacho de Manatí no tiene que ver nada con la muerte de don Flores, ni con la muerte de su hijo a manos del papá de su esposa. Lo que te dije fue que antes de que mataran a don Flores, uno de sus hijos mató a los esposos Cacho en el pueblo de Manatí. Don Flores visitó al abogado que defendía a su hijo de ese asesinato para que defendiera a su suegro y el abogado se negó por los motivos que te dije. Hasta ahí. ¿Entiendes?
–Sí. Y, ¿qué relación había entre el licenciado Cacho y los Cacho que el hijo de don Flores mató?
–Según comentaron en los pasillos del tribunal, porque no fue en sala, eran familia. Sin embargo, lo que pasó en Manatí no tiene ninguna relación con el asesinato de don Flores. O sea, la muerte de los Cacho en Manatí a manos de un hijo de don Flores no tiene nada que ver con la muerte de don Flores en San Sebastián a manos de un pariente de los Cacho de Manatí. No fue en esa época, como tú dices. Fue en tiempos distintos porque la muerte de los Cacho fue uno o dos años antes de la muerte de don Flores. Independientemente de lo que la gente creyó y se comentó, fue pura casualidad, aunque en el mundo de las probabilidades el porciento de ocurrencia sea diminuto. ¿Seguimos?
–Sí, pero espera un momento –dijo Maya sin entender lo que quiso decir con el comentario de probabilidades y porcientos. Lo detuvo con un gesto de la mano en lo que hacía algunos apuntes y, no queriendo preguntarle sobre asuntos que no tenían que ver con la historia, le dijo que continuara.
–Una vez el licenciado Cacho fue contratado, comenzó a hacer la investigación del caso para preparar la defensa del suegro de don Flores. Visitó en muchas ocasiones el pueblo de San Sebastián para fotografiar, tomar medidas, entrevistar testigos y hacer otras gestiones profesionales y personales. Chaar era buen abogado criminalista, al menos, así lo comentaron en el tribunal.
–Sí, ya lo dijiste. ¿El suegro de don Flores era una persona mayor?
–No sé la edad. Tengo entendido que tenía más o menos la edad de su yerno, esto es, de don Flores.
–O sea, que debo entender que la esposa de don Flores, que era hija de un hombre que más o menos tenía la edad de su esposo, era muy joven.
–Ellos se casaron el 16 de enero de 1954. Ella era muy joven. Para la fecha en que asesinaron a don Flores, tenía dos hijos nacidos en el matrimonio –dijo Mayoral.
–¿Cómo recuerdas la fecha de matrimonio?
–¿Cómo no recordarla si la escuché de uno de los testigos?
–Sigue con el juicio –le pidió Maya moviendo la cabeza en gesto de incredulidad y asombro.
–Por la relación que había establecido con don Flores, el licenciado Cacho se enteró de todos los bienes que tenía y se encariñó con ellos. ¿Envidia, ambición, codicia, coraje? Son partes del eterno retorno, como diría Nietzsche.
–¿Del qué? –preguntó Maya con premura.
–No sé, Maya no sé. Lo cierto es que el dinero le dañó el cráneo al abogado. Eso ocurre muchas veces en nuestra aprendida existencia peseteril. Todo lo que te cuento es lo que escuché en el proceso y lo que surge de las declaraciones juradas que prestaron los testigos del caso. Según pude apreciar, al acusado le dio la impresión de que era fácil darle un tumbe al analfabeto y quedársele con los chavos. Entonces se las ingenió para robarle.
–Poco a poco Mayoral, que lo quiero entender todo.
–Vale. Oye Maya, robar es una cosa y apropiarse de algo ajeno es otra. El que roba se apropia de bienes muebles ajenos quitándoselos a alguien en su presencia y sin autorización. Para que haya robo tiene que haber violencia o intimidación. Si no hay violencia o intimidación en el momento y la hay cuando el dueño de lo robado quiere que se la devuelvas, también es robo. La apropiación es lo mismo, pero sin violencia ni intimidación. Como conocemos mejor la palabra robo, siempre que te diga robo me refiero a apropiación, ¿está bien?
Riéndose, Maya le preguntó:
–¿De dónde sacas eso Mayoral? ¿Estabas en una clase de Derecho? Parece que ese mundo te gusta porque cuando hablas del tema, te emocionas.
–Es cierto. Esas cosas las aprendí de lo que escuché en el tribunal, que como habrás notado, fue bastante. Allí abogados y legos hablan por igual. Todos tienen opiniones legales y son peritos en cualquier tema de Derecho y líos legales. Yo siempre estoy pendiente porque, como dijiste, me gusta eso del derecho y cada vez que me encuentro un periódico y estoy sobrio, leo cosas legales que son interesantes y…
Bajó la voz y, transfigurándose, miró hacia la ventana como si fuera un niño avergonzado que cuenta una travesura,
–…hay veces que me imagino en una sala del tribunal defendiendo a algún acusado, discurseando y veo a la gente mirándome asombrada y no quisiera despertar.
Cambió la mirada hacia Maya y continuó hablando muy serio y sin sentido:
–No creas hija, yo no recuerdo, pero sueño y tengo anhelos aunque sean incapacitados y truncos que no se pueden convertir en planes, mortinatos de la esperanza.
–¿Cómo es eso?
–Es que algunas veces pienso que es una pena que tenga la cabeza pequeña y que tan solo me sirva de yunque y que mi vida sea un presente sin una estela larga que me haga igual a los demás y me avergüenzo de no estar completo, de tener un lado ausente, que no existe, sin camino por delante porque no tengo pasado que me empuje, con la maldición del no ser que me encarcela.
–Pero Mayoral…
–Ya a esta edad que siento que tengo, sé que no voy por ahí pendiente del futuro porque de ese me queda poco. Maya, ¿no se supone que haya comenzado a vivir del recuerdo de lo vivido mirando hacia atrás? ¿Cómo me pasa esto? No tengo recuerdos que vivir. Lo único que me queda es este pequeño presente y unos cuantos días del ayer cercano…
Maya recordó que en la mañana le pidió la mano diciéndole “ayúdame a levantarme” y comenzó a abrir sus hermosos y gigantes ojos negros haciéndole espacio a las lágrimas para evitar que no cayeran, pero no lo logró y ya no escuchó más. Sin que Mayoral, que había bajado el rostro, se percatara, se levantó y con voz ahogada le dijo:
–Discúlpame un momento, vengo ahora.
Salió apresurada hacia la tienda y recostándose en una esquina en la que cruzó los brazos sobre su pecho como si se cubriera, desfallecida se dejó caer poco a poco igual que una niña sufrida y comenzó a gimotear desconsolada. Lorenzo, que atendía a la clientela, no se percató hasta que escuchó los sollozos. Dejó lo que hacía, avanzó hacia Maya, la levantó y la abrazó asustado preguntándole qué le pasaba.
–Nada, papá, nada.
–¿Cómo que nada? ¿Por qué lloras?
–Papá, papá, es que Mayoral me da pena y no puedo hacer nada por él –y continuó llorando.
–Te lo dije, hija. No te podías encariñar.
–No puedo evitarlo, papá. Me acaba de decir que… que se imaginaba que era abogado y tú sabes que eso es lo que quiero estudiar y bendito, él no puede y yo no sé…
–Ya, ya, tranquilízate. Las cosas no siempre son como queremos que sean y hay muchas que no podemos controlar. No intentes vivir su vida. Sé que a él le basta que vivas la tuya bien, porque es un hombre bueno y estoy seguro de que te tiene el mismo cariño que le tienes a él. Ahí tienes otra motivación para lograr lo que quieres, Maya. Estudia por los dos y postula por él. Así serás lo que él añoraba ser, pero no te identifiques más porque te hace daño. ¿No te das cuenta?
–¿Pero cómo lo voy a hacer? No me digas nada, papá. Sé que me lo has dicho, pero me siento tan triste que tengo un dolor grande en el pecho, no sé. Le he tomado demasiado cariño. Es que tú no sabes. Algunas veces me dice hija y entonces el corazón se me destroza porque no tiene a nadie, ni siquiera a él mismo. Si supieras…
Maya no podía hablar.
–Ya, ya, hija, ya. No sigas hoy.
–No papá, tengo que continuar. Es que me dice unas cosas que… me dijo que…
–Cálmate Maya, ¿No crees que está bueno por hoy?
–No, no, papá.
–¿Han adelantado algo?
Con un leve movimiento de la cabeza, Maya contestó que sí. Al tranquilizarse luego de tomar agua, le pidió a Lorenzo que la dejara continuar y regresó a la oficina.
–Disculpa Mayoral, fui a tomar agua y, aunque dices que no tomas, te traje este vaso y papá comenzó a preguntarme por el trabajo. Le dije que habíamos adelantado mucho. Aunque, como no sé cuán larga es la historia, no sé cuánto nos falta.
–Maya, hemos adelantado un paquetón. Te había dicho que no tomaba agua, pero me hace falta. No dejes que me entretenga ni permitas que tome senderos que nos alejen de la historia y ya verás que terminamos hoy o mañana.
–¿En serio hoy o mañana?
–Ya verás que sí. Decía…, sí ya sé. El asunto de la apropiación a don Flores tuvo su génesis con la muerte de su hijo a manos de su suegro, aunque acá entre nos, la gente decía que otra persona lo mandó a matar y que no fue el suegro el que lo mató, pero el caballero, por el motivo que sea, se echó la culpa y cumplió cárcel. Algunos decían que don Flores sabía que su suegro era inocente y que por eso fue que le consiguió un abogado para que lo defendiera.
–¿Cómo es eso?
–Que no fue él, pero parece que para proteger a alguien, se echó la culpa y terminó preso. Hay que ser bien especial para dispararse esa maroma.
–¡No lo puedo creer!
–¿Raro verdad? Pero eso fue lo que se comentó. De eso no supe mucho. Lo cierto es que el abogado Chaar Cacho se eslembó con el dinero de don Flores y como uno era iletrado y el otro se las daba de listo, comenzó a planificar cómo se los tumbaba. Según declaró la viuda y también lo consignó por escrito en una declaración jurada que está en el expediente del caso, allá para el año 73, el licenciado Chaar Cacho los citó a su oficina. Demostrando estar preocupado con el asunto, o sea, con la riqueza ajena, que parece ser una forma de empezar a poseerla, les preguntó si ellos tenían pagarés que garantizaran sus propiedades. Según alguien explicó en sala, los pagarés son unas notas o papeles que uno firma a favor de alguien o al portador, o sea, al que lo tenga en la mano. Esos papeles lo que dicen es que usted debe una cantidad que puede o no puede estar garantizada con una hipoteca. Si no me equivoco, dijeron que eran instrumentos negociables, y lo recuerdo bien porque lo relacioné con el negocio que hizo mi amigo Vizconde con una guitarra.
–¡Qué guitarra ni guitarra! Lo que no acabo de entender es lo de la hipoteca.
–Espera, mamá, espera. Detente ahí y explícame eso que no está muy claro –le requirió Marcela.
–Mayoral lo explica bastante bien y a eso iba. Me haces la misma pregunta que Maya le hizo a él. Escucha cómo Mayoral le aclaró las dudas a Maya –dijo Ana y continuó con la lectura.
–Según lo que entendí, de lo que explicaron en el juicio, la hipoteca es una anotación que se hace en un registro de propiedades que le pertenece al gobierno y que indica que la propiedad a la que se le hace la anotación responde por la deuda que se reconoció en el pagaré. Algo así, creo que lo dije bien. Me parece que la propiedad tiene que ser un inmueble porque si no, no se puede hacer la hipoteca. El licenciado Chaar Cacho les explicó a don Flores y a su esposa, que si alguien los demandaba por un accidente o algo así, esa persona se podía quedar con todas sus propiedades si estas no estaban hipotecadas. Si estaban hipotecadas a nadie le interesaría quitarle las propiedades porque debían. Al escuchar eso, don Flores se asustó al pensar que le podían quitar lo que tanto trabajo le había costado. Eso no se quedó ahí. El licenciado, para darle otro motivo por el cual don Flores debía aparentar tener sus propiedades hipotecadas, le dijo que también eso lo ayudaba a pagar menos contribuciones.
–¿Entendieron? –preguntó Ana.
–Sí, bastante bien, síguelo –contestó Marcela.
Ana continuó con la lectura.
–¿Qué tiene que ver una hipoteca con las contribuciones? –preguntó Maya.
–No lo sé, pero él preguntó cuánto pagaban de contribuciones y don Flores contestó que de $20,000 a $22,000 anuales. Eso dependía de algunos factores. Entonces el licenciado le preguntó que por qué pagaban tantas contribuciones si había otras personas más ricas que ellos y pagaban la mitad de lo que ellos pagaban. Les propuso hacer un préstamo falso que estuviera garantizado con algunas de sus propiedades, o sea, que las hipotecara. La esposa de don Flores le preguntó para qué se iban a meter en eso si hacía varios años que ellos pagaban esa cantidad y el gobierno lo sabía y ellos eran personas honradas. De todos modos, don Flores preguntó cómo se podía hacer. El abogado les dijo que era fácil y que se encargaría de todo porque, además de ser un experto en esos asuntos, era amigo de gente importante de la banca. Lo primero era lo de los pagarés. Él o el banco los redactarían, luego él los negociaría con el gerente, el banco le daría el dinero en un cheque, don Flores y su esposa lo firmaban y se lo daban a él y él se lo devolvía al banco para que lo cancelaran, porque según el embeleco del abogado, todo era ficticio y no se desembolsaría dinero. Según el licenciado, lo harían todo con el WesternBank y con el Banco Comercial.
–¿Por qué con esos bancos?
