Los eufemismos son la forma suave de decir cosas que, diciéndolas como se deben decir, resultan malsonantes. Así me lo explicó la primera maestra que de ellos me habló. Es la expresión fina y cachendosa usada al referirnos a lo que nos desagrada por ser excesos, vicios o actos u objetos subjetivamente repugnantes. Al borracho, le decimos mareadito; al irresponsable, distraído; al ladrón, listo y al alcahuete, cooperador. Aunque su utilización casi siempre tiene propósitos nobles, también los utilizamos para intentar tapar prejuicios como cuando al negro lo llamamos quemadito. El eufemismo es como un sinónimo degenerado, pero no un total farsante. Se puede utilizar cuando la expresión resulta en sonido feo, disonante o como dicen los lingüistas, cacofónico. En eso no hay problema. El problema lo tenemos cuando pretendemos criminalizar hermosas palabras insinuando en ellas alguna maldad porque a nuestros prejuicios y ocultas intenciones, no les caen bien.
Por encargo de los Reyes Magos, fui por unos regalitos para Manolete, un querubín que habla con los ojitos y que vino a relevar a una cansada abuela que lo esperó por años para pasarle el «batón» de la existencia. Entré a una tienda donde los Reyes almacenan lindos sueños de niños. Una parroquiana que se encontraba en gestiones similares resbaló en el piso mojado. Simultáneamente, con la caída redonda, espectacular, dramática, descompuesta y poco artística, llegó una empleada que, histérica, destemplada y con voz distinta a la que usan para anunciar perfumes y ropa interior para damas, gritó llamando a un asociado de limpieza. Como si el grito hubiese frotado la lámpara de Aladino, apareció de la nada un flaco joven uniformado como la muchacha. Con la sutileza del príncipe que despertó a la princesa levantándola del lecho en que yacía, el caballero de esta historia levantó a la doña asegurándose de que todas sus partes estuviesen adecuadamente ordenadas. Por prestidigitación, apareció un cubo, un mapo despeinado y como vallas, dos rótulos amarillos escritos en inglés. Comenzó su obra de secado y limpieza con destreza sin igual mientras entre mapeada y mapeada, con cariñosa voz de nana, se disculpaba con la princesa del resbalón. Fue tal su entrega y arte en el manejo de la situación de urgencia y atención a la ya tranquilizada e involuntaria acróbata fracasada, que sin percatarme, y al igual que todos, estaba aplaudiéndole al joven.
Luego me acerqué a los anaqueles que exhibían a granel todo tipo de anhelos infantiles y no encontrando el que buscaba, me dirigí a la señora que antes gritó por el asociado de limpieza. Utilizando un micrófono que inundó toda la tienda, y con expresión chorreada, pidió que un asociado de los juguetes pasara por el anaquel número tres. Llegó una joven llena de gracia indicando que la había llamado la asociada de piso y me resolvió el problema. Al preguntarle dónde pagaba, la joven indicó que el asociado de cobro estaba en la parte posterior cerca del asociado de seguridad. Pagué y para dejar constancia de mi admiración por la acción del joven que en forma tan magistral actuó en la monumental caída, le dije al cajero que de mi parte felicitara al conserje por su eficiente y amorosa gestión.
Precisamente, ahí, terminando mi función de mandadero de los Santos Reyes Magos, se dañó la cosa. Molesto, el señor me increpó con un ¿a quién usted se refiere? Obviamente, le contesté que al joven que había mapeado y atendido la caída de la doña. Me contestó que allí no había ningún conserje, que (en todo caso) lo que había era un asociado de limpieza. Finalmente me amonestó indicándome que «a la gente se le respeta no importa el trabajo que haga». Para que sirviera de disculpa, intenté explicar, pero en la medida en que trataba de abundar, sentía que iba perdiendo el apoyo de los que estaban en fila, que poco solidarios, lo que le importaba era salir del lugar.
¡Asociados sin sociedad! Cogí la juyilanga. En la huida pensé que estamos embadurnados de prejuicios de cogote a pies. El trabajo honrado es el pago que hacemos por el milagro de existir. Si no podemos llamar a alguien por su nombre, no es ofensivo nombrarlo con el título de su empleo. Ser conserje, cajero, dependiente, carpintero, vigilante o vendedor, nada tiene de malo, al contrario. Lo que es perverso y mefistofélico es usar el eufemismo de asociado aplicándolo al que pierde el cuero trabajando para los millonarios dueños de las grandes compañías. Ese nuevo embeleco de la sicología que atenta contra valores de orden superior, es una engañifa cuya única intención es crear en el empleado la ilusión de titularidad y pertenencia para el duérmete nene laboral. De «ñapa», es una falta de respeto a los que producen riquezas ajenas con sudor, dedicación y esfuerzo. Independiente de que ganen alguna acción corporativa, los empleados no son socios de los dueños de las mega tiendas, no los conocen ni nunca se sentarán a disfrutar una cena de Navidad con ellos.
No hay necesidad de cambiar los nombres de los trabajadores insinuando de paso que las únicas personas de valor son los dueños, accionistas o «asociados». El empleado será socio cuando el dueño de la mega tienda lo llame y le diga: «Oiga señor conserje, no voy a engañarlo más con falsos títulos. En adelante, dividiré las ganancias con usted. Deme la mano, señor ASOCIADO DE MANTENIMIENTO, hoy cenamos juntos y muchas felicidades».