PRÓLOGO
Recuerdo que era un día muy caluroso. El Ford Country 1960 en el que viajábamos, azul oscuro, interiores rojo y blanco con paneles laterales de punta a punta simulando madera y tres filas de asientos, no tenía acondicionador. En aquella época, o no existían o no se utilizaban, por lo que los diez pasajeros y el chofer dependíamos de la brisa gratis que generaba la velocidad de la máquina. El viaje de Río Piedras a Juncos era una agonía por el apretujamiento que se producía en el pequeño espacio y por el camino tortuoso por el que recorríamos. Como solía ocurrir en estos viajes, el silencio reinaba entre los apiñados viajeros, aunque en ocasiones se escuchaba la voz autorizada del conductor con algún comentario desde el púlpito del volante. El resto del silencio lo ocupaba la música del radio y los que llamaban al programa de WKVM: “Aló, ¿me podría complacer?”
La época no era la mejor para estar alegre. Mucha pena y preocupación en los hogares puertorriqueños y mucha angustia para mis amigos y para mí, que en plena juventud y estudios universitarios, éramos obligados a convertirnos en matones, mutilados o cadáveres en la cruel e irracional guerra de Vietnam, otro de los disparates y abusos de los distantes y distintos estadounidenses por aquello de la falsa moral, el mollereo imperialista y el capital.
Mis amigos y yo, independentistas, herederos de una lucha centenaria y recipientes de muchos fracasos y desilusiones y no creyentes de esa ni de ninguna guerra imperialista, nos dirigíamos hacia lo que considerábamos un auto atentado contra nuestras conciencias. Estábamos avergonzados y apenas nos mirábamos. Un espeso silencio cómplice nos machacaba el alma mientras mecíamos la idea de que aquél viaje calmaría a nuestras familias. Entre la ideología y el reclamo de la sangre, nos decidimos, tal vez cobardemente, por intentar ingresar en la Guardia Nacional como último esfuerzo por no ser reclutados para la matanza de gente distante e inocente. Aunque era lo mismo que lo otro, con ellos nos asegurábamos un poco permanecer en nuestra tierra y no convertirnos en criminales obligados. La racionalización boba fue el ejercicio que nos mantuvo ocupados en el viaje.
En un momento de silencio, sudor y curva y curva de la carretera, del radio salió una voz que melódicamente y con gran pasión cantaba:
Es Vietnam un territorio
en horizontes lejanos,
donde han ido mis hermanos
por mandato obligatorio.
Tristemente es un emporio
ante el pionero Tío Sam,
pero ya ustedes sabrán
que en sus junglas y pantanos,
por cada diez borincanos,
hay una cruz en Vietnam.
Nuestros valientes soldados
que allí arribaron un día,
muchachos que todavía
no estaban bien entrenados,
pelearon desesperados
al mando de un capitán,
y bien sabe el capellán
frente a los rojos inicuas
que por cada diez boricuas
hay una cruz en Vietnam.
Qué desgracia para aquellos
que deseaban volver
a su patria y recorrer
sus campos verdes y bellos.
Han muerto muchos de ellos
hijos de San Sebastián, de Caguas
y San Germán, camuyanos y lareños
y de cada diez puertorriqueños
hay una cruz en Vietnam.
Madres que dieron el fruto
de su vientre a la trinchera,
hoy las vemos por doquiera
vistiendo el negro luto.
Vamos a orar un minuto
por los que muertos están,
por los que no volverán
a estas playas florecientes,
pues por cada diez valientes,
hay una cruz en Vietnam”.
La canción se llamaba Cruces Boricuas en Vietnam, de Germán Rosario y la voz casi al llanto era del inconfundible Odilio González Arce, que ya para entonces era conocido como El Jibarito de Lares. Letra sencilla, con rima un tanto obligada, que en el momento en que se interpretaba, nos tocaba. Tanto, que los tres pepinianos que viajábamos en el último asiento del Country, por más que lo intentamos haciéndonos los locos y desentendidos y abriendo los ojos para ganar espacio a las lágrimas, terminamos cerrándolos para, con la vergüenza que nos enseñaban a los macharranes de la época, dejarlas correr mientras el soplo del viento de la ventanilla hacía esfuerzos por borrarlas.
Razones que no vienen al caso frustraron el propósito del viaje, pero el recuerdo de Odilio, su voz, la letra y el sentimiento, siempre quedaron almacenados en algún rincón de mi recuerdo como nota que alegraba una época mala que tuvo la suerte de tener un cantor cuando otros que podían hacerlo, se achantaron o acobardaron.