–Porque allí era que el abogado tenía sus conexiones. Don Flores, que era un lince y tenía las espuelas largas, que es como le dicen a los jíbaros listos en El Pepino, se extrañó de todo ese enredo y le preguntó por qué tenía que entregar los pagarés a los bancos si todo era ficticio. Chaar le contestó que si los pagarés no se negociaban, aunque estuvieran garantizados con hipotecas, no existían.
–¿Cómo que no existían?
–Lo que entendí fue que si se hace un pagaré y no se negocia, esto es, si no se pasa a otra persona a cambio de dinero o de otro valor, no existe aunque se haya hecho.
–Mayoral, no entiendo.
–Bueno, no sé si lo entendí bien, pero te lo voy a explicar. Si haces un pagaré, o sea, un papel que dice que debes una cantidad de dinero y garantizas el pagaré con una propiedad y te quedas con el papel que dice que debes, o sea, con el pagaré, pues no existe la deuda porque no te puedes cobrar a ti mismo ya que el papel que dice que debes lo tienes tú. Para que exista la deuda, tienen que darte algo, dinero o lo que sea, y tú tienes que entregar el papel que dice que debes lo que te entregaron. Así sí existe una deuda y el pagaré tiene vida porque la persona que lo tiene lo puede usar para probar que te dio el dinero o lo que sea.
–¿Cómo es eso de “dinero o lo que sea”?
–¡Ay!, por favor Maya, quizá en vez de dinero lo que te prestaron eran aguacates o chinas. La deuda es deuda, de dinero o de lo que sea.
–Mayoral, por favor, ¿puedo tener una deuda de aguacates y decirlo en un pagaré?
–Claro, chica, por lo que entendí de lo que explicaron los que sabían, puedes hacerlo para reconocer una deuda de lo que sea.
–Diantre, eso es un lío. Lo entendí bastante, aunque después de terminar me vas a tener que explicar con más detalle, licenciado –comentó Maya olvidándose de lo que anteriormente Mayoral le dijo sobre la abogacía.
–¡Ja!, no soy abogado aunque he tomado con ellos, bueno, no con ellos, cerca de ellos y el licenciado flaco tusa aquel de Tablestilla que se pasa mofándose de Wilson y de Rita, me ha dado dinero para que me rompa botellas en la cabeza.
Maya se percató de que no debió hacer el comentario e intentando desviar la atención le preguntó:
–¿Un abogado que se mofa de Wilson y de Rita y te paga por romperte botellas?
–Sí, hija. Ya aprenderás que los títulos tan solo te dan algunos conocimientos, no modales ni sensibilidad.
–Mamá siempre me lo dice.
–Recuerda que lo que te cuento es la mezcla de lo que todos los testigos dijeron porque se me hace difícil recordar qué testificó cada uno. No escuchaba sus nombres y no sabía quiénes eran y no sé si eso puede ser un problema para la historia que tienes que relatar.
–No, creo que no.
–Además, no sé por qué, nunca recuerdo bien los nombres, y ya sabes que eso incluye el mío. Sé el cuento porque entre todos los testimonios, que fueron muchos, pude desenredar la madeja. Eso fue lo que se estableció con la declaración de las personas que atestaron: Edwin González, el investigador Jesús Mojica, Medina, los otros policías, patólogos, uno que le decían El Feo, gerentes de bancos, cajeros y todo el que fue a destapar la olla de grillos.
–Lo importante no es quién lo dijo. Lo importante es que se pueda probar que eso fue lo que pasó porque el profesor nos advirtió que, aunque son asuntos públicos que existen en expedientes judiciales o en agencias administrativas, algunas personas quieren coger pon con los relatos periodísticos para hacerse los sufridos y difamados y de esa forma alegar daños y obtener dinero fácil demandando a la universidad y al que escribió el cuento. Otros demandan para darle validez a las mentiras que les contaron a familiares y allegados.
Lorenzo los volvió a interrumpir.
–Lo lamento Maya, tu madre quiere que la acompañes a no sé dónde y me pidió que te lleve a la casa. No los había interrumpido antes porque sé que le dan duro al trabajo y quería que adelantaran. Ya es hora de descansar y de complacer a tu madre. Mañana es otro día.
Mayoral levantó la mano.
–Eso es verdad. Apaga la maquinita esa y vete a cumplir con tu madre que te necesita. Te aseguro que mañana estaré aquí bien temprano. Tan pronto llegue, le cacheteo el café a don Lorenzo y terminaremos porque ya no falta tanto. Vete hija.
–¿Qué parte no entendieron? –preguntó Ana.
–Parece que leyéndola tú, la entendemos mejor, pero hay otra parte en la que Mayoral sigue el relato y creo que es en esa parte en la que está el enredo mayor –contestó Marcela, y Eugenia estuvo de acuerdo.
–Pues paso al otro capítulo.
–No, mamá. El que te toca es el penúltimo. En ese es que continúa el enredo de derecho –le explicó Eugenia.
XIX MAYA
Desde que Ana les explicó a sus hijas el propósito que tenía el Viejo al escribir lo relacionado con el móvil del asesinato, ambas habían comenzado a leer la novela nuevamente. Luego de las tareas habituales del día, se reunían para conversar e inevitablemente terminaban hablando de la novela. Intercambiaban opiniones, se explicaban partes y leían párrafos y en ocasiones, volvían a leer los capítulos que más les habían gustado y hacían comentarios sobre alguno de los pasajes. A los pocos días de Ana haber leído la parte del robo a requerimiento de sus hijas, Monserrate y Angelina llegaron a la casa. No bien entraron, las muchachas las abacoraron con preguntas relacionadas con los escritos, el despacho, las otras publicaciones del abuelo, qué pasó con los libros, qué participación tuvo la abuela en las publicaciones y en la novela y otros asuntos del pasado.
Después de contestarle las preguntas, fue Monserrate la que preguntó:
–¿Cuál fue el capítulo que más les llamó la atención?
–No sé, pero había algunos que estaban fuertes –contestó Eugenia.
–Aunque latosas, la parte relacionada con la forma en que el abogado robó, es bien interesante. Mamá nos debe la lectura del último capítulo en el que Mayoral le explica a Maya los enredos bancarios –indicó Marcela.
–A mí me gustó mucho la parte en la que Sal habla con la dueña del hospedaje y quiero que Eugenia me la lea –dijo Angelina.
Todas, incluyendo a Ana que acababa de bajar, se unieron a la petición y Eugenia, que mostró alguna resistencia, accedió a leerla condicionada a que no se burlaran si lloraba y que cuando terminara, su madre le leyera la última parte de la explicación que Mayoral hizo de la forma en que ocurrieron los robos. Ana le dijo que estaba bien, que la leería y que ya antes se lo había prometido. Eugenia comenzó.
–¿Que te pasa, niña? –gritó doña Isabel mientras llevaba a Sal hasta su cuarto.
Sal no podía hablar. Los sollozos, unidos al temblor de su cuerpo, no le permitían pronunciar palabra y cada vez que lo intentaba, parecía que se asfixiaba. Doña Isabel, consciente de que era imposible que en ese momento hablara, se limitó a abrazarla y acariciarla como si fuera una niña que se había caído aprendiendo a caminar. En aquel silencio en el que solo se escuchaba su pena, Sal permaneció llorando desconsolada por varios minutos. Cuando doña Isabel sintió que los sollozos habían mermado y que su respiración y latidos estaban más acompasados, la retiró, le pasó la mano por la frente, echándole el pelo hacia atrás y le secó las lágrimas.
–Dime niña, dime, ¿qué te ha ocurrido? –le preguntó con tierna voz de madre.
Sal volvió a echarse sobre ella, y en su llanto, le susurró:
–No soy yo, doña Isa, es Mayo.
Conociendo que Mayo militaba en todas las actividades estudiantiles; que la Policía hacía un mes lo había herido; que su militancia se había intensificado y que eso exasperó aún más la persecución policiaca, preocupada le preguntó:
–¿Qué le pasó a Mayo, en qué lío se metió?
–No sé, no sé. Es que no puede ser, no puede ser… –y regresó al intenso llanto.
–Cálmate, cálmate –dijo doña Isabel e intentando que le hablara, añadió– Si es que se dejaron ya verás que pronto volverán.
–No es eso, no es eso. Nosotros nos amamos y no hay separaciones ni enojos. ¡Ay Dios mío, doña Isa! Es que Mayo está mal, se puso mal… No sé… enloqueció, enloqueció, sí enloqueció.
–¿Cómo que enloqueció? ¿De qué hablas? ¿Qué hizo, dime, volvieron a agredirlo?
–Sí, doña Isabel, Mayo enloqueció –dijo Sal mientras continuaba con llanto inconsolable– y es posible que lo hayan agredido.
–¿Qué hizo, qué hizo Mayo, qué le pasa, qué pasó, dónde está?
–No sé, no sé lo que hizo, no sé lo que le pasó o lo que le hicieron. Desde hace varios días, junto a Antonia y los demás compañeros, han estado haciendo los planes para las actividades del cuatro de marzo en contra del ROTC en el campus. Llegaba temprano al apartamento, abría una libreta de apuntes y comenzaba a escribir sin descansar. Yo le preparaba café… Doña Isa, a Mayo le gustaba mucho el café que le hacía y, cuando tenía mucho trabajo, tomar café era la única forma en que se mantenía despierto entregado a sus tareas, hipnotizado. Él se embobaba dándole vueltas al pelo mientras escribía, usted lo ha visto, y en ese estado, no me atrevía a interrumpirlo porque era como despertar a un bebé.
Sal no detenía su llanto y lo que hablaba, en ocasiones, era ininteligible.
–Todos los preparativos para la protesta del cuatro de marzo se han realizado bajo la represión de la Policía y de las amenazas de la AUPE y del general Palerm. No lo acompañé a las actividades porque no me he sentido bien y él, que usted sabe que en enero fue herido en la confrontación con la Policía, salía solo aunque le decía que no lo hiciera, que se cuidara, que era lo que más quería y que no podía faltarme, mucho menos ahora.
A doña Isabel le extrañó el “mucho menos ahora”, pero no la quiso interrumpir.
–Usted sabe cómo es él. Seguía con sus estudios pero no paraba de trabajar. Siente que es imprescindible y lo quiere hacer todo. Sin alimentarse bien, pasaba el día en la universidad y luego se iba a organizar la actividad y llegaba de madrugada con unos compañeros en los que nunca he confiado porque su comportamiento es sospechoso. Siempre llegaba con los comecandela que lo dejaban de madrugada frente al apartamento. Esos independentistas me asustan. Detrás de su exagerada militancia esconden a un confidente de la policía o del FBI. Muchas veces se lo he dicho. Él dice que veo a un chota en cada esquina, pero no es cierto porque ambos sabemos que nos acosan y nos persiguen al igual que a los demás compañeros. Sabe mejor que nadie que el empresario Ferré y el FBI, hacen lo que sea por terminar de acabar con el independentismo, pero no me hace caso.
Doña Isabel, que regañaba a los muchachos del hospedaje cuando se referían al gobernador Ferré como “el empresario” no la quiso interrumpir. La apretó sobre su pecho mientras Sal hablaba y lloraba.
–Anoche comenzó a llover y no sé por qué, me preocupé más. Después de esperarlo por varias horas haciendo unos ejercicios de contabilidad, el cansancio me venció. En la madrugada, escuché el ruido de un automóvil y supuse que lo dejaban frente al portón. No me levanté porque hace unos días me siento cansada y con sueño. A las 6:10 me desperté y no estaba a mi lado. Me asusté mucho. Me levanté y aunque todavía no había claridad, a través de la ventana pude ver que algo estaba tirado en la entrada, no podía ver bien y… –Sal no podía dejar de llorar– …y luego de mirar bien y recordar la ropa que llevaba puesta, me di cuenta de que era él.
–¿Era Mayo?
–Sí, doña Isa. Era Mayo. Salí despavorida y noté que respiraba. Lo levanté con dificultad arrastrándolo hasta la salita. Aunque ya había dejado de llover, estaba empapado, sucio, orinado, vomitado, sudoroso, frío y tenía un golpe en el lado izquierdo de la frente y… parece que pasó la madrugada tirado allí. El golpe le había levantado un chichón grande aunque no tenía sangre ni estaba cortado. Parecía que se había caído o lo golpearon con algo. Doña Isa, Mayo no toma, no tenía olor a licor, pero lucía como embriagado, lento, balbuceante. Traté de despertarlo mientras se quejaba y decía cosas sin sentido… Así estuvo por dos o tres minutos, no sé, quizá más. Me pareció una eternidad. Luego, mientras le quitaba la camisa, despertó con tos, ahogado y con ojos desorbitados y la boca virada. No entendía lo que decía. Estaba asustado, como un loco y comenzó a preguntarme quién era él, quién era yo y dónde estaba. Estaba horrorizada. No encontraba qué decir ni qué hacer. Tan solo intentaba controlarlo. Le expliqué, le dije y le repetí mil veces, aguantándole la cara para que me mirara. Movía los ojos rápido y no recordaba nada y hasta llegó a empujarme aunque no me hizo daño. Por un momento se puso violento, se escondió detrás de un mueble y comenzó a gritar: “¡Antonia, Antonia, no salgas, no salgas, nos matan, nos matan!”, y lo repetía muchas veces. Logré recostarlo en el sofá, pero en dos ocasiones se cayó. Convulsionaba y gritaba cosas que yo no entendía como “¡Mamá, mamá qué ha pasado!” Me decía que le mostrara a la bebé, que no le diera nada de tomar y me preguntaba cómo se llamaba e insistía en quién era él y quién era yo, y qué día era, qué pasaba y quería ver a la bebé y le hablaba y le decía: “No lo tomes, niña, no lo tomes”, mientras se revolcaba y se agarraba el vientre y vomitaba.
