El agradecimiento es una de las expresiones más nobles del espíritu, y el rencor, lo contrario. Por el motivo que fuera, que aparentemente fue de pantalones y minifaldas, una actriz que actuaba de mala, se encariñó del papel y supuestamente ordenó matar a su esposo. Él fue uno de los grandes precursores de esa maravillosa contribución a la sociedad que es el espectáculo televisivo enajenante, degradante y de mal gusto. El señor se murió completamente. Le propinaron tubazos, lo apuñalaron, y de ñapa, lo quemaron dentro de su propio carruaje. Al poco tiempo, después de cantarle al muerto que cuando un amigo se va deja un espacio vacío, agarraron a la artista, y luego de ventearla en todos los medios noticiosos y celebrarle un famoso juicio dantesco, la encarcelaron imponiéndole una pena, de esas graciosas que aquí se dictan, de unos tres o cuatrocientos años. Por lo chistoso de la pena o por culpa de los malditos apuros nuestros de cada día, tan solo cumplió catorce. Con el estigma formal de la culpabilidad judicial y el tatuaje del vía crucis publicitario grabado en su memoria, entre barrotes y distancias, vivió el teatro de lo absurdo, el dolor del recuerdo, la amargura de la soledad y tal vez, el arrepentimiento.
Un oscuro hijo del muerto, que no componía nada y de cuya existencia nadie daba cuenta, salió de la nada cogiendo pon con la madrastra y el occiso, lanzando la nasa de la ambición al río revuelto de la tragedia. Creyendo que encarnaba al muerto, entró al mundo del espectáculo. Era tan flojo que no pegó, pero por carambola, la gente lo conoció. Por lo que le pasó al papá, por los programitas televisados y porque Jorge Castro Font era representante y no veía entonces por qué él no podía serlo, decidió buscarse un guiso en la política colándose en una papeleta de gente igual a él. Salió electo así porque sí, sin prometer ni decir nada, excepto que una vez lo escuché a través de un altoparlante diciendo «¡Vaya papito!» Tal y como le pasó en la televisión, tampoco compuso nada en la política, y su figura se fue apagando. Pero un día, ¡oh día bendito!, alguien sensible o insensible, con conocimiento o sin él, con intención o sin ella, de buena o mala fe, habló de liberar a la madrastra presa que también se estaba apagando. Entonces el hijo del muerto, o sea, el hijastro, milagrosamente dejó de apagarse y enloqueció de alegría farandulera.»¡Vengan cámaras que para luego es tarde!» En conferencia de prensa boba, gritó a los cuatro vientos: «¡no la suelten, esto es una falta de respeto al pueblo, temo por mi vida, me muero de miedo, es peligrosa, me mata, me mata! Con ese sonsonete, y como si alguien fuera a creerle el paquete, por algún tiempo mantuvo la ridícula cantaleta pública. El pobre hombre-víctima se quejaba de que no había visto el expediente médico de la madrastra que mató a su papá.
Como era de esperarse, nadie hizo caso a sus falsos lamentos, y la depreciada madrastra, con mil cojeras, malestares, dolores e ilusiones, salió a la calle. La víctima, hijo del papá e hijastro de la madrastra, buscó un abogado (¡oh abogados!) para tener acceso al expediente médico de la doña. Esa peleita monga le garantizaría, por algún tiempo, la publicidad que de otra forma jamás lograría. El hijastro, que también era politicastro, no era galeno ni tenía pasión por la lectura de cosa tan ininteligible como un expediente médico, pero tenía una soberana, gigantesca, robusta e impresionante obsesión con el espectáculo y la fama.
Yo, que siempre me ilusiono con suma facilidad de esas historias profundas, conmovedoras y serias que transforman a los pueblos y los llenan de mitos y leyendas, seguí día tras día las andadas de la víctima. Si durante el día no podía leer o escuchar nada de su apasionante obsesión, encendía el televisor en las noches y lo veía en el Super Show Clásico, esperando a que dijera algo.
Así pasó el tiempo hasta que un buen día su abogado lo llamó y le dijo: «¡Oye gallo, vístete que nos vamos!» Eso mismo hizo el hombre-víctima, y se fue a ver el famoso expediente médico. Como este es un país de hipérboles, los medios de comunicación lo siguieron como séquito de lunáticos. Él enfrente, con su cabeza vacía pero con la alegría de tener nuevamente la comparsa publicitaria, entró a ver el ya mítico expediente médico de la madrastra. Lo vio, no lo entendió, lo cerró y nada pasó.
Después, me quedé esperando, esperando a que el hombre-víctima le envíe a la autoviuda aunque sean unas flores con una nota. La tarjetita podría decir algo así: «Para usted, madrastra mala. Para usted, que me ha sacado del anonimato en tantas ocasiones. Para usted, a quien le debo mi puesto y todo lo que conlleva. Para usted, a quien tanto he utilizado sin darle nada a cambio. Señora, perdone a mi padre y perdóneme a mí por lucrarme de la desgracia, que con culpas o sin ellas, ya nosotros la perdonamos. Gracias, madrastra, gracias. Su hijastro y politicastro, Robertito».
Y luego de nosotros perdonarlos a los tres, que baje el telón y que jamás vuelva a subir.