El Código Penal de 1902, en su artículo 138, decía lo siguiente: «Todo funcionario público que so color de autoridad y sin causa legítima, acometiere, agraviare, oprimiere o golpeare a alguna persona, incurrirá en multa máxima de ($5,000) dólares y cárcel por un término máximo de cinco años.»
Nunca entendí lo de «causa legítima». ¿Que causa legítima podía tener un funcionario público para acometer, agraviar u oprimir a un ciudadano? No incluyo la «causa legítima» para la agresión, porque lo hago demasiado fácil para los que creen que el Estado todavía debe ser el rey con derecho a la primera noche nupcial. Los que así creen, dirán que el impoluto Estado tiene derecho indiscutible para someter a la obediencia y castigar en forma sumaria al que mire mal a sus funcionarios, y de ser necesario, darle un buen macetazo de reacción, autodefensa y educación: para que aprenda.
La legislación citada era clara en cuanto al acto penable. «So color de autoridad», no es otra cosa que bajo el motivo o la razón aparente para hacer una cosa con poco o ningún derecho. Sin lugar a dudas, el funcionario público no podía embestir con ardimiento al ciudadano, ni lo podía ofender, humillar, faltar a su honra o vejarlo. En esa época de altos valores, la pena a imponerse al funcionario, también era alta: cinco mil dólares máximos de multa y cárcel por un término máximo de cinco años. Aunque aparente una perogrullada, la pena era de multa y cárcel, esto es, las dos penas a la vez.
En 1902, los funcionarios públicos tenían que funcionar bien. Si funcionaban mal y no respetaban a los ciudadanos, se exponían a las penas antes expuestas. No sé a cuánto equivalen hoy cinco mil dólares, pero me sospecho que debe ser un montón de dinero. Los cinco años del 1902 deben ser los mismos cinco años de ahora, aunque el ajetreo de hoy hace que los años vuelen como nunca. De todos modos, cinco años son cinco años.
No hay que ser muy talentoso para darnos cuenta de que el bien protegido, esto es, la integridad moral y física de la ciudadanía, otrora era de cardinal importancia. Al ciudadano había que respetarlo de cualquier forma, particularmente, cuando se actuaba como empleado del Estado. Lo contrario representaba penas severas, tan severas, que andando el tiempo, fueron clasificadas como graves.
El tiempo fue pasando y la importancia del ciudadano frente al Estado, también. En el año 1974, la pena que establecía el artículo antes citado, fue variada. La nueva pena a imponerse al que actuara contrario a lo prohibido, sería de reclusión por un término que no excedería los seis meses o multa máxima de quinientos dólares o ambas penas a discreción del tribunal. Esto es, una rebajita de cinco años a seis meses y de cinco mil dólares a quinientos, y de ser ambas penas obligatorias, a ser una u otra o ambas. Ese ajuste al revés a la inflación, anunciaba nuevos valores. Bajó la pena y con ello, el respeto al ciudadano.
Hace varios días, un amigo, que aunque no fue agredido (los funcionarios públicos nunca agreden, tan solo se defienden), fue víctima de un funcionario actuando so color de autoridad. Lo acometieron, agraviaron, oprimieron y utilizando la vieja treta de curarse en salud, de ñapa, le presentaron varias denuncias (que luego se archivaron). El agraviado se quejó a la Policía y le pidió que investigara y denunciara al funcionario. Como si fuera el Registro de la Propiedad (prior tempore potior jure), le dijeron que el funcionario se había querellado primero, por lo que tenía que hacer las denuncias por propio derecho. Aunque sabía lo que los jueces normalmente le dicen a los que presentan denuncias por propio derecho, en auxilio del amigo, me aventuré a hacer un triste y pequeño proyecto de denuncia por el centenario y conocidísimo delito de «so color de autoridad».
Llegamos ante una joven juez. La docta y fina señora, luego de examinar mi proyecto de denuncia, muy amablemente dijo: «compañero, vamos a aplazar el caso para otra fecha ya que hay algunas cosas que aclarar.» Ante mi cara de ¿qué pasa?, con gran delicadeza y consideración y sin que los presentes lo notaran, me dejó saber que el delito que había redactado, ya no existía. No lo podía creer pero no lo podía dudar: era verdad. Buscando un poco de oxígeno, arranqué hacia la oficina para enfrentarme a solas con aquella barbaridad.
El resultado del viaje a la oficina es este escrito. Se me pasó (en un in re mental fui severamente amonestado por la conciencia) que el 25 de julio de 2000 (¿curiosa fecha, verdad?) el artículo citado fue derogado. Ahora los funcionarios públicos pueden acometer, agraviar y oprimir a los ciudadanos. Licencia concedida, y que todos nos reventemos.
Para sentirme mejor, le pregunté a Reimundo y todo el mundo sobre la increíble derogación. Excepto la juez que presidió el caso, nadie, abogado o lego en estos menesteres de derechos y facsímiles razonables, se había percatado de que el Estado ya no consideraba tan importantes a sus gobernados. Cualquier funcionario público, desde el nefasto 25 de julio, puede acometer, agraviar u oprimir al primero que se encuentre de frente. Así como lo lee. La Legislatura tiene la palabra. Hablen, hijos, hablen.