Luego de un profundo suspiro, sin fuerzas, desfallecida, Sal continuó:
–Ay, doña Isabel, es que usted no sabe. Voy a tener un bebé. Ayer visité al doctor y lo corroboré. Anoche antes de salir se lo dije. Estaba loco de la alegría e indeciso de quedarse conmigo o irse y hasta lloró. No quería que estuviera en esa disyuntiva y le dije que se marchara, que yo estaba bien y le pedí que se cuidara, que luego hablaríamos y haríamos planes. Antes de marcharse, lo ilusioné diciéndole que estaba segura de que tendríamos una niña porque decía que había tenido hermanas aunque las recordaba distantes, como en un sueño. Me prometió que después de la marcha que planificaba para sacar al ROTC del campus universitario y en contra de la guerra, lo celebraríamos. Lo más que él añoraba era tener una familia porque siempre ha estado solo. Usted lo sabe, ya le he contado.
–¿Por qué no lo llevaste al hospital?
–Al hospital no porque usted sabe que llaman a la Policía y le fabrican un caso, pero lo iba a llevar a la casa de un amigo que el padre es médico y fue el que lo curó cuando la Policía le rompió la cabeza, pero no tuve la oportunidad. Todo fue apresurado. Por un momento, después de limpiarle el golpe y la cara y mientras estaba recostado en el sofá con la mirada fija en el abanico del techo, se calmó y lo dejé en el cuarto en lo que me cambiaba de ropa porque decidí llevarlo al dispensario que queda allí cerca en la calle La Paz, al lado del apartamento. Al salir, no estaba. Había dejado la puerta abierta y se había marchado para no sé dónde. Me apresuré y salí a buscarlo.
–¿Fuiste a la Policía?
–No, por supuesto que no. Ya le dije lo que lo que harían si saben de él. Todavía estaba oscuro y no sabía a dónde ir. Hice el mismo recorrido que hacemos para llegar a la universidad gritando su nombre hasta perder la voz. En un pasillo de Humanidades, había un pequeño revuelo porque un loco desnudo había llegado con un aerosol color vino, pintándose todo el cuerpo y escribía las paredes con palabras inconclusas. El corazón se me salió doña Isa, porque recordé que al salir a buscarlo, vi su ropa en el piso de la salita, el color vino era su favorito y en casa había varios potes para pintar propagandas. También había dejado la pluma que tanto adoraba y nunca abandonaba porque decía que era de su madre y que además de la vida, era lo único que tenía de ella.
–Cálmate, cálmate. ¿Te traigo agua?
–No, no. Le pregunté a todos los que encontré en el camino. Como estaba pintado y el rostro desfigurado por el golpe en la frente, en la facultad nadie lo reconoció. Fui a las oficinas de la guardia universitaria y un señor de pocos modales, de apellido Sagardía, me dijo que aquello no era el manicomio y que allí no bregaban con locos. Le dije “imbécil” y me fui. Nadie sabía su rumbo. Caminé toda la mañana y recorrí el recinto de un lado a otro. Uno de los muchachos al que le pregunté si lo había visto me comentó que le habían dicho que un joven caminaba sin ropa por la avenida Ponce de León. Caminé hasta allá y lo divisé. Era el centro de una nube de muchachería. Iba desnudo y perdido por las calles de la barriada Amparo cerca de la avenida. Al acercarme no me reconoció ni lo pude abrazar ni aguantar a pesar de que algunos de los muchachos noveleros me ayudaron cuando intenté controlarlo. Lo vi irse sin rumbo hacia la nada y entonces corrí, corrí hasta aquí y no sé qué va a pasar ahora…
Sal permaneció llorando recostada en la falda de doña Isabel. De repente, el sonido de un revuelo se acercó. Sal se levantó y abrazó muy fuerte a doña Isabel, diciéndole:
–¡Ahí viene, sí, ahí viene! Escuche, ¡ahí viene!
–¡Quédate conmigo, cálmate, yo voy a investigar, cálmate que le haces daño al bebé!
Doña Isabel la apretó entre sus brazos para evitar que escuchara el alboroto del grupo que ya había entrado y caminaba desordenado por el pasillo del hospedaje. Al sentir que doña Isabel temblaba, sollozaba y unía sus lamentos a los sonidos in crescendo del exterior, Sal percibió que su asidero perdía fortaleza y que se había quedado sola. Se levantó, abrió la puerta y salió aterrada.
Al poco rato y con gran estruendo, llegó una ambulancia. El chofer, un enfermero y otra persona desconocida, con apuro y llevando una camilla, entraron a la habitación en la que tenían a Mayo que gritaba y decía palabras incomprensibles. Le pidieron a todos los que estaban en el cuarto que salieran y cerraron la puerta. Pasados unos minutos, Mayo calló. Luego lo sacaron en estado inconsciente o dormido. Le habían puesto una camisa de fuerza y, amarrándolo a la camilla, lo llevaron hasta la ambulancia, que escoltada por un sospechoso vehículo de cristales ahumados conducido por un enchaquetado que llevaba de pasajero al que entró en la habitación, salió en silencio de la calle Humacao y desapareció al doblar en la Amalia Marín.
Don Eddie, esposo de doña Isabel, llegó y de inmediato se enteró de lo ocurrido. Luego de hablar con los jóvenes del hospedaje, pidió a su esposa que lo acompañara y, dejando a un lado sus quehaceres habituales, se fueron a buscar a Mayo y a investigar qué sucedía. Cuando la tarde se fue perdiendo en la noche, regresaron cansados y desilusionados. En el balcón, frente al hospedaje, en la esquina de la Amalia Marín y la Humacao y en la Cafetería La Patria, se aglomeraron muchos estudiantes que comentaban, especulaban, teorizaban y esperaban noticias. Doña Isabel, cabizbaja, compungida y sin decir palabra, entró a la casa. Don Eddie informó a los muchachos que no habían localizado a Mayo y que habían visitado y llamado a todos los hospitales y dispensarios de la región, no explicándose adónde lo habían llevado. La Policía no sabía nada ni el Departamento de Salud ni nadie sabía de su paradero. Parecía que la tierra se lo había tragado.
Desde aquel día nunca más se supo de Mayo. La intensa investigación posterior de sus compañeros de lucha y amigos resultó infructuosa. De todos los estudiantes, Mayo era el que más fácil podría desaparecer porque no tenía familia conocida y nadie sabía nada de él. Los muchachos del hospedaje y otros universitarios hicieron grupos de búsqueda y según lo que comentaban, visitaron todos los hospitales de la Isla, excepto los de los gringos porque no los dejaron entrar. También preguntaron por los decesos, por muertos sin identificación y hasta se publicaron edictos, partes de prensa y en el periódico Claridad se hizo una intensa campaña para localizarlo. Jamás se volvió a saber de él. Algunos visitaron cementerios y otros que tenían familiares fuera de la Isla les escribieron y llamaron sin lograr ningún resultado. Todos se preguntaban qué rumbo había tomado aquella ambulancia que llegó con sirena ensordecedora y salió enmudecida y escoltada hacia la nada llevándose para siempre al joven Mayo.
La misma semana de su desaparición, los estudiantes de Artes Plásticas hicieron un cartel que fue colocado en todos los pueblos, en paradas de autobuses, postes, puentes, edificios públicos y privados. En él Mayo aparecía con su pluma en la mano derecha levantada como si apuntara hacia el infinito, en pose de fogoso orador con una pequeña nota al pie en letra color vino: “Me han robado de mi pueblo”. La Policía designó a un agente al que llamaban Moisés para que destruyera todos los carteles. Los estudiantes que eran de San Sebastián de El Pepino, lugar en el que estudió, investigaron en las escuelas y su nombre no apareció en ninguna lista de estudiantes. No lo podían creer. Daba la impresión de que Mayo nunca había existido. Sin embargo, algunos que dijeron haber estudiado con él lo recordaban e informaron que era huérfano y que vivía en el pueblo de Las Marías con una familia que no se comunicaba con nadie. Según sus compañeros de estudios primarios, era brillante, triste y solitario. Alguien comentó que al comenzar sus estudios en la universidad, las personas que lo criaron le habían entregado la herencia de sus padres fallecidos y algunas cosas personales y se marcharon sin rumbo cierto. Nunca más se supo de ellos. Nada de esto se pudo comprobar por la falta de datos oficiales y las oficinas de gobierno eran renuentes a dar información.
Preocupados porque lo hubiesen matado, en cada una de las actividades estudiantiles en las que abundaba el cartel, se les pedía al administrador de la colonia y al FBI que entregaran vivo a Mayo o revelaran dónde se encontraba. Todos sabían que los gringos y sus lacayos eran los responsables de su desaparición, pero nunca lo admitieron ni dieron muestras de conocer nada del asunto.
Ese año de 1970, en las actividades del Grito de Lares, los temas del militarismo, la guerra de Vietnam y la libertad, se vieron obliterados por la desaparición de Mayo. Uno de los oradores, que notó que la fatiga por la búsqueda afectaba las actividades de proselitismo libertario, en un vehemente discurso en el que culpaba al FBI y al empresario Ferré por su desaparición, le dijo a la multitud: “Dejemos que Mayo descanse en paz. Trabajar por la liberación es luchar por su encuentro”. La expresión fue como una despedida de duelo porque desde entonces, el torrente de su imagen se fue extinguiendo en la actividad diaria y su figura en el cartel se convirtió en asunto de coleccionistas.
Dos semanas después de la desaparición de Mayo, el Río Piedras trajo en sus agitadas aguas el cadáver de Antonia asesinada por la Policía en la actividad que Mayo organizaba en contra del militarismo en la universidad.
Sal, con la pluma color vino adherida a la blusa como prendedor, se quedó sola en el apartamento esperando a su regreso mientras escuchaba a Penélope en la voz de Serrat. En las noches, antes de irse a la cama, cada vez que sentía un automóvil, miraba a través de la ventana por la que había divisado a Mayo tirado en el suelo y acariciaba la semilla que germinaba en su tierra como si lo tocara. Por meses, esperó a que Mayo abriera la puerta y fueron muchas las veces que despertó al escucharlo gritar “¡Mamá, mamá qué ha pasado!” y con el corazón alterado lo buscaba en el espacio para calmarlo.
Eugenia detuvo la lectura y con los ojos aguados y voz entrecortada comentó:
–Nada de esto abuelo se lo puede haber inventado. Me pregunto a quién le pasó eso y por qué abuelo lo sabía. Es posible que haya sido una de las historias que escuchó en el despacho.
–No hija, no. Ya te he explicado que no necesariamente le ocurrió a alguien. Eso es una novela, no una historia.
–No sé, no sé –comentó Eugenia y terminó el capítulo:
El tiempo pasó tan lento que pareció haberse detenido mientras su vientre crecía y su esperanza languidecía. Ya próxima a dar a luz, se puso de pie y abandonó “el banco del andén” en el que esperaba. Regresó a la madriguera buena que hacía cuatro años había dejado en el barrio Hato Arriba de San Sebastián, lugar en el que nació y vivió junto a su familia antes de ir a estudiar a la universidad. El 23 de septiembre de 1970, mientras los independentistas gritaban ¡libertad! en la plaza de Lares y pedían que Mayo descansara en paz, la hija que él tanto soñó gritaba al mundo que había nacido. Sal sabía que sería una niña.
–Te lo dije mi amor, has regresado –dijo llorando.
Y con la bebé sobre su pecho, la acurrucó con ternura susurrándole al oído: “Tu nombre será Maya”.
XX EL ROBO
Terminado el capítulo, y en lo que todas se secaban las lágrimas provocadas por la historia y por la dulce y apasionada lectura que hizo Eugenia, Marcela no dio tregua y le dijo a su madre:
–Te toca.
–¿Pero ahora?
–Sí, mamá, ahora. Llevamos varios días esperando –dijo Eugenia.
–¿Qué pasa con ese capítulo? –preguntó Monserrate y Marcela contestó:
–Nada. Es que contiene muchos asuntos de derecho que no son muy fáciles de digerir y si mamá los lee la podemos interrumpir para que nos aclare las dudas.
–Hace unos días les leí el capítulo en el que Mayoral comienza a explicarle a Maya la forma en que Chaar se apropió del dinero del agricultor.
–¿Pero ustedes creen que esto es una clase de derecho? –preguntó Monserrate con risueño sarcasmo.
–No es eso, es que es complicado. Mamá dice que hasta los que conocen el derecho pueden confundirse –dijo Marcela.
–Además, la repetición nos ayudará a entenderlo. Léelo, mamá, por favor –le pidió Eugenia.
–Vale. Dame acá esa parte.
Mayoral no llegó temprano. Maya lo esperó desde las ocho. Mientras lo hacía, leía las notas que había tomado para modificarlas en lo que fuera necesario y encendió la grabadora para escucharlo todo desde el principio. Eso le ayudaba a no impacientarse. Al comenzar, se percató de que había algunos asuntos a los que no les prestó atención. Era como escucharlos por primera vez. Escribió preguntas y comentarios para que no se le olvidaran. Como Mayoral hablaba sin parar, notó que al tomar notas de lo que decía, dejaba de escuchar algunas cosas importantes. Al terminar con todas las grabaciones, se reafirmó en su convicción de que Mayoral era normal, que no había nada en su voz o en lo que narraba que pudiera indicar locura, aunque en ocasiones se quedaba en blanco y no recordaba su pasado lejano y en otras decía cosas que luego no sabía que las había dicho. La forma en que se expresaba, las imágenes que utilizaba, su vocabulario, las referencias a lecturas y autores, eran de una persona distinta al viejo y desgastado Mayoral que se sentaba frente a ella y que luego marchaba al vicio a despilfarrar lo poco de vida que le podía quedar rompiéndose botellas en la cabeza. Lo que más le llamaba la atención era la continua referencia a obras y personajes de la literatura que, a pesar de que las intercalaba en sus relatos, al preguntarle, no los recordaba.
