Los hogares se acabaron, las creencias volaron y la educación se deseducó a tal grado que se convirtió en pintura y capota, cambios en el piso, doble tracción, rimas cantadas, chateo, agresión, insulto, tiroteo, “fourtrak” y busconeo. Los políticos, a quienes le debe importar el asunto por aquello de justificar estar viviendo de los demás como adictos de semáforo, en su coqueteo público con aspiraciones de honorabilidad, son indecentes, acéfalos, frustrados en sus oficios, vagancias o profesiones anteriores, y etnocentristas, vanidosos y narcisistas, defectos que juntos hacen una desgracia nacional, más dañina que la suma de los últimos sismos con escalas Richter incluida.
El puertorriqueño se vulgarizó hasta el tuétano y el sálvese el que pueda se convirtió en filosofía de vida o grito de guerra del asfalto, de la pared mugrienta, del techo goteroso y opaco. Existen excepciones, muy raras, pero no hablemos de ellas, porque me quedo sin tema. Y los niños, los pobres niños huérfanos por adopción pensando en pajaritos preñaos y en cachivaches lustrosos de juguetes electrónicos, ya ni ejercicio hacen y no miran para el frente porque el espacio está vacío.
Los padres que quieren salir por las tardes y los domingos por la mañana, para evitarse los ritos y para ver a la corteja o a sus amigos tomadores de cerveza, llevan a los nenes a jugar pelota uniformados con los colores del partido del donante del mameluco y los sueltan en un parque barbudo con inodoros inservibles para que suden y aprendan a ser machitos, a hablar sucio, a mentarle la madre a los contrincantes y a desearle la muerte al que los frustre en su empeño de llegar a las grandes ligas. Pero son buenos papás, porque en ocasiones los involucran en alguna colecta para otros en desgracia, pero con el único fin de que el nene se sienta bueno, no por solidaridad verdadera ni por ayudar, sino por figurar. Los papases sueñan con ver a sus nenes bateando ante miles de fanáticos (que es la palabra más insultante que existe en nuestro idioma) mientras se ganan muchos millones por una temporada productiva. El producto: darle con un palo mugroso a una bola maldita y reventarla contra la pared más lejana del parque, o, a la inversa, correr como caballos detrás de una pelota antes de que se estruje contra el piso, mientras el público en ola desenfrenada grita delirantemente en coros contradictorios donde unos algareaban porque la bola vuele y otros porque se estrelle. Ser listos, emular habilidades bestiales, hacerse señales primitivas y universales, como mudos de una gran cofradía de irracionales mientras sudorosos se agarran sus partes pudentas ante todos los presentes escupiendo como gesto bufo de agradecimiento por la asistencia y atención, es la personalidad querida y deseada de estos animalazos del diamante. ¡Ni hablemos del boxeo!