Comprando los periódicos y el pan caliente del domingo en la mañana, me encontré con un paisano de esos que siempre permanecen en el poder sacando provecho de cualquier gobierno porque son como el muñeco de los siete traseros. Para arrancarme de cuajo la felicidad de pan caliente dominical y día libre, me endilga un «se siente un cambio positivo en el país». Yo, que tenía el vellón pegado por el espaldarazo de Ileana Colón a su pana Jorge Collazo El Imprescindible, le dije que no se podía sentir el cambio, ya que por las expresiones de Ileana lo que se siente es brisa de fascismo con toques de Romero El Pequeño. El comerciante‑médico, que se las da de genio por tener mucho dinero, y se vanagloria de lo listo que ha sido en su pesetera existencia subsidiada, auto-denominándose ramplonamente: «hombre de negocios», dice que «por algo he llegado donde estoy», como si «estar» fuera sinónimo de «ser». Pues este hombre de bien (que de umbral a una trastada, siempre esgrime el mugroso escudo de «los negocios son negocios», de confesión semanal y comunión ocasional) a lo «sucosumuco», como papagayo, para de paso chavarme la vida, y estar con la más cargada en su más reciente acomodo crematístico, sin ningún rubor, me dice que Ileana tiene razón.
Me pasó lo mismo que aquel acre domingo cuando El Nuevo Día me dañó el inicio de semana con un comentario estúpido, tipo Conversando con Antonio Luis y sus perros satos y realengos, sobre las dos casas de Elián. El pueblerino elemento (que aún con toga, borla, birrete, esclavina, billetes mal habidos y enredos del alma, vive mirando hacia atrás, como el que pide pon en carretera solitaria) a boca de jarro, sin ningún empacho y con airecillo de intelectual, me dijo lo que me dijo. Ya que me alteró la paz en forma inmisericorde y escandalosa con tamañas palabrotas, le dije que la santa Ileana nuestra, esa que aceptaba nombramientos siempre y cuando no tuviera que responder a la Oficina de Ética Gubernamental, imitaba perfectamente bien a aquel simplón ya olvidado cuando decía que el que se oponía a su enmienda constitucional para eliminar el derecho absoluto a la fianza, era un criminal porque sólo a ellos le perjudicaba la enmienda.
En este país, cada día hay que alzar más la voz. Claro está, los que pretenden continuar con sus fechorías se quejan de los tonos altos y fuertes. Cuando se hace un comentario cierto de algún espécimen protegido por el dinero, título, profesión, apellido o gobierno, se esgrime una indignación de oficio que pretende acallarnos con un «me ofenden», «me difaman» y «me desacreditan». Pregúntele a los líderes populares y penepés que están presos por corrupción qué palabras utilizaron para defenderse cuando los acusaron. ¡Ay Fajardo! Lo que pasa es que aquí pululan los embustes, y siempre he creído que Ileana, la Santa Ileana, es uno de ellos. Desde que asumió aquella pose de mujer de acero, que repartía el bacalao a todos por igual, pero que aguantaba algunos informes municipales por no perjudicar al PPD; desde que, con su arrogancia y mentalidad de dos más dos da cuatro, comparecía a la televisión a decir trincaderas morales que posteriormente demostró que ni ella las creía; desde que, con sus listas y ficheros de todopoderosa contralora, persiguió a empleados y a todo el que cuestionaba sus sagradas ejecutorias; desde que, humildemente, proclamó sus calificaciones de reválida de derecho, su vida, su obra y otras tonterías más de piquetes y ribetes publicitarios; me resistí a tragarme ese paquete. La publicidad me pareció demasiado glaseado para la mezcla.
Lamentablemente, tenía razón, y cuando de pecados se trata, odio tenerla. Ahora, resulta, que la impoluta, egregia, impecable e ínclita doña se convierte en carga bate de Fortaleza, y defiende hasta el ñeque al angelito Jorge Collazo, y de paso se mezcla, regodea y confunde con tipo tan bajuno, patán y fuerza de cara. Ese bebé de probeta de las escuelas de espionaje estadounidense, vulgar chota, soplón o fisgón oficial a quien eufemísticamente le llaman agente de inteligencia, no necesita de una rosellada de Ileana para defenderse. No es un zar, pero es un zaragata. Basta con su porte, estilo, gestos, arrogancia, pobre vocablo, menos elocuencia, y esa repetición absurda de que es imprescindible, aderezado con «el más que sabe» para darnos cuenta de que el tipo no necesita de roselladas en voz de Ileana.
El zaragata es tan malito que, sin tener ley ni confirmación, ya se llevó en redada publicitaria a la pobrecita mujer que sin quererlo se le chispoteó un poco del alma cuando dijo lo que dijo exteriorizando su tierno, noble y puro ser. La pobre carpeterita frustrada que se colocó en la ruta de salida, aunque dure tanto como Ferré, se dio un lujo que nadie puede darse después de haber cultivado su imagen con tanto esmero ante cámaras, periodistas y publicistas. ¡Tanto tiempo y esfuerzo perdido!
Señora, siguiendo su lógica de profundidad de dedal derramado o de piso mojado, es tan peligroso lo que usted redondamente afirma, que alguien le puede contestar con sus palabras: «el que está con Jorge cree en el carpeteo, el encubrimiento, el chanchullo y hasta en el asesinato». ¡Dios nos libre de dos Collazos!