A media mañana, ya desesperada por la espera, y mientras se hacía muchas preguntas, un silencioso, serio y lento Mayoral, entró acompañado por Lorenzo que, sin hacer comentario, miró a Maya. Lorenzo apretó los labios para evitar alguna palabra y se retiró antes de llegar al escritorio.
–¿Qué le pasó al madrugador? –preguntó Maya demostrando tranquilidad.
–Nada, nada –y con sonrisa forzada, continuó– Cuestiones profesionales me impidieron llegar antes.
Procedió a sentarse, esta vez de lado, en el mismo lugar en que siempre lo hacía.
–¿Cómo que cuestiones profesionales? –comentó Maya riéndose.
–Mi profesión Maya, mi profesión de bebedor, vagabundo, atorrante, haragán, peón, yunque… Es mejor que sigamos con lo que nos ocupa.
Maya, a pesar de la sonrisa de Mayoral, percibió que algo estaba mal. Extrañada, tomó su libreta de apuntes y comenzó.
–Acabo de terminar de escuchar la grabación completa y tengo unas cuantas preguntas. ¿Puedo preguntarte algunas cosas de ti según lo que ya me has dicho?
–Sabes que puedes aunque de mí no hay tanto que contar. Ya te lo he dicho todo. No sé por qué te interesa, pero aclararé lo que desees. Dime hija, qué quieres saber –dijo Mayoral con gesto cansado.
–La primera vez que hablamos me dijiste que ya habías contado la historia del asesinato. Decías que te parecía que lo que habías contado se perdió porque no volviste a saber nada de las personas que te entrevistaron. ¿Por qué dijiste eso?
–¿Recuerdas que al comenzar a preguntarme querías que te contara algunas cosas de mí?
–Sí, así el profesor nos dijo que lo hiciéramos porque en la introducción del cuento tenemos que incluir algunas notas sobre la persona que es fuente de información.
–En los otros relatos que hice, lo primero que hacían los periodistas al llegar, era ofrecerme un palo de ron del que ellos conocían que era mi preferido y me preguntaban a quemarropa sobre lo que había pasado, o sea, querían la historia primero y con el trago me pagaban las palabras. Yo les aceptaba el palo y comenzaba a contarles. Para poder seguir tomando, alargaba el relato contando todo lo que declaró cada testigo y llenaba cuanto espacio había de detalles insignificantes. Cuando me preguntaban sobre cómo fue que entré en la historia, ocurrían dos cosas: primero, ya estaba borracho y segundo, no querían que su fuente de información fuera un loco que no sabía quién era ni de dónde venía. Ahí terminaba el relato y los muy insensibles, con algunas excepciones, ante mis ojos echaban los papeles al zafacón. Por eso fue que te dije que el narrador no importaba.
–Entonces, ¿nunca publicaron tu historia?
–Se publicaron algunas partes con una nota que decía que la fuente era anónima. ¿Qué atinados, verdad?
–Ya, ya Mayoral, no exageres que eso no es cierto. De anónimo no tienes nada. Oye, cuando el agente de drogas te golpeó con la macana dijiste que te agravió pero que no te afrentó porque no afrenta el que no tiene honor. Esa expresión la he escuchado antes, pero por más que he intentado recordarlo, no sé dónde la escuché o la leí. ¿Es de tu autoría o de dónde sale?
–¡Muchacha, no sé! Se puede haber colado de algún lugar que no recuerdo.
–¿Pudo haber sido de El Quijote? Tú lo has citado bastante.
–¿Qué lo he citado? No sé, no lo recuerdo. El Quijote… no, no sé.
–Está bien, está bien. Déjalo ahí. Otro asunto que tengo marcado por aquí en mis notas es… sí, es que me llama la atención que no exista nadie que te haya contado nada en específico de ti, de tu pasado. Además, en la primera reunión que tuvimos al referirte a tu edad dijiste “los años que me parece tener”. ¿Cómo es posible que no exista una historia de ti, algo que sea específico, en alguna oficina, algún registro… ¿Por qué no sabes tu edad?
–Por favor hija, todo eso es repetido. Sí, te dije lo que de mí me contaron y te lo expliqué. Los que me contaron lo que me contaron, lo hicieron porque lo escucharon y no sabían decir bien lo que les contaron, o lo que les dijeron no se lo contaron bien. Sabes quiénes son mis panas, mi grupo, mis amigos. Ellos me comenzaron a decir cosas en el momento en que no podía recordar nada de lo que me contaban. Acababa de despertar en el pueblo y estaba desorientado, tan desorientado que al llegar no sabía por dónde ni cómo había llegado y te dije que me descubrí frente a un espejo. Por lo que escuché, yo no existía porque no había rastro de mí. Después, al darme cuenta de mi inexistencia, estaba borracho y era mejor forma de estar porque era la única forma de matar lo que me quedaba sin morirme por completo, tal vez con la esperanza de encontrarme.
Fue tan triste el tono en que lo dijo, que luego de un suspiro, Maya comentó:
–Creo que has sufrido mucho.
–He sufrido, sí, pero es un sufrimiento que nunca he entendido porque no sé si debo sufrir. Sufro por no recordar aunque si recordara lo sufrido, sufriría más. Si recordara una vida de penas, sufriría al revivirla en mi recuerdo pero, ¿y si lo que no recuerdo fue todo felicidad y alegría? ¿Por qué sufrir por lo que no sé? ¿Cómo sufrir por lo que no conozco? ¿Cómo es que un hombre viejo no tiene la experiencia de lo vivido porque no sabe si lo vivió? He vivido mucho pero no tengo lo vivido. ¿Qué me catapulta hacia el mañana? Entonces, por lo único que sufro es por no recordar pero no por recordar lo que me produce pena.
Maya no entendía bien, y sabía que Mayoral en cualquier momento podía quedar sin palabras y despedirse dejando el relato inconcluso, pero no quiso interrumpirlo.
–No sé, no sé, pero todo el que se muere tiene un pasado que se acaba junto con el futuro. Yo adelanté la muerte de mi pasado y creo que esa es la peor muerte porque sigo vivo con la única esperanza de morirme completo para tal vez acabar de encontrarme.
–Bendito Mayoral…
–Sí, Maya, procuré por mí. Busqué en el Registro Demográfico un certificado de nacimiento, pero si no sabía bien cuál era mi nombre, quiénes eran mis padres y cuándo y dónde había nacido, ¿cómo podía localizarlo? Una buena señora a quien le tomé mucho cariño y con quien simpatizaba, siempre muy atenta, y partiendo de la edad que yo aparentaba tener, me ayudó. Luego me informó que era imposible. Sé que lo intentó porque fui varias veces y se notaba que quería ayudar a encontrarme.
–¿No tenías tarjeta para votar, de seguro social o algo así?
–No, hija, no. Según lo que me han dicho que pasa, para mí votar o no votar en este país da igual, el mismo igual de Mi Caballo, de Canales. Nunca he tenido número de seguro social porque para eso necesito un certificado de nacimiento y no parece que haya nacido. No tenía identificación para conseguir una identificación.
–¡Qué caballo ni caballo! No me confundas. Pero Mayoral, ¿nadie te procuraba? ¿Alguna persona preguntó por ti? ¿Alguien te llamaba, te escribía o te buscaba?
–Si preguntaban por mí, no era a mí. ¿A dónde me podrían llamar, Maya, a dónde me podían escribir? El coronel no tiene quien le escriba, Maya.
–¿Cómo dijiste?
–¿Ahora cita a García Márquez? –pensó.
Mayoral calló. Maya notó que hablaba lento y, como había temido, sus recuerdos comenzaban a desvanecerse, por lo que quiso cambiar las preguntas para retenerlo.
–Dos preguntas más y seguimos con el relato, aunque tengo varias que las haré luego. ¿Te llama la atención el color vino?
Cabizbajo, Mayoral quedó mudo ensimismado con la pluma. Entonces Maya, sobrecogida, le preguntó:
–Lo otro que quiero saber y luego seguimos con tu relato: ¿Alguna vez has escrito?
Mayoral se volvió y Maya pudo ver que tenía un pequeño vendaje en la cabeza. Alarmada le preguntó:
–¿Qué te pasó? ¿Por eso te sentaste de lado?
–Son gajes del oficio, hija, gajes del oficio –y como niño avergonzado, e intentando cubrirse con la mano, movió la cabeza para que no lo mirara.
–¿Te sientes bien? ¿Fuiste al médico? ¿Te suturaron? ¿Fue con la botella? ¿Te caíste? ¿Te golpearon? ¿Qué te pasó, dime, qué te pasó?
La única contestación en tono bajo fue:
–Cálmate hija. Todo está bien. No sangro y el dolor ya se escabulló.
–Voy a buscar a papá.
–No hagas eso. Ya don Lorenzo sabe lo que me pasó. Déjalo trabajar.
Maya se sintió turbada y no supo qué decir, entonces Mayoral continuó:
–De lo que me preguntabas, sí, algunos días en las mañanas, escribía… Sí, escribí algunas cosas hace bastante tiempo.
–¿Cómo cuáles?
–Asuntos inconsecuentes, cosas sin importancia aunque para mí las tenían.
–Por ejemplo… –comentó Maya, pero fue interrumpida.
–Maya, hija, ¿seguimos con la historia del asesinato? Ya te he dicho bastante de mí. Te propongo lo siguiente: terminamos con la historia y luego te digo lo que quieras.
Fue la primera ocasión en que Maya percibió que estaba algo molesto e hizo un gesto de estar avergonzada. Entonces Mayoral le dijo:
–Maya, Maya, hija mía, no te sientas mal, ¿Por qué no me preguntas lo que quieres preguntarme y te dejas de rodeos? Ya es hora de que tengas confianza.
Asombrada, Maya le comentó:
–No sé cómo preguntártelo, es que…
–Sí Maya, a la pregunta que no me has hecho, la contestación es que sí. Escribía con ese nombre y me daba mucha gracia.
–¿Por qué dices eso?
–Porque era un seudónimo y los seudónimos son para ocultar el nombre del que escribe y yo no estoy seguro de mi nombre, por lo que es posible que estuviera ocultando lo que estaba oculto, o sea, que yo sería algo así como un seudónimo viviente que usaba un nombre ficticio para ocultar otro. De ahí sale el escrito de Bayano que tienes en esa revista y que querías que viera y los otros que has leído del mismo autor desconocido. Todos se los llevaba a un señor abogado que me brindó confianza y con el que hablaba y me prestaba libros. Un día llegué a su despacho con algunos escritos y me encontré con un crespón negro en el portón de entrada.
–¡Ay diosmío!
–Recuerdo que ese día el seudónimo lloró como jamás lo había hecho. Los escritos inéditos se perdieron porque nunca más volvieron a abrir el despacho. Y ya. No te digo nada más. Tan solo quiero que me prometas que, no importa lo que pase, jamás le dirás a nadie que yo era el que escribía esas cosas. Consérvalo para ti. Entre tú y yo será un secreto familiar. Así que, ya enterada, por favor, vamos a dejarlo ahí y continuemos. Algún día hablaremos del asunto pero insisto, no me preguntes ahora.
–Te lo prometo y gracias por confiarlo –y con un guiño de falsa solemnidad y sonreída, levantó la mano derecha en juramento y añadió– El secreto morirá conmigo.
–Entonces, sé que vivirá mucho. El abogado me dijo lo mismo y nunca me delató.
Por primera vez Mayoral pidió agua. Maya se levantó y fue a buscarla. Mientras iba y venía se volvió a preguntar cómo era posible que aquel alcohólico, loco, amnésico, peón, vagabundo, sin vida, de cunetas, desconocido, viejo y deteriorado pudiera escribir y fuera tan normal en toda aquella anormalidad. ¿Cómo, de qué, cuándo, dónde y por qué escribía? Algún día buscaría esa información.
–Aquí tienes, Mayoral, y ahora, si te sientes bien, podemos seguir con la historia.
–La verdad es que no me siento bien, pero no te preocupes que no es nada grave.
–No, no, Mayoral, por favor, seguiremos mañana.
–¿Mañana? No sabes si hay mañana y los mañanas se acortan y se acaban. El proyecto está atrasado y quiero cumplir contigo. Me siento en deuda y quisiera terminar.
–Olvida si está atrasado, eso no importa. No existe deuda ni obligación. ¿De qué hablas?
–Maya, por favor, quiero seguir. Recuerda que después de que termine tienes que ir al Tribunal a corroborar y a buscar denuncias, declaraciones juradas y otros documentos. El caso se apeló y hay transcripciones de testimonios archivadas en el Tribunal Superior y en el Departamento de Justicia. Me falta poco y voy a ser breve. Te contaré lo esencial y sé que podrás completar lo que te diga con las transcripciones, con el examen del expediente y con lo que el Tribunal Supremo publicó al decidir la apelación del asesinato, porque ahí está todo.
Resignada, Maya accedió:
–Sí, Mayoral, adelante.
–Pues… ya te había adelantado que Chaar Cacho se las ingenió para hacerle enorme robo a don Flores. Recuerda que él le había dicho que podía lograr que pagara menos contribuciones de las que pagaba y que con los pagarés garantizados con sus propiedades, estaba asegurándolas para que nadie, en caso de un accidente o algo parecido, pudiera quitárselas porque estaban en garantía de la deuda. Nadie le quita una deuda a otro, excepto que la garantía de la deuda sea tan grande que valga la pena quedarse con la propiedad y pagar la deuda.