Ha pasado tanto tiempo que aquello parece un sueño, pero cuando alguna brisa del recuerdo me acerca esos momentos, viene a mi memoria el viaje de Río Piedras a Juncos, el hermoso Ford azul Country, y por supuesto, el cantor: Odilio González Arce, El Jibarito de Lares. Para los que alguna conciencia teníamos, el artista era algo así como un intermediario sutil entre las ideologías políticas de la época. Interpretaba toda melodía y entre una y otra decía lo que la oficialidad no quería escuchar. Mientras Odilio cargaba en su voz la protesta pública, como laico político, a riesgo de perder contratos y prebendas, otros famosos también cantaban, pero por comodidad y falta de compromiso, tan solo los escuché privadamente, en bajo volumen, casi silenciosamente, en marquesinas cerradas y público que ocuparía, a lo sumo, dos Countrys de pasajeros. Eran buenos intérpretes con gloria, fama y recursos, pero ninguno se atrevía a lanzar al viento su lamento, su solapado canto de protesta. Cada vez que Odilio cantaba, había más fervor patriótico, más nación, más orgullo de ser puertorriqueño.
Fue en aquella época acre en la que conocí a Odilio. Lo conocía, porque los artistas se conocen por su obra y escuchar a un cantante es conocerlo. El Jibarito, nombre que denota cariño regalado de su pueblo, siguió cantando y cantó de todo para esos que, algunos que se quieren distanciar del pueblo, los llaman “la gente”. “La gente” que son ellos mismos, pero que son denominados así por los delirios de superioridad de los que sienten que no forman parte de “la gente” porque el término es demasiado genérico para formar parte de él.
Como si hubiese tenido una compulsión por estar al lado de todos, Odilio cantó todos los temas, siempre afirmando nuestra puertorriqueñidad, nuestras costumbres, valores y sentimientos. La Isla lo conoció y lo quiso como se quiere a los que nos dan identidad. Viajó a Estados Unidos y le cantó al otro pueblo nuestro que, particularmente en aquella época, necesitaba de voces que le llevaran un pedazo de este que habían dejado allá con la pena del que deja un náufrago en un mar lejano. Viajó a muchos lugares y su aceptación fue orgullo para los que veíamos en él un cantor, más que cantor, a un patriota que cargaba en su garganta todos los dolores y alegrías de su pueblo.
La última vez que vi y escuché a El Jibarito fue en el mes de octubre de 1989. El huracán Hugo había destrozado la zona este de la Isla. La WLRP, Radio Raíces, de San Sebastián, había realizado varias actividades para darle la mano a nuestros hermanos en desgracia. Una de ellas fue un radio maratón. Ese día El Jibarito llegó, se nos acercó y preguntó: “¿para qué soy bueno? No vengo necesariamente a cantar, vengo a ser lo que sea.” Sin ensayos, excusas ni reparos, subió a la tarima e interpretó lo mejor de sus cantares. No me atreví a pedirle Cruces Boricuas en Vietnam. Para ese entonces cargaba demasiadas penas y no quería que el recuerdo me golpeara.
El tiempo pasó, y aquel personaje se nos fue apagando en el recuerdo. ¿Qué pasó con El Jibarito de Lares?
Un buen día me encontré con Leticia Colón Orona, quien hacía varios años se había retirado de sus ocupaciones regulares en la Universidad de Puerto Rico. Me dijo que estaba escribiendo y pensé que se trataba de anécdotas de sus fructíferos andares por los recintos universitarios. No me dijo nada del tema y, a pesar de que en ocasiones le preguntaba por el trabajo siempre me decía: algún día te enterarás.
El día llegó. Sonriente entró a mi oficina y me dijo, “busca en tu correo electrónico”. Lo abrí y me encontré con Odilio González Arce, El Jibarito de Lares, autora: Leticia Colón Orona. Entre los agradecimientos que consignó en el libro había uno que, evidentemente, me llamó la atención de manera especial: “A mi compueblano y amigo Licenciado Ramón Edwin Colón Pratts, quien comparte conmigo su pasión por la afirmación puertorriqueña y por las comunicaciones. Gracias por aceptar mi petición de escribir el prólogo de este libro, a pesar de que no es una de las tareas que más disfruta”. Leticia, que me conoce, sabía que sería una alegría para mi y de antemano, me lo agradeció.
Alguien le tenía que hacer justicia a Odilio González Arce, El Jibarito de Lares, que desde su histórico pueblo nos llegó como aquellos mártires del Grito a traernos su mensaje de afirmación puertorriqueña. Leticia, apasionada y estudiosa de la música puertorriqueña, pepiniana muy conocida por su dedicación a las causas más nobles y a los asuntos más serios, deja para la posteridad el recuerdo escrito de este incansable trabajador de la música. Como siempre, ha hecho una ardua y excelente labor. Su gesto tan noble, hace justicia a la humildad, a la entrega y a la pasión de una de las voces que nos ayudó a pasarla mejor en los tiempos más difíciles.