–No lo recuerdo muy bien, pero lo recuerdo.
–Según surge de una declaración jurada que obra en el expediente del caso y que salió a relucir en el juicio, don Flores no entendía cómo era posible que él hiciera unos préstamos ficticios. Para convencerlo, Chaar le explicó: “Eso es fácil porque usted puede solicitar un préstamo falso en el Banco Comercial, pero es un préstamo falso, entonces hipoteca dos propiedades…” y le preguntó qué propiedades quería hipotecar. Don Flores le dijo cuáles eran las propiedades que podía hipotecar. Según lo que se declaró en juicio, la idea era hacer dos pagarés y garantizarlos con dos hipotecas sobre dos propiedades para protegerlas de demandas. Como los edificios que iba a hipotecar estaban alquilados, Chaar le dijo que la renta mensual que devengaran se la tenía que ceder al banco para pagar la mensualidad de los préstamos. Una vez recibidos, el banco anularía los pagos y le devolvería el dinero de las rentas en un cheque. Esos pagos falsos también le servirían para justificar pagar menos contribuciones.
–¿Y qué decía la esposa de don Flores de todo eso?
–Ella no aceptaba lo que Chaar estaba proponiéndole a don Flores y le preguntó cómo era posible que se le probara al gobierno que se habían cogido unos préstamos. Chaar le explicó que el banco les daría el dinero, ellos firmaban los cheques, se los entregaban a él y él se los devolvía al banco para que los cancelaran porque la transacción era ficticia y les prometió que él haría todo el trámite en el banco y que luego ellos irían a firmar, no existiendo forma de que se pudiera reflejar alguna anormalidad. Después de que Chaar hizo todo en el banco con toda legalidad, porque el banco decía que no sabía nada del robo, las primeras escrituras se firmaron un 7 de diciembre de 1973. Para el mes de enero de 1974, la fecha exacta no la sé porque no la dijeron, Chaar citó a don Flores a su oficina y le pidió que firmara dos cheques: uno por $50,000 y otro por $18,000. Después le entregó otro por la cantidad de $131,500. Chaar se quedó con ese dinero porque luego de que don Flores los firmara ante él, aunque no recuerdo si lo hizo con los tres cheques, lo hizo con el grande, le puso debajo de la firma una afidávit que acreditaba que los cheques se habían firmado delante de él. Por eso logró que el banco se los cambiara porque si le llevaba los cheques firmados por don Flores y él los endosaba para cambiarlos, entonces parecería que a quien le cambiaron el cheque era a él y no a don Flores. De esa forma, al firmar como notario debajo de la firma de don Flores, la transacción no tenía nada que ver con él, pero en el banco, tomaban su firma como la última que había endosado el cheque y por eso se lo cambiaban y le entregaban el dinero.
–No entiendo, en serio que no entiendo.
–Fíjate Maya, lo que Chaar hizo fue autorizar como notario la firma de don Flores. El banco, que según lo que pude apreciar estaba embarrado en todo esto, y todos los bancos siempre lo están en todos los traqueteos de robos de ese tipo, aceptó ese dudoso proceso para cambiarle los cheques a Chaar o a quien él haya enviado, y luego Chaar se quedó con los chavos.
–Ahora no, pero al terminar el trabajo, me vas a tener que explicar eso bien porque estoy medio perdida.
–¿Por qué Mayoral, o abuelo, dice que el banco estaba embarrado en todo eso? –preguntó Eugenia.
–Su abuelo odiaba a los bancos y no los visitaba, ni hacía préstamos, ni tenía cuentas de ninguna clase, aunque para el despacho creo que tenía una cuenta de cheques en la Cooperativa, y era mamá la que se encargaba de todo eso. Él decía que la banca por definición significaba robo y que el dinero honrado se ganaba con el trabajo. Según él, el dinero no podía producir dinero y el que vivía del dinero, era un vividor y los vividores eran ladrones del sudor de los demás –explicó Ana.
–Válgame, no entiendo –dijo Marcela.
–No creo que el comentario está ahí por odio sino porque papá sospechaba que los bancos no eran tan inocentes como para no darse cuenta de que pasaba algo irregular. Lo que pasa es que se hicieron los locos para sacar ventaja del robo –comentó Monserrate y todas asintieron.
Ana continuó con la lectura, repitiendo la última oración que había leído.
–Ahora no, pero al terminar el trabajo, me vas a tener que explicar eso bien porque estoy medio perdida.
–Quiero que así sea, hija, pero aprovechemos el tiempo hoy. Maya, lo más interesante es que era verdad que el banco cobraba lo que don Flores adeudaba porque recuerda que él le dio al banco el derecho de quedarse con el pago de las rentas mensuales de los edificios que había hipotecado y esas rentas le llegaban directamente al banco. La pregunta es, ¿cómo es posible que don Flores hipotecara dos propiedades para garantizar unos préstamos ficticios, firmara los cheques que recibió para devolverlos y el banco se quedara con lo que recibía del alquiler? ¿A cambio de qué?
–Sí, Mayoral, ¿cómo alguien puede hacer unos préstamos ficticios, dejar que otro cobre los chavos de los préstamos y seguir pagando lo que no tomó prestado porque lo devolvió?
–No te enredes con eso porque lo tienes que relatar bien en el cuento. Te voy a explicar lo que salió a relucir en el juicio. Chaar, que cogió los cheques, los cambió y se embolsicó los chavos, sabía el día del mes en que el banco cobraba las rentas de los edificios de don Flores. Entonces, más o menos para esa fecha del cobro de rentas, iba al mismo banco y con parte del dinero que le había robado a don Flores, compraba un cheque de gerente, o sea, un cheque oficial por la misma cantidad de las rentas que cobraba el banco, y se lo enviaba a don Flores. Don Flores, al recibir la misma cantidad que enviaba, estaba tranquilo porque no había perdido nada. Recuerda que él no sabía que Chaar había cambiado los cheques y se había quedado con los chavos. Lo único importante era que don Flores, al recibir lo mismo que enviaba, no tenía por qué preocuparse ya que, aparentemente, no perdía dinero ni se perjudicaba en nada.
–¿Cómo que no se perjudicaba si había hipotecado sus propiedades y le habían robado el dinero que le dio el banco?
–Maya, Maya. Te dije que Chaar convenció a don Flores de que todo era falso. Don Flores entendió que era falso porque recibió el dinero de los préstamos en unos cheques, los firmó y los devolvió porque se los entregó firmados a Chaar para que los devolviera. Chaar no los devolvió porque se quedó con ellos y los cambió para él. Sin embargo, como Chaar todos los meses le enviaba a don Flores la misma cantidad de las rentas que devengaban los edificios, porque compraba un cheque en el mismo banco y se lo enviaba, don Flores creyó que el banco le devolvía lo que cobraba de rentas. Te expliqué que el banco no le devolvía nada porque no tenía nada que devolverle ya que lo que hacía era cobrar lo que prestó en un préstamo verdadero, o sea, real. Don Flores, al ver llegar los cheques que Chaar compraba y que le enviaba, decía: “Es cierto, todo es ficticio porque no pierdo nada. Lo que el banco recibe por las rentas de mis propiedades, mensualmente me lo devuelve en un cheque de gerente.” ¿Qué aparecía en el Registro de la Propiedad? La verdad, o sea, que don Flores hipotecó las propiedades. ¿Qué beneficio recibía don Flores con eso? Ninguno, por el contrario, con la garantía de sus propiedades le habían robado una fortuna. Era cierto que del Registro surgía que esas propiedades estaban hipotecadas por lo que don Flores no temía que se las quitaran. Además, los intereses que pagaba por los préstamos con las rentas que enviaba al banco, los podía deducir en su planilla y así pagaba menos contribuciones.
–¡Diantre, Mayoral!, qué clase de enredo.
–No hay ningún enredo. Eso fue lo que pasó y de esa forma fue que Chaar robó. Para no hacer este cuento demasiado largo porque quiero terminar hoy y sé que el proyecto está atrasado y tienes que sentarte a redactar, lo que te acabo de contar que pasó con el Banco Comercial pasó también con el WesternBank. Todo fue igual. Las cantidades que se robó de los préstamos de ese banco fueron de $137,117.80, $137,495.42 y $49,015.66. Sé que te vas a reír, por saberme todos esos números de memoria. Los cheques del dinero que el banco desembolsó eran los números: 31,964, 31,965 y 40,596. Todos estaban firmados por don Flores y con afidávits de Chaar debajo de la firma.
–¡Qué es eso de saber las cantidades y los números de cheques!
–Si tú supieras Maya. Mis panas de bebelata me pidieron que recordara los números que se mencionaran en el juicio para jugarlos en la bolita y me los memoricé, aunque ninguno se pegó. No tenían dinero con qué jugar y si jugaban, la suerte no era para nosotros. Bueno, no tan así, porque jugar, jugar, sí jugaban. Lo que pasa es que lo hacían nada más con la mente.
–¿Qué es eso de jugar nada más con la mente?
–Ay hija, así es que juegan los pobres pobres: con la mente. Se imaginan que han jugado un número y se ponen nerviosos y ansiosos por que llegue el día del sorteo. Entonces salen locos a ver si se pegaron con lo que no jugaron, pero como te dije, no hay desilusión porque aun con la engañifa de la no jugada, no hay pegada. Por lo menos eso les da la esperanza de sentirse dentro de la tómbola de las ilusiones.
–¡Mayoral, Mayoral!
–Así es señorita, pregúntele a su padre.
–Está bien, pero, ¿cómo es que todavía recuerdas los números?
–No sé, no me preguntes eso que no sé. Si tienes dudas, no utilices esos datos en el cuento, aunque estoy seguro de que son exactos. Los puedes corroborar cuando examines el expediente del caso.
Riéndose, Maya le dijo que los había copiado y grabado y que diera por seguro que los iba a corroborar en el expediente judicial. Mayoral continuó.
–Don Flores era una persona mayor y tenía algunos padecimientos serios y si se moría, no habría nadie que cuestionara nada de lo que se hizo porque todo estaba bien hecho: escrituras, pagaré, cesión de rentas, firmas en los cheques… No solo, eso, el que cuestionara lo que se había hecho, había sido parte de lo que se hizo ilegalmente, por lo que nadie estaría en la disposición de meterse en esos líos.
–¿Cómo que bien hecho si todo era un ardid para robarle?
–¡Maya! No has entendido nada. Te dije que fue un ardid para robarle a don Flores, pero todo el trámite en los bancos estaba bien hecho. Chaar no le robó a los bancos, le robó a don Flores. Él fue su víctima, no los bancos. Los bancos se enriquecieron con toda la tramoya. Es por eso que los bancos, que insisto en que tenían que oler lo que pasaba, se hicieron de la vista larga. Los bancos no perdían nada, los bancos ganaban los intereses que devengaban los préstamos sin temor a perder lo prestado porque tenían buenas propiedades que garantizaban el dinero que entregaban. Recuerda que hablamos de bancos, o sea, de mafia legal enchaquetada.
–Está bien Mayoral, pero, ¿y si don Flores se enteraba de lo que pasaba?
–Eso fue lo que pasó, Maya, don Flores se enteró. El banco, digo, Chaar no le envió una o varias de las mensualidades a don Flores y él fue al banco a investigar lo que pasó con el dinero que le tenían que devolver. Allí le explicaron que no tenían una remota idea de qué hablaba y que ellos ni mensualmente ni nunca le devolvían a él ningún dinero y que eso tenía que ser un malentendido.
Don Flores fue entonces a visitar a Chaar y éste se molestó diciéndole que nunca fuera solo al banco porque el que lo había hecho todo había sido él, con quien tenían relación los empleados de los bancos era con él y que no le darían información a nadie más. Para demostrarle que todo estaba bien, le informó que irían al banco y le dio una cita para un día que resultó ser feriado. Ya el abogado estaba ganando tiempo porque había solo un cabo suelto que era lo que te iba a decir cuando me preguntaste eso de “¿Cómo que bien hecho si todo era un ardid para robarle?”.
–¿Algo salió mal?
–Sí, hija, sí. Además de Chaar no haberle devuelto una o más de las mensualidades que el banco cobró, existía lo que aparentaba ser un pequeño error en todo el asunto, y era el siguiente: si la persona que cambió el cheque fue el abogado o alguna persona a quien él le pedía que lo hiciera, ¿dónde estaba el dinero? El dinero tenía que estar en manos del que lo cambió, que era Chaar, a menos que existiera un recibo en el que don Flores aceptara que recibió el dinero y ese recibo no existía. ¿Qué hacer? Chaar tenía que conseguir el recibo. Ahí fue que metió las patas porque, junto a otra persona, fue a su apartamento un martes 16 de diciembre de 1975 a buscar la firma en los recibos que había preparado en su oficina con fechas que correspondían al cambio de los cheques que se embolsicó. Te podrás suponer que ya don Flores, hombre muy inteligente, tenía dudas de todo, por lo que no le iba a firmar a Chaar unos recibos así porque sí. ¿Te había dicho que don Flores no sabía leer ni escribir, pero sabía firmar?
–Me lo dijiste.
–Pues sigo. Para asegurarse de que don Flores estaba en el apartamento, Chaar lo llamó para hablar de algunas cosas y luego lo visitó junto a otra persona que nunca fue acusada.
–¿Por qué no lo acusaron?
–Por lo que escuché en los pasillos, si lo acusaban, la teoría del caso que el fiscal quería presentar, se afectaba.
–¿Quién era?
–Oye Maya, no te hagas la periodista conmigo. Sé quién era, pero no te lo voy a decir porque algo me dice que puedo meter las patas y, por carambola, tú también.
–Está bien, está bien –comentó Maya riéndose–pero me la debes.
–Para lograr obtener la firma de don Flores, Chaar y su compinche, según la prueba circunstancial y testifical, lo torturaron y lo mataron en el apartamento en que vivía. Ese apartamento quedaba en el segundo piso de una de sus propiedades que era ocupada en la planta baja por el Banco Crédito y Ahorro Ponceño, calle Ruiz Belvis de El Pepino.
–¿Obtuvieron la firma en los recibos?
–La obtuvieron, pero tuvieron que forzar a don Flores y, para que no hablara, lo mataron. Tú sabes que el peor delito que existe es robar porque es tan vergonzoso que el que roba está dispuesto a matar para que no lo descubran. Luego Chaar Cacho y su cómplice salieron del lugar y un vecino de nombre Edwin González Cortés los vio y reconoció a Chaar. Al este percatarse de que lo habían visto, dejó el vehículo en que llegó al apartamento y caminó hasta el Cuartel de la Policía. Allí dijo que había ido al apartamento de don Flores y lo había encontrado muerto.
Luego de respirar con dificultad y gesto de agotamiento, Mayoral volvió a quedar en silencio. Con dulce tono filial, Maya le preguntó:
–¿Qué te pasa Mayoral? ¿Estás cansado? ¿Te duele el golpe? ¿Te traigo algún analgésico o algo para tomar?
Moviendo la cabeza como para desperezarse, Mayoral contestó:
–Estoy cansado, exhausto. No me duele nada pero quisiera terminar. No necesito nada que no sea descanso.
–Podemos seguir mañana.
–No hija no, no hay mañana. Vamos a seguir.
–Si quieres paramos y luego seguimos.
–No, no, seguimos ahora, por favor, ahora.
–Entonces, sigue.
–Cuando Chaar llegó al cuartel, llevaba con él los recibos en un portafolio.
–¿Ese es el mismo portafolio que encontraste?
–Sí. Al llegar al cuartel, bañado en sudor y con la lengua por fuera, le dijo al retén, de apellido Medina, lo que había visto y el policía llamó a fiscalía y le ordenó que se quedara allí hasta que llegara el fiscal. El retén Medina, sin sospechar nada, le dijo que tenía sangre en el reloj y en los espejuelos y Chaar se fue a lavar al baño. Al llegar el fiscal, Chaar le dijo: “soy tu testigo estrella”. El fiscal que estaba de turno era Juan José Nolla Amado. El fiscal Nolla dijo que al recibir el aviso del asesinato entendió mal el mensaje y creyó que a quien habían matado era a Chaar. Al llegar a San Sebastián se enteró de que Chaar no fue el occiso, sino don Flores Rivera Mercado. Llegó, y como no era nada de bobo, lo primero que hizo fue tomarle una declaración jurada a Chaar. Ahí Chaar comenzó a meter las patas en la investigación. Después llegó un tal Román que era el jefe de los fiscales de Aguadilla. Decían que entre Román y Chaar había cierta enemistad no venteada porque Chaar le ganaba todos los casos. Por lo que vi en sala, el tal Román creía sabérselas todas y el abogado defensor lo hizo papilla. Inmediatamente Román llegó al cuartel, le comenzó a hacer preguntas y Chaar le dijo que no le preguntara, que él mejor le contaba lo que había pasado.
–¿Era mejor que le contara?
–Creo que eso fue peor para Chaar, porque en vez de Román entretenerse haciendo preguntas, lo escuchó y mientras tanto, lo escrutaba como a papeleta electoral de tramposo. Fue en esa inspección que Román se dio cuenta de que el pantalón y las botas de Chaar tenían sangre. Como quien no quiere la cosa, el fiscal le preguntó por la sangre y haciendo un teatro, Chaar se puso de pie como si estuviera indignado y le dijo que no le diría nada más. Román le dijo que estaba bien, que no tenía que contestar y le hizo las advertencias de ley que creo que les dicen advertencias Miranda.
–¿Qué es eso de advertencias Miranda?
–Esas son las que el policía o el agente investigador le tiene que hacer a los sospechosos informándoles que tienen derecho a permanecer callados, que tienen derecho a un abogado y unas cuantas cosas más.
–¿Y por qué le dicen Miranda?
–Ay Maya, no sé, pero me imagino que tiene que ver con alguien que resultó sospechoso de haber cometido un delito y que, por no advertirle de sus derechos, habló como un cotorro.
–Está bien, síguelo.
–En ese momento el fiscal Román le pidió a Chaar que le diera el pantalón y las botas y todo lo que tuviera puesto para examinarlos y utilizarlos como prueba.
–Pero, ¿lo iba a dejar desnudo?
–No, Maya, no. Le ordenó a un policía que lo llevara hasta su casa para que lo entregara todo. Si no recuerdo mal, creo que otro policía buscó el vehículo de Chaar, que era un Jeep y lo dejó en el cuartel de El Pepino. Mientras Chaar estaba en el cuartel, se las arregló para desaparecer el portafolio, dejándolo caer detrás del archivo que te dije antes. Los fiscales, la Policía y todo el que estaba en el lugar comenzaron a buscar el portafolio porque el retén y otras personas habían visto que Chaar lo tenía cuando llegó. Llegaron a pensar que al irse se lo llevó sin que nadie se diera cuenta, pero el policía que lo llevó hasta su casa decía que no lo había visto en las manos.
Mayoral volvió a enmudecer. Se tocó la cabeza, cerró los ojos y suspiró profundamente. Maya le pidió que descansara, que no tenía tanto apuro. Se negó a descansar y le repitió y casi le suplicó que quería terminar el relato y que ella completara lo que le faltara con lo que investigara en el expediente del caso. Fue enfático en que buscara una carta que él había visto en fiscalía que podía revelarle la identidad de la persona que acompañó a Chaar al apartamento de don Flores. Maya accedió a que continuara.
–Los fiscales, aunque había prueba testifical que aclaraba algunas cosas de la muerte y prueba circunstancial que vinculaba a Chaar, no tenían ningún móvil o motivo para imputarle que asesinó a su cliente. O sea, el caso estaba cojo o débil. Se sospechaban que en el portafolio habitaba la verdad y el vínculo que lo condenaría porque si lo había desaparecido, algún motivo poderoso tendría. Es ahí donde comienza la búsqueda desesperada del portafolio. Ya sabes el resto. Encontré el portafolio y dentro tenía los recibos firmados por don Flores con fechas viejas que coincidían con el cambio de los cheques. Fiscalía entonces consiguió una orden de registro y allanamiento para la oficina de Chaar y ocuparon la maquinilla: una IBM de bolita que imprimía cuando la bolita le daba a una cinta de plástico que se movía de un lado al otro y ya no se podía usar más pero que todo quedaba impreso en ella como un negativo.
–En la facultad hay una de esas maquinillas exhibiéndose en urna de plástico.
–En el Laboratorio de la Policía, lo que hicieron fue leer la cinta, que era como una cinta de papel carbón, en orden invertido y apareció claramente que los recibos se habían hecho con fechas viejas. Lo supieron porque antes de esos recibos había otros con fechas posteriores y después también. O sea, que los recibos estaban hechos entre fechas de la semana y no eran de años anteriores…
–Explica, por favor.
–Por ejemplo, a lo largo de la cinta, que se movía hacia un solo lado mientras las letras de la maquinilla la golpeaba para que imprimiera, había una fecha de un documento cualquiera del 10 de diciembre de 1976 y después de esa, aparecían los recibos con las fechas en que le entregó el dinero a don Flores que eran de 1973 y 74. Luego de esas fechas seguían otros escritos con fechas posteriores al 10 de diciembre del 76. Es decir, que los recibos que preparó para que don Flores firmara, tenían fechas antiguas, pero habían sido hechos en esa semana del asesinato.
–¡Qué listo!
–Listo, sí, porque ser listo en este país se convirtió en una virtud. Listas son las ratas.
–¡Je!, eso está bueno Mayoral. ¿Encontraron el dinero que se robó Chaar? ¿Lo devolvió?
–No. El dinero voló. Lo que salió a relucir fue que, en sus sueños de glorias y riquezas, Chaar quería hacer una película sobre Toño Bicicleta. De ese señor no sé nada, excepto que huía en bicicleta por todo Puerto Rico y se había convertido en un personaje mítico sobre el que se decían cosas ciertas y se inventaban otras falsas. El comentario era que Chaar logró producir la película, pero se la embargaron en Nueva York y utilizó el dinero para hacer la película o para levantar el embargo y, por supuesto, para darse vida de rey criollo con viajes, bebidas, juegos y entretenimientos de ricos.
–Conozco bastante de Toño Bicicleta porque una de mis compañeras de estudio hizo un trabajo de investigación y es lo que dices: muchas historias ciertas y otras inventadas que forman parte del imaginario pueblerino.
Mayoral no la escuchaba. Maya lo notó y rozándole una mano con la pluma, lo regresó a la habitación. Como despertándose le dijo:
–Ya ves, Chaar tenía un motivo para matar y, aunque hayas escuchado lo contrario, el dinero siempre ha sido motivo para eso. No sumé las cantidades de los robos. Sé que era bastante dinero –y tomando entre sus manos la mano en la que Maya tenía la pluma, continuó– Me voy, hija, me voy. Terminé. Cumplí contigo. Lo logré. Espero que el cuento te quede bien. Te lo publicarán y desde donde esté lo leeré y, orgulloso de ti, lo sentiré nuestro.
En ese momento fue Maya la que quedó muda, confundida, perdida. Cuando la cinta de la grabadora anunció su fin, regresó del ensimismamiento percatándose de que Mayoral se había marchado. Al salir del negocio y ya en la acera, Lorenzo vio que Mayoral se tambaleaba y que se apoyó en la puerta. Lo alcanzó y tomándolo por el brazo lo ayudó a sentarse en el mismo escalón en el que días antes los había esperado.
–Vamos adentro –le dijo Lorenzo.
–No, no se preocupe, es un pequeño mareo, tan solo me falta un palo viejo para apoyarme –le dijo sin mirarlo.
Se levantó, volvió la mirada hacia adentro del negocio y continuó con su tambaleante andar. Mientras se alejaba, Lorenzo alzó la voz preguntándole si habían acabado. Mayoral ligeramente se volvió y diciéndole adiós con la mano, con voz casi imperceptible le dijo: “Al menos, yo me acabé”. Lorenzo recordó que hacía dos días le había dicho que se mantendría vivo mientras terminara la historia y no pudo evitar presentir lo peor.
—¿Alguna duda? —preguntó Ana.
—No. Todo está claro —contestó Marcela.
XXI EL CUENTO
–A mí el más que me gustó fue el último capítulo. ¿Saben lo que dijo Paulino cuando se lo comenté? Me dijo que era el mejor porque era el final de la novela y no había que leer nada más –dijo Angelina.
–¿Qué creías que te iba a decir? Sabes lo jodón que es, pero léelo tití, por favor –le pidió Marcela.
–¿Otra vez? Que lo lea Monserrate. No me gustan los desenlaces fatales.
–¿No escuchaste que te lo pidió a ti? –dijo Monserrate– y añadió que ella había dicho que era el que más le gustaba y que era la primera vez que hablaba de desenlace fatal.
Con gesto de sufrida, Angelina accedió.
Con mucho sigilo, Salvadora se asomó a la puerta del cuarto de Maya y la observó mientras escribía. Maya la sintió y le pidió que entrara.
–Te veo dándole vueltas a ese mechón de pelo, como si le dieras cuerda al pensamiento y sé que estás concentrada o tienes sueño.
–No sé de dónde saco esa manía, mamá. Siempre lo he hecho y ya es costumbre que me lo digas.
–Yo lo sé, yo sí lo sé…
–¿Qué es lo que sabes, mamá, de dónde saco la manía?
–No hija, no. Lo que sé es que siempre lo has hecho, desde pequeña, desde que estabas en la cuna. Te hacía cuentos para dormir y te entontecías agarrándote el cabello y dándole vueltas a esa greña.
–¿Los cuentos del príncipe bueno, el que desapareció y te dejó un tesoro?
–¿Los recuerdas?
–Sí, mamá. ¿Cómo olvidarlos? Conocí a una persona que lo hace igual.
–¿Que hace igual, qué?
–Que le da vueltas al pelo igual que yo.
–Desde que naciste no he visto a nadie, pero es posible.
Riéndose, Maya le dijo:
–Lo hay, existe, claro que existe.
–No hija, no. He visto a algunas personas con esa misma manía, pero de esa forma, nunca he…, bueno, de esa forma no.
–¿Te has fijado que donde le das vuelta al pelo ya tienes algunas canas?
–¡Tú estás loca, mamá, qué canas ni canas!
–Fíjate bien y verás. En poco tiempo será un mechón plateado y, como eres tan joven, te quedará precioso.
Con alegría, Maya le dijo:
–Deja eso, mamá, la que tienes canas eres tú.
–Pero mis canas son por la edad y las tuyas son por… por… estar dándole vueltas al pelo.
–No digas eso, que el color del pelo no se desgasta.
–Ya, ya. Me alegra verte escribir con tanta dedicación…
–“Que no te interrumpo porque es como despertar a un bebé” –dijo Maya terminando la oración.
–Si hija, así es. Desde pequeña has tenido gran pasión por esa magia de las letras. Naciste para eso –y sonreída añadió– aunque tal vez sea por la pluma, la pluma que es hechicera.
Maya sintió que el corazón le brincó.
–¿Qué es qué? ¿Qué dijiste mamá?
–Nada, que me encanta verte escribir…
–No, no, mamá, ¿qué dijiste de la pluma?
–Nada, no dije nada…
–Sí mamá, dijiste algo de la pluma.
–La pluma es hermosa, linda. ¿No te has dado cuenta de que no es carmesí, ni escarlata, ni bermellón? ¿Qué pasa con la pluma?
–¡Que qué…! ¿Color qué? Es vino mamá, color vino, pero no dijiste eso, dijiste que la pluma era hechicera.
–Ah, fue eso, sí, dije que era linda, que era hechicera. ¿Por qué te llama tanto la atención? Parece que escuchaste una mala palabra.
–Es que Mayoral, cuando veía la pluma, me decía lo mismo y ninguna otra persona se ha referido a ella como hechicera. Me parece que también me dijo que no era carmesí, ni escarlata, ni bermellón, que era color vino, pero no lo recuerdo bien.
–No sé hija, una casualidad. Esas palabras existen y su uso es común.
Salvadora se levantó apresurada y perturbada. Con la excusa de terminar lo que hacía en la cocina, salió del cuarto mascullando “Dios mío, Dios mío”. Maya no la escuchó y evitando pensar en asuntos que la conturbaban, continuó con su trabajo. Al poco rato, Salvadora regresó con una taza de café.
–Gracias, mamá, este es el mejor del mundo.
–Gracias a ti hija por decir eso.
Maya escribió durante varios días. En más de una ocasión, usando audífonos para no molestar a Salvadora, escuchó todas las grabaciones. Buscó la cinta en la que Mayoral había dicho que la pluma era hechicera y que no estaba seguro de que fuera carmesí, escarlata o bermellón, pero no la encontró. Eso no lo había grabado, pero estaba segura de que lo había dicho y que ella lo escuchó.
Al terminar el trabajo, se fue al pequeño apartamento que sus padres le arrendaron en Río Piedras, el mismo en que su madre vivió durante sus últimos años en la universidad. Visitó la oficina del profesor y entregó el cuento con la certeza de que era lo más hermoso que había escrito. Si el jurado no lo consideraba así, ya no le preocupaba tanto. Recordó a Mayoral diciéndole: “Terminé hija, cumplí contigo, lo logré” y pensó que ella también había cumplido. Una ayudante del profesor le informó que el jurado se tardaría pocos días en la lectura de los cuentos y que en una semana los evaluarían y decidirían si alguno se publicaba. Maya decidió quedarse en Río Piedras y esperar por el dictamen del jurado. Fue a una disquera en Santurce y compró varios de los discos que le gustaban a Mayoral. Quería saber por qué le gustaban tanto y los llevó al hospedaje. Acompañada de esa música vieja, que para ella era nueva, esperó a que leyeran y evaluaran su cuento.
Varios días después se encontró con un compañero de estudios cerca de la plaza de Río Piedras y le dijo que el profesor había preguntado por ella, que no la había conseguido por teléfono y que le había pedido que si la veía, le dijera que fuera a su oficina lo antes posible. Pensó lo peor porque sabía lo riguroso y exigente que era el profesor y su cuento no cumplía del todo con sus estrictos requerimientos. Intrigada y preocupada, fue al hospedaje, buscó la copia del cuento y salió al encuentro con la verdad. Caminó desde las calles Piñero y Giorgetti hasta el antiguo puente peatonal de la Gándara, ruta que su madre le contó que, siendo estudiante, muchas veces llena de ilusión, recorrió hasta el casco urbano. Al llegar al campus, se sentó a descansar y a tomar aire en un desgastado banco de hormigón al lado de un frondoso árbol conocido en el recinto como la madriguera de los trinos, porque allí anidaban los mejores pájaros cantores de la universidad. Al escuchar su melodía, recordó que decían que los pájaros anidaban en ese lugar desde que, en una protesta estudiantil, la Policía mató al taxista Adrián Rodríguez Fernández en el estacionamiento del museo, víctima inocente de la barbarie y la sinrazón. Los profesores y demás personal aseguraban que, antes del asesinato, en los árboles no había pájaros. Esa fue una de las primeras leyendas estudiantiles que escuchó al llegar a la universidad.
Maya, que presentía que algo podía pasar ya que su relato era distinto a lo que el profesor había requerido y recordó cuando le dijo a Mayoral que con lo que pensaba escribir podría estar cuestionando sus directrices, quiso calmarse un poco y buscó en el paisaje algún punto relajante. Al otro lado, al cruzar la pequeña calle, estaba el mural dedicado al estudiante desaparecido. Lo miró y, extrañada, por primera vez se dio cuenta de que no era un mural vandalizado con grafiti. El mural fue concebido así. Comenzó a entrar en él y sintió que los trazos, figuras y colores le susurraban su contenido. Pudo sentirlo y poco a poco escuchó la algarabía lejana de la obra. Vio que una gran cantidad de florecillas, iguales a las que abundaban en los años ’60, levantaban una pluma estilográfica color vino en ángulo para escribir. Del plumín salía una gota de sangre. El anillo del medio tenía las iniciales MAR y la inscripción: “Me han robado de mi pueblo”. Los demás espacios eran manos elevadas con dedos en victoria, símbolos de paz, flores y pequeños mensajes de contenido político. No lo podía creer y sintió vergüenza. ¡Tanto tiempo viéndolo sin mirarlo! Ya descansada y más tranquila para el encuentro con el profesor, y con la alegría de haber descifrado el mural, se marchó. No había caminado mucho cuando se detuvo, se quitó su pluma de la blusa, la retiró colocándola en el mismo ángulo en que estaba la del mural, cerró un ojo y las comparó. Eran iguales. El mismo color y hasta parecía que la de ella había tenido iniciales, o tal vez era la marca. Le extrañó, y volviendo a pensar en el encuentro con el profesor, continuó su camino.
–Buenas tardes, profesor.
–Entra, Maya, tenemos que hablar –señalándole una silla para que se sentara.
En lo que tomaba asiento, Maya dejó de respirar y sintió que su palpitar se escucharía delatando sus nervios. Abrió sus hermosos ojos negros en señal de alarma y se dispuso a escucharlo.
–Para que te calmes, porque te veo agitada, lo primero que te voy a decir es que tu cuento es excelente y todo el jurado piensa igual. Pero, mis compañeros me encomendaron una delicada tarea porque depende de lo que me contestes para tomar una decisión. Además, el profesor que te dio el Seminario de los Años Sesenta, que formó parte del jurado, quería preguntarte algo. No pudo venir y me pidió que lo hiciera por él. Te cité porque queremos saber algunas cosas lo antes posible, ya que la curiosidad nos mata a todos y deseamos escuchar tus comentarios.
Atenta y nerviosa, Maya escuchó al profesor.
–No tienes que estar nerviosa, que no es para tanto, y lo que te voy a preguntar es sencillo: ¿Mayoral es real, existe o existió, sí o no?
–¿Cómo que si es real? Sí, profesor, sí. Existe, está vivo.
–¿Estás bien segura? A todos nos pareció una ficción producto de tu imaginación. El cuento es excelente. Nos preocupó porque, según las normas del curso, si escogías a una persona para hacer el relato, tenía que existir, no podía ser un personaje inventado. Con ese requerimiento, se procuraba la investigación, la búsqueda, la documentación si era posible. Mayoral no nos parece real. ¿Es real? ¿Estás bien segura?
Con los ojos aguados, Maya contestó.
–Sí, profesor, se lo juro, es real, bendito, no le nieguen la existencia a la parte que le queda viva –y comenzó a llorar.
–¿Qué te pasa? No llores Maya, no llores. Dime, ¿dónde estaba ese hombre y cómo diste con él?
Más calmada, Maya contestó:
–Les conté a mis padres cuál era el trabajo final del curso y me dieron varias ideas de historias y personajes. El problema que tenía era que con todos había algún inconveniente, casi siempre, falta de información. Un día mi padre llegó y me dijo: “Lo tengo”. Fue entonces que me recomendó que buscara a Mayoral para que me contara la historia de un famoso asesinato que ocurrió en mi pueblo. No sé si usted lo recuerda. Es el caso del asesinato de don Flores Rivera Mercado a manos de su abogado Jorge Luis Chaar Cacho.
–Sí, sí, lo recuerdo bien y sé del asunto más de lo poco que dice tu cuento porque para esa época comenzaba mis labores como periodista y estaba al tanto de lo que pasaba. El caso duró mucho tiempo y fue muy interesante. Toda la prensa lo reseñó allá para mediados del ’70 y el pueblo, con avidez, siguió el proceso a través de los medios. Al asesino le hicieron dos juicios porque en el primero, en Aguadilla, el jurado no logró ponerse de acuerdo para condenarlo y en el segundo, en Bayamón, fue encontrado culpable. Fue a la cárcel 12 o 13 años y, luego de cumplir la pena, escribió varios libros. Uno de ellos, el único que he leído, era de poesías y me gustó mucho.
–Sí, profesor. Ese mismo es. Seguí los consejos de mi padre y busqué a Mayoral en los lugares en que me dijo que lo podía localizar. Lo encontré en la forma en que lo expongo en el cuento y accedió a contarme la historia del asesinato de don Flores.
–¿Cómo es él?
–Es como lo describo en el cuento. Es mayor, pero luce mucho más viejo de la edad que parece que tiene.
–¿Cómo es eso de que luce más viejo de la edad que aparenta tener?
–Eso también está en el cuento. Es que el cuento es verídico, profesor. Él no sabe cuándo nació. Es como lo describí: abundantes arrugas, un mechón del pelo blanco, sin dentadura, bajito, delgado y luce cansado, mal alimentado y pobre, sí, muy pobre. Por lo que me informó y por lo que pude deducir, debe tener la edad de mi madre, aunque ella se ve muchísimo más joven. Es por el tipo de vida que él ha llevado. Eso ya usted lo leyó.
–Sí, sí, continúa.
–Como le dije, lo localicé tal y como lo digo en el cuento y al otro día comenzamos a trabajar. Nos reunimos en la oficinita que queda en la trastienda del negocio de mis padres y me contó todo lo relacionado con el asesinato y los robos que él me dijo que eran apropiaciones ilegales.
–Recuerdo que incluiste algo de eso en el cuento.
–Tomé notas, pero grabé todo lo que me contó. Para ello obtuve su autorización libre y voluntaria, según las normas que usted explicó en la clase.
Riéndose, el profesor le preguntó:
–¿Autorización libre y voluntaria de un loco?
–No, no, profesor. Él no está loco. Las cosas que digo en el cuento pueden entenderse que son de una persona que está trastornada, pero él no está loco, lo sé y estoy totalmente convencida de su cordura. Todo lo que me dijo sobre el asesinato del agricultor iba a ser el material que utilizaría para mi historia, para mi cuento. Estaba contenta porque el relato era bueno y tenía una gran cantidad de datos porque él fue testigo en el juicio y tuvo la oportunidad de escuchar todos los testimonios y los recordaba a la perfección. Bueno, no todos, porque me dijo que no escuchó la declaración de un doctor ya que el juez ordenó que lo sacaran de la sala, aunque parece que ese testimonio no era importante.
–Sí, sí, Maya, pero el cuento, a pesar de que menciona algunas cosas, muy pocas, no tiene relación con el proceso del asesinato. ¿Qué pasó entonces con la historia de don Flores que, según lo que dices, era la que ibas a escribir? ¿No fue por esa historia que lo localizaste?
–Después de que Mayoral terminó con el relato, y según él me recomendó, visité el Departamento de Justicia para examinar el expediente del caso. Eso fue horrible porque el trámite se convirtió en un viacrucis. Primero comencé llamando para saber a qué oficina dirigirme. Una operadora me comunicó a una oficina y de ahí a otra y a otra hasta que llegué a la que me atendió al principio. Colgaba y volvía a llamar. Como no me quedaba mucho tiempo y no podía perderlo pegada al teléfono, que por más extensiones que marcara me devolvía al principio, decidí ir hasta las oficinas en Miramar. Allí me pasó más o menos lo mismo.
–Sé de lo que me hablas porque me ha pasado en muchas dependencias del gobierno, incluida la de Justicia.
–Después de un buen rato subiendo y bajando pisos, viajando de una oficina a otra y solicitando permisos aquí y allá, una secretaria a la que le había pasado por el lado varias veces y que me veía en el sube y baja, se apiadó de mí y, gracias a ella, finalmente llegué hasta los archivos del caso. Llené y firmé muchos papeles para que me permitieran tocar el expediente, que no estaba muy organizado y ocupaba varias cajas. Tenía una persona supervisándome todo el tiempo, pero pude examinarlo.
–¿Muchos documentos?
–Muchísimos. Había declaraciones juradas de todos los testigos, escritos, papeles de los bancos, formularios, muchas fotografías, cartas, transcripciones, protocolo de autopsia, cintas de grabadoras y otras cosas que tenían que ver con órdenes, citas, resoluciones y escritos del Tribunal.
–¿Te leíste todo eso?
–No, no lo leí todo. Lo único que leí completo fue el discurso de cierre del abogado defensor que era una hermosa pieza de oratoria forense. No lo copié porque lo más que me interesaba era obtener las declaraciones juradas de los testigos y de las cartas.
–¿Por qué?
–Mayoral me había dicho que eso era lo importante porque contenían un resumen de lo que se dijo en el juicio y las cartas decían algunas cosas que no se hicieron públicas. Primero no me dejaron copiar las cartas, una en particular, pero después de insistir y explicar que no las haría públicas y que tan solo las utilizaría para mi trabajo, me permitieron copiarlas todas. Según lo que me contó, a él le tomaron una declaración jurada, que conseguí entre las que examiné, y a todos los que declararon en el juicio le habían tomado una. Tengo copia de todas. Toda esa información corroboraba perfectamente lo que Mayoral me había contado.
–Eso te tiene que haber tomado tiempo.
–Sí, pero más tiempo me tomó lograr llegar hasta el expediente y obtener los permisos para copiar las declaraciones, las cartas y otras cosas. Me llevé todo el material para la casa y lo organicé y examiné en detalle. Además, me leí completo el caso que decidió el Tribunal cuando Chaar apeló la convicción por asesinato.
–¿Y qué pasó?
–¿A qué se refiere?
–Sabes por qué te lo pregunto.
–Bueno, sí… es que ya terminado el relato de Mayoral, y habiendo obtenido copia de todos los documentos, comencé a escuchar las grabaciones y a examinar las notas que había tomado y no sabía cómo empezar a escribir sobre el asesinato y los robos porque no me podía quitar a Mayoral del pensamiento.
–Explícate, por favor.
–Comenzaba a escribir en la maquinilla y no bien comenzaba, rompía el papel. Nunca pasé de dos o tres oraciones que no hacían un párrafo. Ya faltando poco tiempo para entregar el trabajo, me pasó algo que…
–¿Algo que qué?
–Son asuntos inefables profesor. Ahí en el cuento lo comento.
–Sí, sí, lo leímos y sé a lo que te refieres, pero dime, quiero escucharte porque eso es parte de lo que nos preocupa, ya que se aleja de los datos que se suponía que buscaras y se convierte en fantasía. El escrito tiene algo de cuento de hadas… qué se yo, de espíritus o de asuntos del más allá. ¿Cómo es todo eso? Explícame, que eso es lo que queremos, que nos digas de dónde sale todo lo que escribiste, en particular, háblame de Mayoral, ese personaje que nos parece ficticio.
–Es que Mayoral parecía enamorado de esta pluma y…
–¿Por eso es que insinúas que la pluma fue la autora del cuento de Mayoral?
Maya lloraba y apenas podía hablar.
–Sí, profesor, y aunque parezca increíble, digo la verdad. Después de intentarlo muchas veces en la maquinilla, tomé la pluma y no pude parar hasta que terminé, pero ya ve, no escribí lo que me había propuesto. Luego lo pasé a maquinilla y lo entregué sin revisarlo mucho. Sé que creerán que es imposible y que no parece ser cierto. Tiene usted razón, es como un cuento de esos fantásticos que escuchamos en la niñez, o de personas poseídas, pero es verídico. Sonará cursi, ridículo, infantil, pero ocurrió como lo cuento. Al decidir abandonar el trabajo en la maquinilla, fue como si la pluma se encargara del cuento y no paró hasta terminar.
–Tengo claro lo de la pluma, pero, ¿la pluma en manos de Mayoral?
–Bueno, algo así. Usted lo leyó. Es como si la pluma fuera una personificación de Mayoral y por eso se puede decir que es él el que escribe.
–¿Qué día fue ese? ¿Tenías suficiente tiempo para comenzar otro cuento? Lo pregunto porque según lo que me dices, tuviste que invertir mucho tiempo en obtener los documentos.
–Ya le dije. No, no tenía suficiente tiempo para comenzar otro cuento, pero para mí no era otro cuento porque sabía lo que salía de la pluma o de mi cabeza o como sea. Ahí fue que surgió todo y lo explico al decir que quien escribió fue la pluma… o Mayoral…
–Pero como dije antes, da la impresión de que fue la pluma en manos de Mayoral o no sé, podría ser la pluma… bueno, de todos modos se entiende bien, aunque es algo distinto a los trabajos que acostumbran a preparar los estudiantes del curso. ¿Cómo se te ocurrió?
–No puedo explicarlo bien profesor. No se me ocurrió nada. El cuento salió de esa forma y quedé sorprendida. Tuve dudas de que se entendiera bien. Quise cambiarle algunos pasajes y no pude. Fue como si otra persona lo hubiese escrito y me sentía como una intrusa si cambiaba lo que no era mío. Al final, el mismo día de la entrega y luego de intentar modificar algunas cosas sin poder, opté por dejarlo como estaba arriesgándome a que no fuera aceptado.
–Todo eso es increíble. ¿Por qué escribes una nota al final en la que dices que, si se publica, pides que se imprima por un solo lado del papel?
Entre lágrimas, una sonrisa se le escapó como un guiño.
–Alguien va a tener que volver a leer el cuento.
–¿Por qué lo dices?
–Escribir por un solo lado es algo alegórico. De ahí, entre otras cosas, es que el lector puede colegir que la pluma que escribía estaba en manos de Mayoral porque el cuento se escribe por un solo lado del papel. Hay varias referencias al significado de eso aunque están bastante ocultas. Por lo que me dice, usted y los jurados no se dieron cuenta. Parece que las oculté demasiado. Escribir por un solo lado del papel es como si faltara la otra mitad de la historia y usted sabe que a él le faltaba la mitad de la vida vivida…
Sorprendido, el profesor la interrumpió:
–¡Diantre! Ya, ya, lo entendí. Voy a tener que volver a leerlo y mis compañeros también, porque a todos nos pareció curiosa la nota y ninguno sabía el motivo. Debimos entender el simbolismo sin necesidad de las referencias ocultas. Deja que se lo diga al jurado. Se van a sorprender.
–¿Quiere que le marque dónde están las referencias?
–No, no. Eso le toca al lector. Maya, todo está muy original. Aunque te mencioné lo de la nota que hiciste al final, eso no nos preocupó. Lo único que queríamos saber era que el personaje existió porque no nos pareció real, es poco verosímil.
–Es cierto, es el más cierto del mundo, profesor. Como le dije, tengo las grabaciones de todas las entrevistas y si las quieren, pueden escucharlas.
–No lo creo necesario, Maya. Le daré la información a los compañeros del jurado. Gracias por venir.
Maya se levantó y, ya con la puerta abierta para marcharse, el profesor le dijo:
–Disculpa, Maya. Olvidé preguntarte lo que tu ex profesor del Seminario de los Años Sesenta me pidió que te preguntara.
–Diga usted.
–Él quería saber si le tomaste fotos a Mayoral y si tenía otro nombre. Me comentó que algunas cosas de las que relatas o él relata en el cuento, coinciden con Mayo Arocho Ruiz, aquel joven que la Policía o el FBI mató en 1970. El profesor lo conoció en un hospedaje en el que ambos almorzaban en Río Piedras.
–No, no, no le tomé fotos. No se me ocurrió y creo que lo podía ofender. Además, no era necesario y no era prudente ni correcto. La descripción que hago de él, aunque no es una foto, tiene muchos detalles…
–Por eso y por el nombre es que el profesor hace la pregunta. Él dice que esa descripción se asemeja al joven que te dije.
–¿Cuál era el nombre?
–Mayo, Mayo Arocho Ruiz.
–No, no, Mayoral… ¿Quién era Mayo…? Sí, sí, ya sé. Creo que en la clase el profesor nos habló de él. Ese es el del mural. No, le puede decir que no. Mayoral está vivo y reside en mi pueblo de San Sebastián de El Pepino.
–Como te dije, la descripción de tu personaje se le asemeja y los nombres son similares.
–No sé si ese es su verdadero nombre porque Mayoral no recuerda muchas cosas y hasta el nombre no lo sabe bien. Pero ahora que me pregunta, en una ocasión bromeamos porque alguien lo llamó Mayo y yo le dije que éramos tocayos. Pero él existe, profesor, está vivo. Sí, claro que existe. Como le dije, está en mi pueblo y lo podemos localizar.
–No es necesario, Maya, no es necesario. Gracias.
Nuevamente Maya se dispuso a marcharse.
–Espera, por favor, espera. La última pregunta. ¿Y la parte que habla de la hija de Mayoral? ¿Quién es ella?
Maya volvió a sentarse. No pudo evitarlo y regresó a las lágrimas. Con ellas acariciando el diálogo, le dijo:
–Bueno profesor… lo de la hija me lo inventé, pero él es real y creí que con eso cumplía.
–¿Cómo que te lo inventaste?
–La historia es larga aunque la explicación es sencilla. Mientras Mayoral me narraba el asesinato, comenzó a decirme hija y cada vez me lo decía más y yo…
–Y tú, ¿qué?
Maya estaba desconsolada.
–No sé. Tengo padre y lo adoro, pero me encariñé con él como si fuera su hija de verdad. Me daba pena verlo así, tan triste, brillante, solo, sin pasado, pobre, desatendido, viejo, débil y con la muerte rondándole tan cerca, que todos los días, al marcharse, pensaba que no iba a regresar… Son cosas, profesor, no puedo explicarlo.
–Eso no te podía pasar. Recuerda que estudias periodismo y no puedes identificarte con cada asunto que atiendas porque pierdes objetividad. Bueno, si es algo tan lindo como lo que has escrito, se puede perdonar, pero no te acostumbres.
–Sí, lo sé. ¿Afecta en algo al proyecto?
–No, no. Cumpliste con todos los requerimientos. Ya te lo dije: el personaje existe e hiciste un cuento, bonito cuento. Te felicito, Maya, me alegra. Quiero que nos entiendas y no te sientas mal. Tenía que hablar contigo para preguntarte lo del protagonista y algo de la historia. Pero ya ves, todo está bien.
–Le repito que tengo las grabaciones y si quieren conocerlo, aunque no sé si se sienta bien, puedo presentárselo.
–No, Maya, no. Confiamos en ti. Es que nos preocupamos porque, como ya te dije, aunque el cuento está bien redactado, todos nos preguntamos si Mayoral era real. Esa era nuestra única duda. Ya me ha pasado con otros estudiantes. Me han presentado buenos cuentos en los que no hay evento ni personaje real. Eso los aleja de lo que podríamos decir que es la misión de esta especialidad o concentración en periodismo. El trabajo que les asigné está enmarcado en la intención o el objetivo de la Facultad de brindar a nuestros estudiantes un adecuado entendimiento de la vital importancia que tiene la prensa en la sociedad e inculcar en ustedes el principio cardinal de ser éticos, responsables y creativos. Aclaradas nuestras preguntas, sería injusto no decírtelo ahora: el cuento se publicará en la revista.
–¡No puede ser! ¡Él me lo dijo!
–¿Quién te lo dijo?
–Mayoral, Mayoral me lo dijo. ¿Cuándo, cuándo se publicará?
–Lo dije en la clase Maya, ¿no lo recuerdas? La revista sale el 27 de junio, o sea, más o menos en una semana, aunque ahora, con el asunto de escribir por un solo lado del papel, tal vez nos atrase la salida.
–Iba a regresar pronto a mi pueblo, pero no me iré hasta tener la publicación. Quiero llevarle un ejemplar a mi papá del cuento y a mis verdaderos padres.
Alegre, Maya se despidió y caminó hacia el hospedaje. Al pasar por la madriguera de los trinos, volvió a fijarse en el mural en honor a Mayo Arocho Ruiz, el joven asesinado. Se tocó la pluma prendedor y confundida, recordó las últimas palabras de Mayoral: “Te lo publicarán y desde donde esté lo leeré y, orgulloso de ti, lo sentiré nuestro.”
Al llegar al hospedaje, buscó las grabaciones y volvió a escucharlas hasta que encontró lo que buscaba. Quería saber si le había contestado bien al profesor. Allí estaba:
“–¿Te dijo Porta?
–No, me dijo Mayo.
–¿Cómo? ¿Mayo? ¡No me digas que ahora somos tocayos!
–No se me había ocurrido. Es cierto, pero de Mayo a Mayoral no hay tanto que caminar.”
No se había equivocado: esa fue la conversación.
Al salir del baño, antes de acostarse, se miró en el espejo del tocador. Se sorprendió. “Mamá tenía razón”, pensó, “Me salen canas en el mechón”.
Con música baja de un viejo trío, procuró dormir. Esa noche llovía y cada vez que escuchaba un automóvil, como si esperara por alguien, se levantaba y sin saber por qué, no pudo dejar de llorar. Cuando logró dormir, soñó que miraba a través de la ventana y pudo ver que un cuerpo estaba tirado en la entrada. No podía ver bien, pero despertó en sobresalto cuando escuchó a Mayoral pidiéndole ayuda para levantarse.
–Se acabó, por fin se acabó. Aunque ya la hemos leído en varias ocasiones, el asunto este de leerla en voz alta se acabó –exclamó Ana.
Angelina, que todavía tenía la novela en las manos, comentó:
–No me gustó mucho como está redactado el final pero como sé lo que el Viejo quería decir y la carga emocional que le quería poner, está bien, aunque me revienta que Maya sea tan llorona.
–¿Que a ti te revienta que alguien llore? –le preguntó Ana.
Antes de que Angelina dijera palabra, Eugenia intervino:
–Ni tú ni yo debemos criticar las lágrimas de Maya porque como siempre dices, ambas nacimos para llorar. Pero estoy de acuerdo contigo. La novela está bien. Además, he leído muchas novelas y escritos de afamados que no me han gustado tanto.
–A mí me pasa lo mismo, pero eso de que nos guste tanto es porque abuelo es el autor. Quizá si la hubiese escrito otro, no nos gustaba –dijo Marcela.
–No estoy segura, pero alguna de ustedes decía que lo que era arte lo decidían los artistas por lo que seguramente serán los dueños del gusto literario los que digan si debe gustar o no –comentó Eugenia.
–Eso es un disparate. A mí me gusta lo que me gusta y al que no le guste lo que me gusta tiene un gran problema con sus gustos, no con el mío –apuntó Ana.
–¿Y qué hacemos con la novela? –preguntó Angelina.
–Sentarnos a esperar a que una de estas locas obsesionadas escriba el cuento que le premiaron a Maya –contestó Monserrate.